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La tienda de los horrores – El nórdico

Publicado el 22 febrero 2013 por 39escalones

el nordico39

No, este fotograma no es de Obélix contra los indios, película que nos acabamos de inventar, sino de uno de los peores engendros imaginables, un truño de categoría, un zurullo fílmico no potable tan increíblemente nefasto que merece una detenida glosa. ¿Cómo es posible filmar algo tan malo y de manera además tan pretenciosa que no sirve ni siquiera como parodia involuntaria? Viendo la filmografía del director, Charles B. Pierce, especializado en… cagarros, no es de extrañar. Éste pertenece a 1978, y debe su producción al matrimonio compuesto por Farrah Fawcett, uno de la famosa Los Ángeles de Charlie, por entonces en plena cresta de la ola, y Lee Majors, El hombre de los seis millones de dólares, actor justito justito, tan justito, que no sabemos si se le puede llamar actor. Este subproducto, concebido para “mayor gloria” y “lucimiento” de Majors, no se puede creer si no se ve. Lo decimos muy a menudo, pero todas y cada una de las veces es una incuestionable verdad: es de lo peorcito que ha pasado por esta sección. Deja absolutamente perplejo; es capaz tanto de espantar al cinéfilo intrépido como de remover las carcajadas desde el bajo vientre. El catálogo de despropósitos es tal que es preciso resumir mucho para no escribir una serie de posts sobre esto.

Comencemos por el rigor histórico. Un preludio informativo nos advierte de que los vikingos (que nunca llevaron cascos con cuernos a pesar de la imaginería que gasta la película, de plástico por cierto) fueron un poderoso pueblo que conquistó Europa. ¿Mande? Ciertas son sus correrías por las costas y ríos de medio continente, desde el Sena al Volga, desde Escocia a Sicilia, pero llamar a eso conquistar todo el continente es un poco fuerte, ¿no? En fin, el caso es que el heroico Thorvald, un príncipe vikingo, se embarca junto a un grupo de feroces guerreros (que incluye un africano) en busca de su padre, el rey Eurich, en dirección a Norteamérica, ya que se perdió en una expedición anterior. Tras una agitada navegación (hay sardinas que salpican el agua con más salero que los responsables de efectos especiales de esta película) llegan a las costas de lo que hoy es Canadá (aunque en Canadá, especialmente en Terranova y el Labrador, no creemos que abunden las playas de arenas blancas y batidas, los mares coralinos y las palmeras en la orilla…), y se topan con la hostilidad de los nativos, que le cosen el culo a flechas a uno de los vikingos, que la palma de hemorragia trasera. Después de bautizar aquellas tierras como Vinland tras encontrarse unos racimos de uvas, la peña vikinga viaja río arriba en busca de sus predecesores que, habiendo sido capturados años atrás, viven cegados y esclavizados en la dura tarea de moler harina para que los indios hagan tortas… Un oportuno y chapucero flashback nos cuenta cómo el grupo anterior de guerreros nórdicos fue en principio agasajado por los indios, y más tarde traicionado, vencido y sometido. Los guerreros de Thorvald liberan a los esclavos tras unas peleas cutres cutres con armaduras y espadas de plástico, y el héroe se reencuentra con su padre. Pero la cosa no termina ahí, porque los indios, malos malosos excepto una joven virginal que, tras ayudar a liberar a Eurich, escapa con los vikingos hacia su barco, les persiguen hasta la misma orilla con un trote cochinero más propio de hooligans jevitrones greñudos y maquillados que de apolíneos nativos americanos. El combate final sobre las arenas de la playa no tiene desperdicio. Qué horror…

La película es mala, mala. Pero requetemala. No sólo brilla por su ausencia cualquier ejercicio de ambientación mínimamente digno, sino que las localizaciones no pueden ser más inadecuadas. Un Canadá tropical viene complementado por una dirección artística, pésima no, lo siguiente. A las armas de pega, el barquito vikingo de cartón que más parece una carroza para el Orgullo Gay llena de locazas con trenzas y faldita, las barbas y pelucas postizas de algunos guerreros, y los indios uniformados de pieles y mocasines todos iguales, hay que añadir un ritmo penoso, un tratamiento lamentable de las batallas, sin tensión, emoción, pericia técnica, especialmente en los duelos hombre a hombre que, entre las armaduras de corcho y la sobreabundancia de pelo y pieles, más recuerdan a una parodia de hombres prehistóricos sacudiéndose que a otra cosa. Ejemplar la batalla final, con los vikingos corriendo hacia el barco y los nativos persiguiéndoles: los diálogos son risibles, los gestos, la forma de cortar y empalmar planos del director (Jack Elam, patético, gritando y alzando los brazos al cielo sin sentido; guerreros que mantienen conversaciones entre asombrosamente surrealistas o estratosféricamente ridículas), la acción es patética, las muertes invitan a la carcajada. No hay dios que lo salve. Ni el mismísimo Odín en camiseta.

Capítulo aparte merecen algunas notas “folclóricas”. ¿Qué pinta un africano a bordo? ¿Cómo es posible que durante un combate le cortara la lengua -y sólo la lengua- a otro guerrero? ¿Qué tradición vikinga exige que el amigo lleve colgada del cuello la lengua que le cortó a su adversario? ¿Y los indios? ¿Por qué son una mezcla de Pocahontas y cualquier quinqui de los años 70? ¿A qué viene esa música, compuesta por el “gran” Jaime Mendoza-Nava, que combina supuesta música india con la fanfarria cacharrera imitadora de los grandes peplums? ¿Qué hacen aquí Mel Ferrer y Cornel Wilde? ¿Y Jack Elam? Con lo bien que estaba en los westerns, tranquilito, ¿cómo aceptó aparecer en esto? ¿Para no encasillarse? ¿Para probar el cine “histórico”? ¿Por qué unos actores lucen sus pelazos, barbas y greñas naturales mientras que otros han sido obsequiados con unos postizos tan evidentes que chirrían y que resultan absolutamente lamentables?

Preguntas que sólo tienen una respuesta, la descacharrante perplejidad con la que un espectador inadvertido puede enfrentarse a este bodrio, distribuido, aunque parezca mentira, por MGM.

Acusados: todos

Atenuantes: …

Agravantes: Charles B. Pierce se regodea en las miserias de la impericia, en las vergüenzas del bajo presupuesto, en el abismo de la cutrez, pero sin intención humorística, sino con solemnidad de cartón piedra

Sentencia: culpables

Condena: obligarles a permanecer durante toda la eternidad del Valhalla  sentados sobre los cascos de cuernos, orientados hacia arriba, claro


La tienda de los horrores – El nórdico

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