Revista Cine

La tienda de los horrores – Intriga extranjera (Foreign intrigue, Sheldon Reynolds, 1956)

Publicado el 23 septiembre 2015 por 39escalones

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Más bien, cagarro extranjero. Personalísimo proyecto del, por otra parte, discretísimo Sheldon Reynolds (que se encarga aquí de producir, coescribir y dirigir, nada menos…), Intriga extranjera (Foreign intrigue, 1956), ideada a partir de una serie televisiva del mismo título también con Reynolds a los mandos, falla a todos los niveles. Tanto es así, que a alguien se le debió olvidar que se trataba de una película, no de una serie, y que no había capítulo posterior en el que se resolviera todo. Porque el gran problema de la película, el único importante a decir verdad, es que el argumento se queda en el aire, en suspenso, flotando en el fundido en negro que cierra el filme.

La cinta bebe del cine de espionaje clásico (homenajea explícitamente a Carol Reed y Orson Welles o a Alfred Hitchcock, entre otros) para contar una historia situada en “exóticas” localizaciones europeas, que se enreda a cada paso y que en teoría debería ir a alguna parte, tanto en la trama principal, los misterios que rodean la muerte de un enigmático multimillonario en la Costa Azul y los secretos de su pasado como turbio negociante durante la Segunda Guerra Mundial, como en la subtrama romántica que protagonizan Robert Mitchum y la sueca Ingrid Thulin (aquí llamada Tulean, no se sabe por qué). El caso es que Mitchum da vida a Dave Bishop, un periodista a sueldo del susodicho millonario, para el que ha ideado una completa vida ficticia que explique ante la opinión pública dónde pudo, verosímil y legítimamente, originarse su fortuna. Tras su repentina muerte, agonizando en brazos de Bishop, tanto la esposa (Geneviéve Page) del fallecido (una esposa legal pero meramente aparente en lo afectivo) como su médico personal, un abogado vienés que se dice depositario de una documentación del fallecido y un agente enviado por la compañía de seguros insisten extrañamente en averiguar si el finado pronunció algunas últimas palabras antes de morir. Intrigado por el significado de este hecho, Bishop viaja a Viena para averiguar el contenido del sobre depositado allí por su patrón. Se da inicio así a una intriga europea (de la Costa Azul a Viena, de allí a Estocolmo y otros lugares de Suecia, y algún que otro lugar más antes de dejarlo todo colgado cuando le tocaba el turno a Londres) que atrapa y absorbe, y que merecía sin duda, no mejor resolución, sino al menos una resolución cualquiera que no dejara al espectador con cara de tonto.

La dirección, efectiva aunque sin nervio, sirve adecuadamente al propósito narrativo, el mero entretenimiento detectivesco salpicado de acción y romance. La ambigüedad de los personajes, aunque pésimamente establecida en el caso de la mujer del muerto, que más parece una psicopáta que una intrigante, y cuya postura inicial con sus sucesivos cambios sobre la marcha queda sin explicar, alimenta el misterio y hace avanzar la acción, y el guión utiliza todos los resortes a su alcance para mantener la atmósfera de suspense, aunque con demasiadas lagunas y cabos abiertos para permitir que el público haga pie en algún punto. Además, dos de los personajes, el agente de seguros y la madre de Brita, contienen el suficiente número de dobleces como para hacerlos interesantes, inquietantes, y, en el particular caso del viscoso y sinuoso señor Spring, la presencia más gratificante, en términos de guión, de la cinta. Mitchum se conduce con desgana, y Thulin anda bastante perdida en el canónico papel de florero enamorado, muy alejada del registro bergmaniano que la hizo popular.

El desastre sobreviene cuando entran en escena los servicios secretos y cuentan a Bishop una intrincada y rocambolesca historia sobre la Segunda Guerra Mundial, que se supone que debe contribuir a explicar lo que sucede, pero que no explica nada. A partir de ahí, la trama cae en un sinsentido en el que las acciones de los personajes se suceden a capricho del guionista, sin lógica interna, casi por el mero afán de sorprender al espectador y volverlo a cada minuto más loco (en eso se parece a buena parte del cine comercial actual), para concluir en una escena nocturna en la que el despropósito final cobra forma: la historia, simplemente, no termina, Mitchum se larga con Spring a Londres, dejando a Brita colgada entre agentes secretos, sin que se sepa qué ocurre a continuación.

Da la impresión de que a Reynolds se le acabó la imaginación, la tinta del boli, el papel, el dinero, la provisión de película virgen o el cerebro. Pocos casos existen en el cine de espías, bueno, malo o regular, y en el cine en general, en que la trama quede tan en el aire que hace que todo el metraje anterior resulte gratuito, banal e indignante, provocando en el espectador la consiguiente y asombrada indignación. Mitchum se larga con sus característicos andares, y el público se queda sin película.

Acusado: Sheldon Reynolds

Atenuantes: el personaje de Spring

Agravantes: el final sin final

Sentencia: culpable

Condena: un empacho de pilas de las que duran, y duran, y duran…


La tienda de los horrores – Intriga extranjera (Foreign intrigue, Sheldon Reynolds, 1956)

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