Revista Cine

La tienda de los horrores – Pactar con el diablo

Publicado el 11 diciembre 2010 por 39escalones

La tienda de los horrores – Pactar con el diablo

Que no, que no es una fotografía de Al Pacino intentando traducir al inglés un chiste de Chiquito de la Calzada justo en el momento de decir “¿Te das cuen?” ni tampoco la versión americana de Aquí llega Condemor, el pecador de la pradera, sino un instante de su enloquecido y sobrecogedor monólogo final en esta cosa dirigida por Taylor Hackford (my taylor is rich, and my mother in the kitchen…) en 1997. Hackford ha logrado reunir con los años, desde su primer hit taquillero, Oficial y caballero (1982), pasando por la conocida (más por la banda sonora que por la película misma) Noches de sol (1985), hasta las más recientes Prueba de vida (2000)o Ray (2004), una filmografía que destaca especialmente por dos aspectos: la rica puesta en escena y la pesadez de unos metrajes interminablemente alargados hasta la extenuación. Sus películas oscilan siempre, por más limitada que sea su trama, entre las dos horas y las dos horas y media, lo que indica un preocupante problema de exceso de verborrea incompatible con el carácter imprescindible de las tijeras como instrumento quirúrgico-cinematográfico.

Pactar con el diablo (de título original El abogado del diablo, que no pudo lucir en España porque ya lo vistió una de las peores películas del gran Sidney Lumet, protagonizada por la apetitosa Rebecca De Mornay, Jack Warden y ese monigote llamado Don Johnson) no es una excepción, y se va a las dos horas y media para contarnos una historia ya contada mil veces, y siempre mejor: la de la corrupción de un alma pura e idealista por culpa de las tentaciones del demonio. Lo que viene a ser Mefistófeles puro, en vena. Aquí, como redundancia, la cosa va de abogados, así que doblemente diabólico.

El pánfilo de Keanu Reeves, posiblemente el actor más inexpresivo de todos los tiempos, de una pobreza gestual y facial proverbial, bellezas enlatadas aparte, da vida a Kevin Lomax, joven y talentoso abogado que nunca ha perdido un pleito, faltaba más, que para eso es Keanu Reeves, no te jode… El tío tiene una vida de coña, jovencito, guaperas, triunfador, idealista, buena gente, y encima está casado con Mary Ann (guapísima Charlize Theron, desaprovechada), vamos, pura ciencia ficción. El caso es que el mozo un día recibe la tentadora oferta de una prestigiosa firma de abogados para que trabaje con ellos en Nueva York, al frente de la cual está un tal John Milton (Al Pacino), cuyo nombre se supone una suerte de homenaje al autor de El paraíso perdido como código, que se ve a la legua, del cariz que van a tomar las cosas. Hasta aquí, este argumento bien puede considerarse un plagio de La tapadera de Sidney Pollack (1993), basada en la novela de John Grisham, pero como la cosa a su vez está basada en una novela de Andrew Neiderman, a su vez homenaje a todas las historias que nos han hablado de Fausto, Mefistófeles, venta de almas al diablo y demás, a los guionistas -uno de ellos el que despuntaría como celebrado director, Tony Gilroy- junta dos tópicos en uno con el habitual cóctail presente en toda lucha interior entre el bien y el mal.

Así, la joven pareja deslumbrada por los ambientes exclusivos neoyorquinos en los que va a transcurrir su vida, se deja llevar a un mundo de corrupción interior que, a través del dinero fácil, el lujo, las joyas, el subidón del triunfo constante, y las convenientes gotitas de erotismo -rollito lésbico incluido-, poco a poco van minando el idealismo bienpensante del amigo Lomax, mientras que Mary Ann, alma pura y caritativa donde las haya, se ve venir el mastuerzo, que no es otro que el amigo Milton, una encarnación del diablo que viste de Prada para arriba. Eso sí, con alzas, porque puestos a encarnarse en alguien, el demonio no escoge un tipo alto y bien parecido, sino un señor bajito y casi sesentón que necesite rellenarse los zapatos…

Este pequeño matiz de casting (o no tan pequeño si añadimos a Reeves, que lo más cerca del cine que debería haber estado jamás es el puesto de palomitas), viene complementado por un guión en el que, en todos, absolutamente todos los casos, ve cómo la capacidad de previsión del público le adelanta por la derecha. La película es predecible en todos y cada uno de sus aspectos, las interpretaciones, basadas en personajes planos cuyas intenciones, motivaciones y sentimientos son telegrafiados desde el mismo momento de su presentacion, no consiguen trascender el raquítico bosquejo con el que han sido diseñados los caracteres y, en especial Reeves, no consigue transmitir con su cara de cartón las presuntas dudas interiores de un personaje situado en una encrucijada personal y moral. Y lo que es peor, ningún personaje presenta nada parecido a la evolución, no crecen, no cambian, no asumen, no vienen de ningún sitio ni van a ningún lugar, son interiormente estáticos. Por otro lado, Pacino está sobrio e indolente bajo la piel del abogado experimentado y pasadísimo, en la línea de Heat, de Michael Mann (1995), histérico total, puro chillido gesticulante, lleno de muecas, muy lejos de la pausa y la sofisticación que suele gastar Mefistófeles cuando de pasarle por los morros a alguien sus victorias se trata, cuando se produce la eclosión final que, pretendiendo resultar haciendo espectáculo del mayor horror, honradamente, está muy por debajo de la que diseñara Alex de la Iglesia en El día de la bestia (1995).

La única virtud de la película es su diseño de producción, su espléndida puesta en escena, que permite disfrutar de algún que otro momento que promete mucho más cine del que termina dando, una atmósfera de inquietud amenazante que nos prepara con unas expectativas que finalmente son defraudadas sin excepción. Mezcla del mito de Mefistófeles, la novela de Grisham, el Wall Street de Oliver Stone y La semilla del diablo de Polanski, la película pretende erigirse en un relato moral acerca de las tentaciones y los peligros de la carrera desaforada que impone el capitalismo por el beneficio rápido, fácil y sin escrúpulos, pero resulta tan tópica, plana y superficial al tratar la cuestión que la propia película se convierte en ejemplo de la misma idea sobre la que presumiblemente intenta alertar.

Acusados: todos
Atenuantes: Charlize Theron, la puesta en escena
Agravantes: Reeves, la nula originalidad de nada de lo que se ve u oye, Pacino pasado de vueltas
Sentencia: culpables; Theron, libertad bajo palabra
Condena: despelote del personal y colocación como gárgolas del edificio Dakota en plena ventisca neoyorquina de la corriente del Hudson



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