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La última ovación

Por Malagatoro

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Foto de Julián Jaén/Las Ventas.com 


La última ovación

Por Eduardo Coca Vita, escritor y aficionado. Publicado en Lanzadigital

“De entonces son muchos toreros que yo voy viendo en las plazas de Palencia y Valladolid: Ordóñez, Antonio Bienvenida, Rafael Ortega, Pedrés, Julio Aparicio, Manolo Vázquez, Gregorio Sánchez, los Girón, Litri... y paro de contar. Todos me atrajeron, pero mi asentamiento en la capital, a partir de 1964, me ligó especialmente con Antoñete y Bienvenida, pareja de la devoción madrileña, muy queridos en Las Ventas, rivales en calidades toreras y cualidades humanas.

Tuve suerte de estar en la plaza el 15 de mayo de 1966, tarde de la celebérrima faena a un toro de Osborne. No creo haya español que no sepa que Antoñete se consagró ese día de San Isidro con Atrevido, el ejemplar que era más blanco que negro, pero sobre cuya capa no nos hemos puesto de acuerdo los aficionados, existiendo tácito consenso —no pactado ni dirigido por nadie— para llamarle «el toro blanco», cuando esa no es denominación de ninguna pinta o pelo de ganado bravo en el cotarro veterinario ni en el argot vaquero. (Atrevido era realmente un berrendo en negro, alunarado, caricárdeno, coletero y botinero).

De Antoñete recordaré siempre su colocación y su orientación entre los cuernos; sus trincherazos, bellísimos; sus lacios naturales en cadena; sus medias verónicas plegadas en la cadera; sus completas pasadas de pecho (las auténticas, las de verdad, las que van desde el hocico hasta la penca, no las de pitón a pitón, de testuz a costillar o de pescuezo a ijares); sus ayudados por alto, que hoy tanto me los recuerda el balanceo de delante hacia atrás y de abajo hacia arriba del reinventor del toreo fetén a dos manos, el virtuoso Morante de la Puebla.

De Antoñete podría traer aquí lo que dicen de él sus seguidores y sus devotos, pero no lo que digan sus combatientes o detractores, de los que no conozco ninguno. Le pasaba como a Bienvenida, que nadie lo criticaba ni censuraba. Ni como torero ni como persona. Nada más grande para un matador que no encontrar, ni buscando, no ya enemigos, ni siquiera un enfrentado. Y los dos Antonios madrileños están en el caso por toda España.

A la sonrisa de Bienvenida, Chenel oponía su humanidad. Y a la bonanza de Chenel, Bienvenida oponía su bonhomía. Ambos tenían poco tipo, pero muchas formas. Ni de barriga y buen peso se privaban. Lucían andares y hechuras sin estilizar, pero de marcado estilo. Una composición corpórea de poca filigrana, pero desenvuelta. Bajo la fachada destartalada, la hombría dentro iba bien guardada. Y todo ello era en Antoñete, como lo fue en Bienvenida, puro porte y gayo pose de un organismo torero. A falta de cintura, su espíritu impregnaba de torería un físico y un caminar delatores del arte para el toreo y evocadores de la inspiración para el arte. Arte, toreo e inspiración como manantial de las grandes virtudes capitales del sentimiento de un elegido para despachar reses bravas contagiando emoción.

He leído estos días que Antoñete no era un torero de época, sino una época del toreo. Congratulo al feliz ocurrente que se adelantó ingeniosamente con la sentencia que tanto me hubiera gustado a mí patentar, ser primero en lanzar. Porque el maestro fue, ha sido, es y será «una gloriosa época del toreo». No en balde llenó durante medio siglo los cosos cuyos ruedos pisó vestido de luces hasta el borde de los 70 de edad, que ya es decir y como para no creerlo, por paréntesis que se abrieran y cerraran en su página de oro. El corte de coleta en el siglo XXI, feria de Burgos de 2001, es hito de permanencia en activo de un diestro, más que mayor o maduro, de avanzadísima edad.

Admirado maestro, buen director de lidia y esencia íntima y última de la ciencia de dominar, primero, y del arte de torear, después, al animal mejor hecho y pensado del orden creado: La tarde del 24 de octubre de 2011 le hemos dado, y usted se lleva, la última ovación. Que su eco le siga eternamente y retumbe en el paraíso —iba usted de corto, verde botella y destocado, para presentarte allí como nuevo en la plaza—. Ayude usted desde el cielo a que, de vez en cuando, al menos cada media centuria, nazca alguien aquí abajo con el porte y corte con los que usted fue alumbrado para saber, poder y querer estar ante los toros, en la arena y frente a la entregada concurrencia que con olés toreaba al alimón de su capote y con oles lo hacía al son de su muleta. La que le coreaba el lunes 24 de octubre con gritos de ¡torero, torero, torero!, al cruzar en hombros por octava vez la puerta grande de Alcalá, esta última dentro de su ataúd, pero más gloriosa que nunca.

Un privilegio haberle visto actuar, maestro. Y otro no menor haber podido una vez tenerle cerca y hablar con usted. Hoy no saco mi pañuelo para pedir las orejas de Atrevido, Danzarín o Cantinero. Hoy mi pañuelo sale del bolso para secar las lágrimas que su muerte hace brotar, que de su cornada mortal me vienen a los ojos, perplejos otrora por tanta hermosura y belleza plástica emanadas de sus brazos de acero y cristal.”


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