Revista Cultura y Ocio

La venganza

Por Cayetano

La venganza Imagen tomada de la red


—Tarzanes como tú… me los como yo a pares. Mucho cuerpo,pero pocos huevos. Lo dijo de un tirón, sin inmutarse lo más mínimo, seguro del terreno que pisaba, ciertamente resbaladizo. Aquello fue un farol. Un titubeo en la voz, una mínima señal de que la bravuconada era una impostura y su sentencia de muerte se habría firmado; pero no: la amenaza salió contundente, creíble, con la expresión firme, la de un hombre que está acostumbrado a enfrentarse a matones como el que tenía delante. Todo empezó aquella tarde cuando salió de casa dispuesto a lo que fuera. Pepe Moreno, un joven de unos treinta años, flaco y de pelo largo, había perdido su trabajo. Debía abandonar el piso donde vivía de alquiler porque adeudaba seis meses. Y por si fuera poco, la chica con la que salía le había dejado por otro, sin mediar palabra, sin una mínima explicación, como si él fuera un trapo de usar y tirar. Y él, aquel día,marchó de casa a la desesperada. Con una determinación firme en su cabeza: ir a un conocido local de copas para montarle el pollo a su ex. Acababa de hablar por teléfono con Alex y se lo había chivado: —Julia acaba de meterse en el Casablanca. La he visto en la puerta, haciendo cola. Iba con dos chicos y otra chica. Y para allá se fue. En la puerta del tugurio, un gorila de discoteca, un tipo cachas atiborrado de esteroides hasta las cejas, con los brazos cruzados y la cabeza rapada, iba eligiendo entre los que aguardaban para entrar quién pasaba y quién se quedaba fuera. Como un cancerbero caprichoso, decidía según le pareciera en cada momento quién ingresaba en aquel lugar y quién quedaba excluido del paraíso. —Tú entras. Tú, no —. Decía mientras miraba despectivamente a uno que no llevaba calzado adecuado. Así, cuando Pepe Moreno se acercó a la entrada de aquel lugar —greñas rockeras, pantalón vaquero y zapatillas deportivas— con ademanes de pasar, el portero se le encaró y le soltó con media sonrisa que tenía mucho de mueca: —Para el carro, tío. ¿Dónde te crees que vas? Aquí no se admite a gente como tú. Creo que te has equivocado de local. El concierto de Rosendo es dos calles más abajo. Aquí la gente es más fina. No puedes pasar. Y luego, Pepe Moreno, armándose de valor,le largó aquello, jugándose el tipo al encararse con el mastodonte aquel. Y el gorila, desconcertado ante el reto, le miró unos segundos dudando entre darle un puñetazo o hacerse el loco. Y optó por lo segundo e hizo como que no le había oído. Miró para otro lado, como para no ver que se colaba por la puerta. Y ojos que no ven…


La venganza Y Pepe se abrió camino entre un mar de gente guapa, chicos de gimnasio de pelo corto, chicas con las tetas recién puestas, maduritos interesantes de cabello engominado y mujeres maqueadas de rostro reconstruido, con esa expresión uniforme que las hacían clónicas, todas hermanas gemelas por obra y gracia del bisturí y de la silicona. Mientras, por las pantallas acústicasatronaba la música house. Un ambiente, lo que se dice, de lo más pijo. Y allí, al fondo, sentada en torno a una mesita baja con otras tres personas, estaba ella. Riéndose, entre copas, con esa expresión suya tan cautivadora, pelo largo rubio, bonita, encantadora, con esos hoyuelos en las mejillas... Y Pepe notaba por momentos que se reblandecía, que estaba a punto de perder el papel de hombre decidido, capaz de enfrentarse a las situaciones más duras. Sentía que estaba en trance de claudicar, de renunciar a cantarle las cuarenta a la moza por aquel desplante sin explicación alguna, después de dos años de relación. Él no era un perro, que se pudiera abandonar en cualquier esquina, era una persona con sentimientos y no se merecía ese trato; pero notaba, según se iba acercando a la mesa, cómo se iba licuando por momentos, ablandando como la carne en leche, perdiendo fuerza y gas… —Hola Julia. ¿Qué tal estás? —expresión suave, ojos tiernos, vocecita tenue—. ¿Tienes un momento? Y ella, levantándose de mala gana hacia donde estaba él: —¿Por qué me persigues? Déjame en paz. Y Pepe: —Me extrañó que no me dijeras nada. Después de todo este tiempo compartido. Irte sin una explicación. Creo que no me merezco ese trato. Y ella: —Ya somos mayorcitos como para que nadie cuestione si puedo o no andar sola por la vida, sin pedir permiso a nadie. Hace tiempo que no doy explicaciones por nada. ¿Lo entiendes? Y él no lo entendía. O sí, pero a medias. Ser libre no estaba reñido con tener en cuenta a los demás, sus sentimientos y todo eso… Pero ella volvía a la carga: —A ver si captas el mensaje. Lo nuestro se acabó. No hay nada que explicar. Tan solo que me he dado cuenta de que soy demasiada mujer para un tipo como tú. ¿Lo entiendes? Y, visto así, él claro que lo entendía… Se sentía humillado y roto, pero lo entendía. Lo suyo, lo que llegaron a compartir los dos, si es que alguna vez lo hubo, se había diluido como un azucarillo en un vaso de agua hasta desaparecer. —¿Pasa algo, Julia? —preguntó alguien con tono desafiante desde el grupito de la mesa. —No, nada. Pepe ya se iba. Y Pepe, como un relámpago, retomó el ímpetu perdido, recuperando en un santiamén el tono de hombre enérgico y resuelto. Y, sintiendo la adrenalina circular porsus arterias, con toda la furia del mundo, seguro y decidido, se dirigióa la mesa y dijo al que intermedió por Julia: —¿Y tú de qué vas, tío listo? ¿Quieres algo conmigo? Y el otro se arrugó como un papel y prefirió no responder a la provocación. Y enseguida llegó alguien del local que invitó a Pepe a marcharse. Y mientras se iba de allí, todavía tuvo cuajo para decir en voz alta: —Por las buenas soy muy bueno; pero por las malas, mejor no provocarme. Me voy. Vosotros podéis seguir con vuestra fiesta de niños pijos. ¡Ah! Se me olvidaba: Julia ronca cuando duerme y se tira pedos.

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