Revista Cultura y Ocio
La verdad sobre Jacqueline y Pablo Picasso, de Pepita Dupont
Publicado el 08 marzo 2014 por Jordi Jordi Corominas @jordicorominasLa verdad sobre Jacqueline y Pablo Picasso, de Pepita Dupont, por Jordi Corominas i Julián
Pepita Dupont, La verdad sobre Jacqueline y Pablo Picasso, Elba, Barcelona, 2014
Prólogo y traducción de Clara Pastor
Durante muchos años mi idea de Jacqueline Roque fue algo más que horrible. Representaba la última musa de Pablo Picasso, un ídolo que en su senectud se protegió mediante una coraza femenina que, literalmente, lo secuestró en un castillo para apartarlo de los focos, dominarlo e impedir que el preludio de la muerte fuera una pesadilla demasiado mediática.
Esta forma de parte de la leyenda negra de la viuda y heredera del pintor malagueño. Su mala fama ha crecido como la espuma, pero claro, hay que tener en cuenta que después del 8 de abril de 1973, día del óbito del genio, nada fue igual y todo el clan que quiso aprovecharse del legado ha dado versiones más que contradictorias de unos y otros, como si así el laberinto del minotauro cobrara otra dimensión inasible donde la verdad y la mentira no tenían cabida, anuladas por el barullo del misterio.
Pepita Dupont fue reportera, y de las buenas, de Paris Match durante más de tres decenios. En 1983 tuvo la ocurrencia de lograr el milagro de ser recibida por la inaccesible bruja. Sin esperarlo, como suelen suceder estas cosas, tuvo suerte y la fortuna le deparó algo más: una amistad que duró hasta el suicidio de 1986, cuando una pistola completó el círculo de desdichas de muchos de los seres cercanos al gran artista del siglo XX.
Durante ese período de intimidad pudo recoger una serie de informaciones que cambiaban de la noche a la mañana la perspectiva histórica sobre la figura de Jacqueline, que como pueden comprender no sería interesante sin su marido, clave de todo el embrollo.
La protagonista del libro publicado por la editorial Elba nació en París, fue desdichada desde su infancia y nada parecía augurar que su existencia daría un giro de ciento ochenta grados, entre otras cosas porque su primer matrimonio, con estancia africana incluida, se saldó con un rotundo fracaso. La huida marcaba sus días y sus horas en contraste con su buen carácter y amabilidad, siempre dispuesta a ayudar, siempre preparada para la broma y una pizca de humor.
El flechazo, la quintaesencia de la alteración, llegó en una tienda de cerámica donde colaboraba. Desde aquel instante se selló una relación que para el español era una recomposición absoluto tras la desdicha y la ligereza de casos de François Gilot, la única que se atrevió a dejar al monstruo sagrado, que con Jacqueline se sintió en la gloria. Ella decía que compartía su tiempo con el hombre más joven del mundo, y esa energía era contagiosa. La pareja no se separaba nunca, aunque Picasso, hiperactivo y perfeccionista, creara un inevitable trío con sus pinceles, omnipresentes en alguien que nunca descansaba porque su cabeza se lo impedía.
De la investigación de Dupont destacan varias partes, en especial las dedicadas, quizá porque no se cubren del sentimentalismo que genera lo personal, a las leyendas que rodeaban al autor de las señoritas de Avignon. Especialmente brillante es el capítulo dedicado a Jean Cocteau, donde se plasma la personalidad del versátil poeta, su humanidad y la incomprensión que planeó sobre su figura, tan versátil que escapaba a la mayoría, limitada ante tanta exuberancia. La muerte del poliédrico francés se narra con una extraña belleza que simboliza el adiós a una época, con Picasso cada vez más solo mientras la guadaña se asomaba a su espacio con lentitud.
El último tramo de la singladura del rupturista por excelencia, del culto bárbaro que se cargó los cimientos de lo convencional, es una campaña de pérdidas y homenajes. Las primeras erosionan la tierra. Las segundas reconocen, un poco tarde, el valor de un hombre entregado a una causa que ahora comparte con su particular Sancho Panza, quien le ayuda a elegir los cuadros para la gran exposición del Grand Palais, oculta una anterior operación de riesgo y le acompaña en la larga y pausada agonía en la que el niño grande de noventa y un años aún deseaba colores. Sus últimas palabras muestran deseo hacia el mundo y las formas, hacia su mujer, con quien se casó sin publicidad en 1961, y lo maravilloso de respirar, justo en el momento en que exhaló su último suspiro.
La última parte del volumen es apasionante desde la disputa. Tras el entierro nació la obsesión, expresada en un control del inmenso fondo a manejar y el recuerdo del desconsuelo. Jacqueline cayó en el alcoholismo y decía que Pablo estaba presente, acompañándole en cualquier circunstancia. La faceta de eterno romance tiene algo de locura, de sumisión a un magnetismo que fuera de su cuerpo creador era una pesadilla absoluta. La lucha por algo más que un puñado de dólares entre los hijos y la desconsolada protectora de la memoria se sucedieron hasta el infinito, con escenas lamentables, pleitos y una ira irracional de ambición desmedida que también afectó a la hija de Jacqueline, cínica y desmedida en su voluntad de ser millonaria desde la nada, sin merecerlo.
A lo largo de la obra se pone el acento en la generosidad desmedida de la homenajeada, quien donó muchos lienzos a un sinfín de museos repartidos por todo el orbe para que su amado tuviera casa en cualquier rincón. Asimismo, desde la nostalgia, se insiste en su bondad con empleados domésticos, no siempre correspondida, y con amigos varios que la consideraban casi una bendición divina, un ser irrepetible. ¿Lo era? No lo sabemos porque el escrito, notable y de fácil lectura, está pasado en determinados fragmentos por una subjetividad excesiva que ensombrece la previa transparencia que, y es justo reconocerlo, aclara muchas zonas que pese la ingente bibliografía dedicada a la cuestión no se habían explicado con tanto esmero, y si se consigue es por una serie de fuentes a las que otros historiadores del tema no habían tenido acceso directo, factor que lacra el texto en la otra vertiente, cuando el cariño hacia Jacqueline sale a relucir y se nota demasiado.
No es ningún pecado amar. La autora ha ajustado cuentas consigo misma y con una amiga que desde la tumba pedía a gritos una redimensión de su personaje. No será la última, pero tiene visos de ser, desde una comprensible desconfianza, la más certera que aparecerá en el horizonte.