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La Vida de Adèle - Crítica

Publicado el 02 noviembre 2013 por Linkk @linkk_81
En la escena más importante de La Vida de Adèle, todas y cada una de las dimensiones del Universo se detienen cuando Adèle, una angelical adolescente, y Emma, una estudiante de bellas artes, cruzan sus miradas por primera vez en medio de la calle. Automáticamente, el espectador viaja al inicio de la película, cuando Adèle y sus compañeros de clase leen "La Vida de Mariana", de Miravaux, y se preguntan si, tras un encuentro como el antes descrito, el corazón pesa más o menos.
Publicaba el crítico Sergi Sánchez, tras ver la película en Cannes, que La Vida de Adèle "pone la vida a nuestros pies". Y qué difícil, amigos, es poner algo tan complejo como la vida a los pies de nadie. Para lograrlo -porque puedo jurar que lo logra-, el director, Abdellatif Kechiche, elige un trazo agresivo, físico y carnal. Ubica la cámara -nuestros ojos- a escasos centímetros de cuerpo y alma de una actriz extraordinaria llamada Adèle Exarchopoulos. Y da igual si la vemos subiéndose un pantalón que se le cae, mientras aprieta el paso para no perder el autobús; o comiendo pasta con la comisura del labio llena de tomate mientras contiene un eructo; o durmiendo, con la boca entreabierta, mientras sentimos la calidez de su aliento. Al final, se trata de rodar ese milagro llamado vida. La cara desaliñada, el miedo, la postura fetal al dormir, el rostro como transmisor del alma, la desnudez perfecta e imperfecta, la masturbación en plena noche, y hasta los mocos -con perdón- que aparecen en el llanto más amargo. ¿Naturalismo? Tal vez. 
L'Amour. Francia siempre tuvo una relación especial con tan complejo sentimiento. Tal vez sea la obsesión por dibujarlo, por pronunciarlo, por vestirlo de gala ante una Torre Eiffel engalanada. Kechiche, francés de nacimiento, podría ser uno más, en la interminable lista de artistas que intentó describirlo, y que, ¡milagro! lo acabó logrando. Y aquí no hay Torre Eiffel que valga, ni sutilezas. Aquí hay deseo, pasión, carnalidad, amargura y dolor. Hay un elemento físico -y químico- que todo lo destruye ante nuestros ojos. Es el principio y el fin. El deseo ante lo anhelado. El eterno cosquilleo. La erupción que sacude estómago, alma y corazón. El llanto provocado por la impotencia ante el fin. Amor es ver a Adèle aturdida en plena calle, como si una bomba hubiera explotado a centímetros suyos, tras haberse encontrado con un extraño y magnético ser -Lea Seydoux- al que dibujaron pelo y ojos azules. Adèle y Emma viven un amor nacido en la pasión y el deseo, cuya muerte se produce en el inmenso oceano donde mueren todos los amores. Aquel donde, simplemente, aquello que lo produjo se perdió. Y aquí, la gran pregunta. Absurda, sí. ¿Merecía la pena mostrar una escena de sexo explícito de casi 10 minutos? ¿Era necesario mostrar como Adèle y Emma se devoran -literalmente- ante nuestros ojos? Pregunténse si esto no forma parte de la vida, y tendrán su respuesta.
¿Obra maestra del naturalismo? Tal vez lo sea, pero huiré de etiquetas. Sería demasiado injusto para una obra incontenible que, en muchos momentos, adquiere tintes de milagro. La Vida de Adele es un acontecimiento sagrado, un homenaje místico y pasional al más poderoso entre todos los sentimientos. Un canto al despertar, a la vida como escenario en el que -ante todo- pasan cosas incontrolables. En el que se es fuerte y débil. En el que se ama y se sufre. En el que se duda de todo. En el que un día nos humillamos ante quien amamos. En el que lloramos. En el que reímos. En el que nos entregamos. En el que los sentimientos se abren camino. En el que las etiquetas -ni heterosexual ni homosexual, simplemente persona- se diluyen. En el que se vive. Y vivir es esto. C'est tout.

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