Revista Cultura y Ocio

La zona cero del tiempo

Por Maria Jose Pérez González @BlogTeresa

La zona cero del tiempoPedro Paricio Aucejo

(Publicado el 16 de febrero de 2019 en el diario Las Provincias de Valencia) 

El paso del tiempo nos preocupa. Su marcha rauda –por la que todo es en un momento y al instante se desvanece– roza nuestra existencia y hasta la encanta con el apresuramiento de su estímulo. Es la huella de lo efímero de una finitud que, por fluir sin cesar, anhelamos rentabilizar al máximo. Son abundantes los procedimientos elaborados para ello, especialmente en el ámbito empresarial con el fin de obtener el mayor provecho laboral. A este respecto, desde diversas fuentes bibliográficas se ha divulgado la lección que, sobre planificación eficaz del tiempo, impartió a un grupo de directivos un experto en la materia.

El profesor en cuestión comenzó haciendo un experimento, de modo que colocó en su mesa un enorme frasco frente a él. Después mostró una docena de piedras del tamaño de pelotas de tenis y las fue depositando con cuidado una a una en aquel recipiente. Una vez el frasco estuvo lleno hasta los bordes y el auditorio pensaba que no cabía nada más, sacó grava, la fue vertiendo por encima de las piedras y agitó ligeramente el frasco. Los trozos de grava se filtraron hasta el fondo. Cuando de nuevo los alumnos creyeron que el frasco estaba completamente lleno, sacó arena y, poco a poco, la fue añadiendo al recipiente. Llegado el momento en que el público creía que era imposible añadir nada más, cogió finalmente agua, llenó hasta arriba el frasco y preguntó cuál era la consecuencia que se podía aplicar a la gestión del tiempo respecto de lo observado en esta prueba.

Alguien interpretó enseguida que la lección a sacar era que, si se cuenta con voluntad para ello, siempre se pueden hacer más cosas y añadir tareas a la agenda laboral. Al escuchar la respuesta y después de desaprobarla, el docente indicó que lo que de verdad demuestra este experimento es que, si no se colocan primero los asuntos importantes a realizar, no pueden meterse después los demás. La priorización de tareas es requisito imprescindible, de manera que las grandes cuestiones de la vida son las que han de tener preferencia, pues, de lo contrario, si nos dedicamos primero a la resolución de cosas de poca monta, llenaremos nuestra vida de futilidades, no nos quedará tiempo para hacer lo importante, seremos ineficaces y –lo que es peor– correremos el riesgo de no ser felices.

Esta pretensión de rentabilizar el tiempo no es nueva. Ni siquiera es exclusiva de nuestra época. Es proverbial la necesidad que al respecto embargaba, ya en el siglo XVI, a Teresa de Ahumada. La complejidad y el ajetreo de la civilización de nuestros días van parejos con las andanzas biográficas experimentadas por la Santa de Ávila. Al igual que millones de personas hoy, la carmelita universal pasó por este mundo acuciada por sus múltiples obligaciones y la escasez de tiempo de que disponía para atenderlas (“siempre me falta tiempo”, “todo el tiempo me parece breve”, “el tiempo perdido suelen decir que no se puede tornar a cobrar”…), dándole incluso “gran pena haber de comer y dormir”. Como gran lectora que fue, de haber vivido en la actualidad quizá hubiese echado mano de alguno de los manuales de gestión del tiempo que devoran los modernos aprendices de ejecutivo. Pero, en realidad, no le hacía falta. Todo lo contrario: el contenido de su obra ilumina la vida contemporánea también en esa faceta.

La descalza española observó que con frecuencia la mente humana es indisciplinada y genera hechos y actitudes que distraen más que ayudan: “Hay unas almas y entendimientos tan disparatados como unos caballos desbocados, que no hay quien las haga parar. Ya van aquí, ya van allí, siempre con desasosiego”. Fue consciente también de la dificultad de superar esta situación, dada la costumbre de “andar derramados”. Pero, por propia experiencia personal, constató igualmente que la trayectoria temporal de su vida se suspendía no solo en las situaciones excepcionales de arrobo y unión mística con Dios, sino en los momentos cotidianos dedicados a la oración. Ello era así porque, cuando en el ejercicio de esta actividad espiritual el alma se olvida de sí misma para entregarse a Dios, se logra una oración que integra todas las dimensiones vitales y alcanza la transformación personal hasta liberarse de las inquietudes mundanas.

Es en esa coyuntura en la que se produce la mutación del tiempo en eternidad: de la devastación existencial de un presente repleto de migajas –zona cero de instantes que no calman nuestro apetito de vida– surge el esplendoroso edificio de una realidad que perdura para siempre. Sin ella ni se alcanza la razón de ser del tiempo ni el elemento decisivo de nuestra existencia. Si queremos seguir la lección del profesor de gestión del tiempo –según la cual las grandes cuestiones de la vida han de tener preferencia a la hora de priorizar nuestras tareas–, la mejor forma de aprovechar el tiempo es eternizándolo: haciendo de él un cómplice nuestro en aquello que permanece y no en la mera agitación de actividad sobre actividad, que es lo que acostumbramos a entender por ‘ganar el tiempo’.

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