Revista Cultura y Ocio

Laberinto con salida – @tearsinrain_

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Quizá, lo natural, habría sido ponerse a correr solamente al ver la salida. El cartel, de color rojo con grandes letras blancas, en mayúsculas, estaba allí, al fondo del pasillo, sobre una pequeña puerta. Contrastaba, ciertamente, la enormidad del cartel con la miniatura de la puerta. Sin embargo él no se puso a correr. Cuando giró la esquina y divisó el fin del laberinto, sintió cierto júbilo, normal después de tanto tiempo, y aceleró el paso. Pero a medida que caminaba por ese corredor, enésimo de su periplo, fue aminorando y justo pasado el ecuador, se detuvo, miró a ambos lados, al techo y al suelo y finalmente se sentó en posición de indio, de cara a la puerta. Sentía algo parecido a, algo parecido a, algo parecido a nada. No era capaz de definir lo que sentía. Era incapaz también de saber cuánto tiempo llevaba andando. Recordaba el inicio, no el principio exacto pues cuando tuvo uso de conciencia ya estaba dentro, pero sí que tenía guardado en su memoria los primeros días, quizá semanas si no meses. Con las instrucciones en una mano, mirando siempre la ayuda de los carteles, siguiendo los pasos establecidos y atreviéndose, solo de vez en cuando, a romper alguna regla, pero temiendo las consecuencias que nunca eran tan graves, igual que los premios nunca eran tan jugosos, como su imaginación proyectaba. Después de un tiempo, sin saber cuánto, estuvo convencido que podía poner él sus propias normas, y fue eligiendo los caminos, equivocándose un sinfín de veces, muchos pasajes sin salida y metiéndose entre berzas y espinos, se rebelaba contra lo establecido, intentaba escalar los muros, agujerearlos o cavar zanjas que le permitieran coger un atajo. Esta rebelión no fue inútil, le forjó el carácter, se hizo duro como los callos de sus manos y de sus pies, y se fue dibujando en su mente un objetivo: salir, pero dejando huella a su paso. Así que los días posteriores a la rebelión, o semanas si no meses, se dedicó a escribir en cada muro nuevo por el que pasaba, algo que se le ocurriera, una frase o un poema o un texto largo y al final, firmaba. Recorrió recovecos y rincones, giró por esquinas de ángulo abierto y de ángulo cerrado, volvió a callejones sin salida por los que estaba convencido de haber pasado ya en momentos anteriores. Y firmaba. Una especie de “Kilroy was here” propio. Y con sorpresa y casi con gratitud, descubrió que otros hacían o habían hecho lo mismo que él, encontró otras caligrafías y otras firmas, y eso le llenó de valentía y de esperanza, a pesar de que más de una vez, estos escritos le ponían triste, le contrariaban, le provocaban rabia, miedo o le dejaban indiferente. En más de una ocasión, se enamoró de unas letras, de una forma de escribir, de un trazado. Y se detenía a mirarlas, hasta que su estado de ánimo cambiaba y entonces, continuaba andando. Seguía alguna de las normas, porque el laberinto tenía algunas de ineludibles, las de simple supervivencia: si al llegar al final solo hay abismo, hay que pararse y volver atrás. Si corres contra un muro, no lo derribarás, te harás daño. Pero descubrió en esta época que uno puede escalar algunas paredes y sortear algunas dificultades si se lo propone. Y a medida que avanzaba y descubría, mejoraba su autoestima, su creación escrita en los muros se volvía más prolífica, más rica, más elaborada. Una mañana, posterior a días, semanas si no meses, se sintió cansado y aburrido de algunas cosas, empezó también a creer que aquel legado escrito en los muros no era suficiente y entonces creó figuras de fango que dejaba en el suelo, y les ponía nombres e incluso inventaba historias y, por si ocurría algún tipo de milagro, hacía copias de algunas normas básicas escribiéndolas en un papel y las dejaba a su lado; junto a ellas dejaba también escritas algunas recomendaciones de cosecha propia: no vayas por aquí, no pases por allá. Y sucedió algo que ya intuía y que había probado sin demasiado afán: podía crear caminos. Podía mover algunos muros, empujarlos o arrastrarlos, de tal manera que poco a poco parte de aquel laberinto fue convirtiéndose en su laberinto, a su estilo. En ocasiones empujaba una pared y al otro lado descubría un poema escrito días, semanas si no meses atrás y sonreía, a veces por releer cosas que parecían bobadas y a veces al ver que si estaba inspirado era bueno, muy bueno. Y qué más daba si nadie le leía. Seguro, pensaba, que en este laberinto hay más gente, en ocasiones le parecía ver sombras que giraban una esquina antes que él o que le seguían, y corría o esperaba, pero nunca coincidió con otro ser humano, ni con otro ser viviente.  Tenía la sensación ahora, sentado en el suelo mirando la salida del laberinto, que esa etapa había sido la más larga y, de alguna forma, la más plena. Había disfrutado más de las vistas (las diferentes grietas, los diferentes giros, los distintos tonos de pintura en la pared), de las lecturas (se enamoraba de letras por su contenido, las estudiaba y las valoraba por su fuerza), de sus propios pasos, a pesar de que cada vez le dolían más las piernas y los pies y la espalda y tenía que detenerse más a menudo porque no podía avanzar a un ritmo continuo como antes. Toda esa fatiga se fue acumulando, de tal manera que los ratos de estar parado se alargaron y los momentos contemplativos se prolongaron. Ya no tenía prisa. Al revés, el laberinto era todo lo que había vivido y llegar al final le parecía necesario, incluso trascendente, pero no una prioridad. Además, se dio cuenta que le quedaban muchas letras por leer en las paredes y sobre todo muchas por escribir y quiso volver a visitar senderos que recordaba con especial ternura, ya fuera por lo que allí había escrito, ya fuera por algún detalle en el decorado. Cuando tuvo la sensación de que ya no le quedaba nada más que pudiera hacer, buscó la salida, y se sorprendió al ver que, de hecho, conocía el camino casi desde el primer día, así que la encontró en un momento. Se levantó del suelo con esfuerzo, buscó un buen lugar en la pared blanca llena de escritos, más llena que cualquier otro pedazo de pared que hubiera visto, y dejó allí grabadas sus últimas palabras. Luego, con nostalgia y un vistazo final hacia atrás, sonriendo, salió del laberinto.

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