Esperpéntico, ególatra, pretencioso, misógino, altivo, revolucionario, provocador, fraude absoluto, genio absoluto...Probablemente nada de ello, y posiblemente todo ello y más.Lars von Trier es un director ensimismado con su creación, de cuyas palabras no puede deducirse nada medianamente lógico, especialmente si tiene el día juguetón. Es por esto que tanto detractores como defensores se mueven también entre el castigo extremo y la alabanza desproporcionada. La única forma de disfrutar sin reservas de la obra de un autor esencial como el danés es abstraerse de ese personaje caprichoso e infantiloide que se ha reservado para sí mismo. Aun siendo tremendamente - sospecho que también intencionadamente - contradictorio en sus declaraciones, su cine deja entrever una cierta continuidad en lo narrativo, no así en lo formal, que nos permite acercarnos mejor al conjunto de su obra.
La filmografía de Von Trier se puede articular - a grandes rasgos - en torno a tres trilogías y una depresión. La primera de ellas es la trilogía sobre Europa - El elemento del crimen (1984), Epidemic (1987) y Europa (1991) - en la que el joven director da muestras de un profundo afán de experimentación. Destaca ésta última, un original retrato de la Europa de posguerra en la que resulta fascinante su dominio sobre los elementos que le ofrece el medio cinematográfico.Desde el cine de sus primeros momentos ya se adivinan varias de las constantes del danés a lo largo de su carrera. La pretensión de controlar tanto la obra como lo que ésta transmite, una profunda necesidad de reinvención narrativa - y por encima de todo, formal - y un enorme pesimismo hacia el ser humano.La segunda de sus trilogías - "Corazon dorado" - marca un antes y un después en su madurez como realizador. Se inicia tras la aparición de "Dogma 95", movimiento vanguardista que terminará quedando en agua de borrajas más por el incumplimiento de sus propios creadores que por su validez intelectual. Resulta más una pose que una verdadera declaración de intenciones. Con la estupenda Rompiendo las olas (1996), se produce una especie de ensayo de este nuevo tipo de cine que se verá reflejado de manera más rigurosa en Los idiotas (1998) y quedará reducido a cenizas con Bailar en la oscuridad (2000) donde Von Trier vuelve a reinventarse con una particular visión del género musical sirviendo como marco para un drama verdaderamente magistral que le valió la Palma de Oro en el Festival de Cannes.En todas ellas, el director nos muestra una naturaleza humana hipócrita, despiadada y movida por el interés. Un desierto falto de empatía en el que, excepcionalmente, florecen seres llenos de honestidad que a pesar de su derrota social, alcanzan una victoria moral absoluta. Sus heroínas abundan en un martirismo de ecos dreyerianos llevado al exceso, en el que algunos han querido ver una misoginia casi patológica.La condena del director danés a la sociedad actual es una condena sin paliativos. Rodea a sus heroínas de personas tan válidas y sensibles, como cobardes y débiles. Son una representación de la falta de esperanza y compromiso que transmite aquél que puede y no quiere. El danés le reconoce a la humanidad la capacidad pero le niega la voluntad. Esa interpretación maniquea de la conducta humana le lleva, a menudo, a forzar el comportamiento de sus personajes para resaltar sus miserias.
En este punto se inicia su trilogía sobre los Estados Unidos - "América, tierra de oportunidades" - que cuenta únicamente con dos cintas hasta la fecha - la tercera ni está, ni se la espera - porque Lars, amigos, es así de especial. Personalmente no me interesa demasiado si el director pretende dar una visión peyorativa sobre un país que ni siquiera ha pisado. Tampoco si Von Trier dicidió iniciar una cruzada contra el Imperio, pero lo que si es cierto es que el resultado en su primera entrega - Dogville (2003) - es sobresaliente.Y es sobresaliente porque la obra trasciende su intención inicial y deriva en un relato universal sobre el comportamiento humano en el que las Montañas Rocosas terminan por convertirse en una mera anécdota para dejar paso a lo esencial. Con una puesta en escena teatral y una narración de tono fabulístico, el "paria" se toma la revancha. Los últimos treinta minutos de Dogville tocan el cielo.Su segunda y celebrada entrega - Manderlay (2005) - pierde, en mi opinión, el peso de la primera, resulta más irregular y deja menos poso a pesar de ser una propuesta interesante.Y es entonces cuando llega el nubarrón, el danés cae en una profunda depresión después de rodar la interesante comedia El jefe de todo esto (2006) y a través de la bruma, emerge con un monstruo llamado Anticristo (2009), de una pulcritud visual insólita en su obra precedente, con momentos soberbios que terminan naufragando en un mar de referencias y simbolismos. Aquí el exceso se desata y termina por remover más estómagos que conciencias. Su última película - Melancolía (2011) - es seguramente su película menos personal en cuanto al riesgo de la propuesta, pero viene a constatar que el director danés no es un sabueso creativo de pega, sino un hiperactivo buscador de nuevas vías. Melancolía continúa la estela formal de Anticristo, la mejora y la lleva al terreno de la lírica con resultados más que notables.
Lars von Trier ha demostrado ser, por todo ello, un director de sobrado talento con una personalidad desbordante y un estilo inquieto. Establece las premisas y modela las historias a su antojo para poder transmitir aquello que tiene en mente, sin importar demasiado el medio.Es un tramposo genial. Pero, al fin y al cabo, todo discurso conlleva un argumento y todo argumento contiene una trampa.
Y Lars, hoy por hoy, es el rey del discurso.
Lars von Trier en el Festival de Cannes