Revista Cultura y Ocio

Las amantes boreales - Irene Gracia

Publicado el 06 marzo 2019 por Elpajaroverde
«En las noches blancas no puedes huir aunque lo desees. En esas noches sin noche solo los infelices miran los relojes para convencerse de que pasa el tiempo, ignorando que el tiempo se detiene, que solo transcurre en su mente y en el vientre del reloj, mientras el cielo permanece fiel a su contrato con la eternidad, emitiendo siempre la misma luz irreal que puede volverte loca.
Fedora y yo éramos la loba roja y la loba negra, y ya nos habían condenado a vivir una vida al margen de la vida y a sufrir noches ajenas a la noche. Nuestro viaje a la otredad estaba a punto de comenzar y nuestra suerte estaba echada desde que nos expulsaron de la Escuela Imperial de Ballet. Y ahora íbamos a abandonar San Petesburgo como dos delincuentes».
Existen miles de listas (existen listas para todo) de grandes comienzos literarios; listas en las que suelen estar incluidas novelas como Anna Karenina de León Tolstói o el patrio Corazón tan blanco de Javier Marías entre otros grandes clásicos de la literatura universal. No soy muy partidaria de hacer listas pero creo que, si tuviese que hacer una selección de los mejores comienzos de los libros que he leído, entendiéndose en este caso por mejores aquellos que consiguen envolverte por completo y sumergirte en la atmósfera del libro desde la primera frase, el que precede a este párrafo, que pertenece por supuesto a la novela cuya reseña hoy publico, ocuparía un lugar de honor junto a Reparar a los vivos de Maylis de Kerangal, Agua salada de Charles Simmons y Detrás del hielo de Marcos Ordóñez.
Si arranco con este comienzo es por ver si alguno de vosotros es víctima de su influjo y sufre de amor a primera vista por este libro. En mi caso fue así aunque no por leer estas primeras frases, cosa que no hice hasta tener la novela en mis manos ya dispuesta para su lectura. Mi atención la captó su portada y título; mi curiosidad, el nombre de su autora hasta entonces para mí desconocida; pero fue la sinopsis que la acompaña la que hizo latir en mí ese pálpito premonitorio que nos arrastra inexplicabe e irremediablemente hacia algunas lecturas. Comienza dicha sinopsis con unas palabras que Gustavo Martín Garzo le dedica a Irene Gracia, autora de Las amantes boreales, y que, viniendo del escritor vallisoletano, del que conozco la especial atmósfera que caracteriza su obra, me parece todo un piropo. Dice así:
«Irene Gracia es nuestra escritora más secreta. Son extraños esos seres heridos y lunáticos que pueblan sus obras, siempre llenos de una oscura y melancólica belleza. Esas muñecas que fingen ser humanas, esas bellas ahogadas, esos ángeles perdidos, esas muchachas que pierden su voz... La lectura de sus novelas es como visitar aquellos prados de la verdad de los que hablaban los griegos». 
Es sin duda Irene Gracia una escritora injustamente desconocida, a pesar de haber sido reconocida con algún premio y de contar en su haber con un nada desdeñable puñado de novelas y cuentos. Es pintora, además de escritora, y se nota su admiración por el arte en el sentido de que en la trama de sus novelas siempre destaca una disciplina artística, como en este caso, la danza. Su prosa es bella, lírica, también oscura y melancólica, y regada por doquier de referencias culturales y mitológicas. Y sus dos protagonistas en la novela que nos ocupa, Roxana y Fedora, son dos nínfulas de peligrosa inocencia. El problema, o más bien la duda que he ido arrastrando durante buena parte de la lectura y que no he conseguido disipar tras su conclusión y posterior reflexión, es si tan magnífico edificio ornamental se sustenta sobre unos cimientos firmes, o, mejor aún, si las catacumbas y pasadizos ocultos de ese edificio nos conducen a algún lugar.
Las amantes boreales - Irene GraciaLas amantes boreales comienza con la llegada de Roxana y Fedora, dos íntimas amigas en el albor de sus dieciséis años, al internado de Palastnovo, situado en la isla de Valaam a orillas del lago Ladoga, al cual han sido, más que enviadas, desterradas por sus respectivas familias tras su expulsión de la Escuela Imperial de Ballet de San Petersburgo, en la que no solo han estudiado sino residido durante los últimos años. Poco después sabremos del motivo de dicha expulsión y destierro, amén de de la desabrida relación que mantenían con sus familias y de cómo se conocieron de niñas en un cementerio de pianos y sellaron su amistad. Es un capítulo hermoso el que narra estos hechos, una pequeña y bella historia dentro de la historia principal.
Palastnovo es un lugar inhóspito y la isla que lo cobija es extraña y sus habitantes ambiguos y peculiares. Es un escenario de cuento con tintes góticos, mezcla de realidad y elementos oníricos. Pero el cuento se vuelve tenebroso, macabro, oscuro, feo. Antes de que se materializaran algunas cosas que sucederían después, ya había captado algo en la atmósfera que trajo a mi memoria la novela Cuatro por cuatro de Sara Mesa. Irene Gracia es, sin embargo, más explícita que Mesa en algunas escenas. No es que ello me moleste; no es la primera historia cruel, violenta incluso sexualmente, que leo. Recuerdo a bote pronto novelas mucho más duras que esta como son El deshielo de Lize Spit y la magistral Claus y Lucas de Agota Kristof que, por cierto, acaba de reeditar Libros del Asteroide. Lo que sí puede incomodarme es que esa violencia sea gratuita, que no haya nada más allá que la justifique, que esté carente de contenido (y hablo por supuesto de la violencia como recurso narrativo o artístico y no de la violencia real). Leyendo Las amantes boreales he temido por momentos que esto fuera así. Su autora me lleva, porque su prosa es sencilla y ágil, pero no sé adónde. Y tampoco es esto algo que suela importarme, pues leo con la atención fijada en la página presente, ocupada en disfrutar de cuanto me ofrecen por el camino, pero, en este caso, no estoy muy segura de cuán fructífera será la cosecha que estoy recolectando.
Es la trama. Es la trama la que flojea, la que es inconsistente, la que no me lleva a ninguna parte, la responsable de que ese maravilloso edificio de palabras que arma Irene Gracia se tambalee y amenace con derrumbarse. Me doy cuenta cuando lo revisito, cuando vuelvo sobre lo leído. Sus estancias parecen vacías pero el eco habita, domina y retumba por doquier.
Las amantes boreales es un libro en el que hay algo que no termina de cuajar pero no es para nada una historia vacía. Nos habla de esa edad en la que somos una hoja en blanco por escribir y de la sin embargo incapacidad de escribir nuestro propio destino. Es la edad en la que la amistad alcanza cuotas de un poder pensamos que ilimitado para encontrarnos a la vuelta de la esquina con que una parte de ese binomio que adivinábamos instantes antes indisoluble ha comenzado a transitar un sendero estrecho en el que solo cabe uno. Es la edad de lo absoluto, de lo extremo, del vivir intensamente o dejarse morir. También la de asentar la identidad, la de experimentar y la del despertar sexual. Además, esta novela también habla de la corrupción de la inocencia, de la trampa y el peligro de la belleza, del placer y el dolor como caras de una misma moneda, de la fascinación por lo que nos provoca miedo, de lo oscuro que habita en cada uno de nosotros, el juego de espejos y matrioshkas que cada uno lleva dentro.
«-No grites. ¿Quién es Fedora?
Su voz me llegó desde los confines del sueño. Me desperté y respondí:
-La desaparecida que vive en mí».

Las amantes boreales - Irene Gracia

Valamo Monastery, Karelia, Rusia. Fotografía de Swedish National Heritage Board.


La escritora madrileña elige los años inminentes a la Revolución de Octubre como escenario de su novela. Probablemente su elección se deba tan solo a su manifiesta fascinación por la cultura rusa pero también se me antoja que existen ciertos paralelismos entre la historia rusa de aquellos años y la historia que viven Roxana y Fedora en estas páginas, entre la revolución política de la primera y la revolución íntima de las últimas.
«Siempre que los nobles se interesan por la plebe, es para arrebatarle algo que ellos no tienen. Son como los vampiros...» 
«¡Qué injusticia! ¿Es un deshonor ser carroñero? Los hombres lo son y no por eso despreciamos a la humanidad». 
«Solo debemos asustarnos de nuestros propios demonios». 
«Los hombres tienen la costumbre de sustituir unos infiernos por otros. ¿Acaso no lo sabes?» 
«¿No decía Oscar Wilde que siempre acabamos matando lo que más amamos?» 
Si esta fuera la opera prima de Irene Gracia declararía sin dudar eso tan manido de que es una escritora con mucho potencial. Su voz es fresca, bella, original. Consigue crear una atmósfera mágica y realmente envolvente. Toca buenos temas aunque le falta profundizar y rematar. Pero, precisamente, por no ser una primera novela, no se pueden achacar sus carencias a la inmadurez. Sin embargo, el hecho mismo de no ser una primera obra implica no ser la única. Tal vez ocurra con este libro como con el citado Cuatro por cuatro de Sara Mesa, que es un libro interesante, repleto de cualidades pero para nada lo mejor de su autora. Me pregunto si hubiese seguido leyendo a Sara Mesa de ser ese el primer libro suyo que hubiera leído y no saber por tanto lo que podía dar de sí. Me pregunto si volveré a leer a Irene Gracia y disiparé así por fin mis dudas. La ruta abierta por mi mapa literario me dará la respuesta a si alguna vez volveré a recalar en su universo de vida y destrucción. Mientras tanto, sigo leyendo y por tanto haciendo mías las palabras que Fedora le dedica a Roxana hacia el final de esta novela en la que la prosa se mueve al ritmo sinuosos de los cuerpos de sus bailarinas: «Notre danse de la vie et la mort continue, mon amour, mon trésor».

Las amantes boreales - Irene Gracia

Isadora Duncan. Fotografía de Arnold Genthe.


Ficha del libro:Título: Las amantes borealesAutora: Irene GraciaEditorial: SiruelaAño de publicación: 2018Nº de páginas: 268ISBN: 978-84-17454-50-0Comienza a leer aquí
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