Revista Cine

Las esquinas del cine: Michael Winner, el oficio y el nervio.

Publicado el 08 febrero 2013 por Esbilla

Publicado originalmente en Neville: 

http://nevillescu.wordpress.com/2013/01/24/adios-a-michael-winner-hola-a-sus-peliculas/

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El 21 de enero de este año se murió Michael Winner. ¿No os suena? Normal. A veces parece que el único camino para salir del olvido es morirse. Lo malo es que los resultados son tan llamativos como efímeros. De muertos el recuerdo dura todavía menos que de vivos, como si el tiempo de los pasantes estuviese acelerado, con la vida de reconocimiento consumida en un solo día de obituario.

Con poca diferencia nos hemos acordado del fordiano Harry Carey Jr., de la bella triste Patty Shepard, norteamericana españolizada del cinema bis de la cual Javier Romero ha realizado un prodigioso perfil en su Expediente Quatermass, y del no menos bello y aun más triste Jon Finch; el más desagradable falso culpable de la filmografía de Alfred Hitchcock o el perfecto Jerry Cornelius en una película que quizás no lo mereció, El programa final. Esta adaptación de Moorkcock la dirigió otro recién muerto, es decir recién descubierto y de inmediato olvidado, el excéntrico Robert Fuest, que dejó este mundo por no se sabe qué, en marzo del 2012. 

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Michael Winner, que es quien va dedica esta entrada, fue un cineasta británico de larga carrera que al olvido suma el desprestigio de haber sido uno de los directores de plantilla de Charles Bronson a su regreso a los USA. Winner firmó tres de la entregas de la infame saga Death Wish, la de El justiciero de la ciudad que reinó en los videoclubs de los 80, las televisiones privadas de los primeros 90 y en la TDT contemporánea y nostálgica.

Esta marca, que es como la de Caín, ya nos sirve para apartarle del circuito de los reivindicables, obviando que la mayoría del escombro lo filmó casi entrados los años 80, cuando los directores de su estirpe sobraban, eran excedentes de cupo con los cuales nadie sabía qué hacer, forzosamente retirados o reciclados en el direct to video y la televisión.

Antes, en la década de los 70, cuando llegó a los Estados Unidos, Winner acumuló una serie de trabajos que van de lo apreciable a lo magistral. Y antes todavía, cuando trabajaba en Inglaterra una larga filmografía (casi invisible) en la cual se alineaba  dentro de ese movimiento pop dedicado a certificar la efervescencia del Swinging London junto a nombres como Richard Lester, Clive Donner, John Boorman, Desmond Davis, John Guillermin o J. Lee Thompson, este último también director de plantilla para Bronson.

Reed y Crawford en Atraco a la inglesa (The Jokers, 1967)

Reed y Crawford en Atraco a la inglesa (The Jokers, 1967)

En Inglaterra Winner aprendió el oficio de trabajar sobre cualquier material a mano. Rodó documentales, thrillers y hasta musicales al servició de estrellas locales como Billy Fury (Play It Cool, 1962) o comedias localistas para el humorista Frankie Howerd. Siempre trabajó con presupuestos cortos, poco tiempo de rodaje y expectativas de complemento en algún programa doble. Pero progresó y terminó por especializarse en comedias juveniles y en lidiar con la bestia parda de Oliver Reed. Una asociación que anunciaba su futura sintonía con Charles Bronson.

Para Reed, lanzado al estrellato a mediados de los 60 gracias a su descomunal magnetismo bruto, rodó The System, Atraco a la inglesa, donde el actor se emparejaba con  el inolvidable protagonista de El Knack Michael Crawford, Georgina y Hannibal Brooks, una comedia bélica junto a un elefante y el excéntrico Michael J. Pollard

El último obstáculo (Hannibal Brooks, 1969)

El último obstáculo (Hannibal Brooks, 1969)

El progresivo éxito de estas le hizo desembocar en La prueba del valor (The Games), una cuasisuperproducción internacional centrada en diferentes corredores, cada cual de una nacionalidad, que se enfrentarían en la maratón de la Olimpiada de Roma en 1960. El reparto era impresionante. Junto a Crawford, que volvía a protagonizar, se reunían Ryan O’Neil, Charles Aznavour, Stanley Baker y Jeremy Kemp, aunque la película la robaba el desconocido Athol Compton, un corredor aborigen australiano quien remedando al gran Abebe Bikila se quitaba las zapatillas para correr descalzo.

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La película es un clásico del cine deportivo, con un enérgico montaje en progresión dramático-paroxística, una fantástica foto a color y una óptima utilización de los exteriores.

Es entonces cuando Burt Lancaster lo reclama en los Estados Unidos. A través de las distintas encarnaciones de su productora, Lancaster siempre se había mostrado inquieto, a la búsqueda de directores y materiales interesantes, preocupado de matizar y ampliar su imagen en pantalla sin temor a encarnar tipos desagradables y brutales. Al  Winner que se había especializado en la comedia lo recluta para hacer un western grave, pesimista y violento titulado En el nombre de la Ley (Lawman), una película en apariencia de argumento puramente clasicista, tamizada por los descreídos setenta y ese revisionismo crepuscular que no es otra cosa que la conciencia del fin de un tiempo.  Bajo esa luz pálida, los personajes/arquetipo familiares parecen a un tiempo iguales en la superficie pero definitivamente distintos. El sheriff recto resulta ser un intransigente matarife que usa la ley como medida de todo, un personaje desagradable en su moral inaccesible y que será peor cuando finalmente se dé cuenta de lo aberrante de su misión. De tal modo el duro ranchero, muy bien interpretado por Lee J. Cobb, escapará del tópico del cacique endiosado y será un hombre razonable y cansado de la violencia, un pionero en el fin de sus días.

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A Winner le falta rigor en una realización que abusa del zoom de manera bastante fea y esto lastra la cinta, impidiendo que sea una obra maestra, pero la hondura de la historia, el soberbio reparto y su catarsis sangrienta redimen los errores. En particular su climax contienes destilada toda su pegada reflexiva e ideológica: el “hombre de la ley” sembrando de cadáveres la calle y marchándose sin mirar atrás, un cierre análogo al de de Sin Perdón, con Eastwood petrificando el mito del pistolero en medio del rugido y el terror.

Pareja a este estupendo western realizaría también para Lancaster una de las cumbres del cine de espionaje, que es además una obra maestra escondida del cine de los 70: Scorpio (1973).

Lancaster, Winner y Delon durante el rodaje de Scorpio (1973)

Lancaster, Winner y Delon durante el rodaje de Scorpio (1973)

La película es un retrato descarnado del paso del tiempo y el cambio de valores y mentalidades, compleja pero no farragosa, trepidante pero no atropellada, con secas y contundentes escenas de acción y violencia la cual hay que ver en programa doble junto a esa sima moral que es La carta del Kremlin, obra maestra de John Huston. Cuenta el enfrentamiento entre dos espías/asesinos de diferentes generaciones, uno joven (Alain Delon) y el otro veterano, entre los que se establece una dinámica maestro/alumno y un sentido de la amistad y la confianza finalmente derruido por las circunstancias. Todo ello dentro de un mundo brutal y deshumanizado que reflexiona sobre la amistad masculina y sus traiciones con una profundidad equiparable al mejor Sam Peckinpah.

A  esta visión emparentada/influenciado por Peckinpah el inglés incorpora el sentido de “enseñanza”, una dinámica intergeneracional presente  ya en Lawman a través del  personaje de Richard Jordan  y que aunque hace cumbre aquí en los Lancanster-Delon es prorrogada en uno de sus trabajos para Charles Bronson: la espléndida Friamente…sin motivos personales (1972). Un gran film de acción tal y como se entendía en la época que responde punto por punto a la poética del director inglés en los USA sobre la violencia y los hombres que hacen de ella su oficio.

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La espina dorsal vuelve a ser la amistad/rivalidad entre dos profesionales, uno mayor y desencantado el otro joven y ambicioso. El resultado fue polémico en su día por la frialdad indiferente con la cual se dirigía el personaje de Bronson: coherente con el carácter “killer” ajeno a cualquier dilema moral pero con una férrea ética profesional contrapuesta al narcisismo y la furia vengativa del psicopático personaje de Jan-Michael Vincent.

Su minimalista secuencia pre-créditos que durante más de diez minutos y sin un solo diálogo muestra uno de los “trabajos” de Bronson ya vale por toda la película, exhibiendo el irrefutable talento de Winner que la remata con un soberbio final de retorcida ironía. A su manera, un clásico.

Entre ellas, Winner realizó otros vehículos de menor fuste para un Bronson con el que se entendía a la perfección: el fantasmagórico y crudo western Chato el Apache, una de las encarnaciones más icónicas del divo. Y el exploit de Harry el sucio, América Violenta.

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La primera guarda lo mejor en su laconismo, su sordidez y su abstracción alrededor de la obsesiva persecución que sobre un mestizo ejerce una posse comandada por un enloquecido Jack Palance. Estrenada en 1972, cuando los muchachos americanos regresaban de Vietnam vestidos de madera, la película admite una turbulenta lectura metafórica: Chato domina el terreno y emplea esta ventaja para ir diezmando a sus perseguidores mediante acciones de guerrilla.

La segunda, dos años posterior a la obra maestra de Don Siegel, se alimenta por igual de este nuevo arquetipo del policía fuera del sistema y del boom mafioso post-Padrino, para amalgamar, de aquella manera, una trama particularmente absurda que posibilite robar de ambos éxitos sin mayores ambiciones que seguir exprimiendo la taquilla. Aún así, la dignidad profesional de Winner salva los muebles y el film se deja ver gracias a cierto poderío visual propio del corajudo cine criminal USA del periodo.

La pieza más singular de esta época de thrillers negativos es su precuela de Los Inocentes, aquí titulada Los últimos juegos prohibidos, dedicada a contar minuciosamente el proceso de corrupción de los niños protagonista del relato de Henry James y la soberbia adaptación de Jack Clayton. Donde esta ofrecía suntuosidad, sugerencia y barroquismo, la de Winner contrapone feísmo, explicitud y grotesque.

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Dominada por la estética setentera de zoom y con un Marlon Brando en clave Marlon Brando, la película en ningún modo resulta despreciable, aunque sea incomparable a su predecesora, precisamente por su radical oposición a la misma, su perversidad sexual rampante, su crueldad y rugoso naturalismo.

La menor parte de la carrera de Winner se cierra en 1977 con otro film de corte fantástico, explícitamente fantástico en este caso: La centinela. Cercana en su planteamientos de paranoia femenina, traumas psicosexuales y complots a La semilla del diablo, de la cual recoge la veta ocultista, o a The Stepford Wives, y añadiendo elementos del subgénero de “Casas encantadas” en un tono cercano a Richard Matheson.

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Otra vez con un reparto soberbio y heterogéneo en el cual brillan las viejas glorias como Burgess Meredith, John Carradine, Arthur Kennedy, José Ferrer y Ava Gardner junto a  otros no tan viejos pero igual de gloriosos como Martin Balsam, Elli Wallach, Chis Sarando o Beverly D’Angello rodeando a la protagonista Cristina Raines. Cada vez más encerrada en si misma, la película resulta limpiamente polanskiana;  un pesadilla moderna que certifica el talento del director para los grotesco y lo hórrido.

Después, la verdad, le pierdo la pista a Winner. O más bien decido perdérsela. Es cierto que tiene alguna cosa salvable como la segunda encarnación de Marlowe emprendida por Robert Mitchum, en Detective privado. Pero Winner se diluye o se encanalla fuera de un tiempo al cual ya no pertenece volviendo a finales de los 80 a Inglaterra para, rimando su carrera, terminar haciendo intrascendentes comedias brit.

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Pero antes el estigma: Death Wish.

La mala fama de El justiciero de la ciudad fue producto de su éxito con categoría de fenómeno sociológico que provocó una oleada de sub-productos, imitaciones y secuelas que se quedaban con la parte más superficial y embotada: la violencia gratuita y cazurra, el sadismo, el gusto filofascista, la mano dura…

Todas ellas, secuelas directas y derivados, obviaban las esquirlas y la metralla del film, su carácter ambiguo, tortuoso e incómodo que son las que en verdad construyen una obra legendaria e históricamente definitoria al suponer la presentación del “vigilante”, evolución radical del policía insubordinado y sublimación de las fantasías justicieras, de la cruzada de un solo hombre contra una ciudad que simboliza la corrupción absoluta, la Babilonia moderna indiferente ante la maldad y el sufrimiento de los semejantes.

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Una película de una ambivalencia ideológica resbaladiza, que aviva pasiones particularmente viscosas a base de apretar teclas sensibles y de conducir al espectador sin ningún tipo de piedad, identificándolo de modo tan sibilino como efectivo, haciéndonos uno con el antihéroe, pero que al tiempo no duda en convertir a este en un verdadero psicópata fascinado con la violencia y el poder de la ferocidad, que nunca ataca pero provoca que las cosas pasen, que sale a cazar, a por una dosis cada vez mayor pero que, irónicamente, nunca buscará a los verdaderos culpables del crimen original.

Puede leerse también como una radiografía pasada por lija de la psicosis ciudadana, un tratado de la paranoia de la América acomodada, con la espita del miedo abierta a chorro, que usa el “vigilantismo” para analizar un contexto socio-económico infectado que convierte la desconfianza y la (ultra) violencia en causa y solución del conflicto.  Apoyada en un “score” grandioso de Herbie Hancock saca partido del hieratismo de Bronson y cuenta con uso magistral de la portadas de los periódicos, las vallas publicitarias o los graffitis que enseñan como el justiciero se convierte en figura pop, una forma de sub-cultura para-policial y fascistoide con claros ejemplos en el imaginario popular (¿Frank Miller?) y que junto con el reflejo de la reacción de las autoridades y de los ciudadanos  permite una panorámica del funcionamiento psicológico de estos fenómenos. Una película incendiaria, a veces simplista, a veces

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compleja, tan atractiva y turbadora como su imagen final: Bronson disparando sonriente con su dedo directamente a cámara, al espectador.

Merece la pena comparar sus obras mayores de los 70, rastrear sus rasgos y obsesiones comunes, determinar la fuerza de su puesta en escena por encima de los modismos de la época, su laconismo estilístico y preocupación moral, incluso cuando esta es ambigua y valorar si con menos se han dado carnets de autoría. Winner representa a unos cineastas/artesanos atrapados en una época en la cual el sistema al cual de manera natural hubiesen pertenecido ya no existía. Eso los obligó a trabajar en aquello que se les presentaba, amoldándose a las circunstancias, nadando y sobreviviendo como fuese posible hasta dar con una material que les permitiese sacar los mejor de sí mismos. Profesionales en un cine para estrellas y para autores. Es verda que algunos no tenían personalidad, era oficinistas de la cámara, pero otros sí; Winner fue uno de ellos.

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