Revista Historia

Las kilométricas uñas de los pies de Felipe V

Por Ireneu @ireneuc

Uno de los reyes de España más conocidos y estimados (nótese la ironía) en todos los territorios de la antigua Corona de Aragón ha sido, sin duda, Felipe V. Las barrabasadas cometidas contra los territorios aragoneses que le habían sido hostiles -léase Aragón, Catalunya, Valencia y Mallorca- durante y una vez acabada la Guerra de Sucesión, fueron de las que hicieron época. Empezando por la supresión de todos los fueros propios, siguiendo por el incendio de Xàtiva (Valencia), por los más de 30.000 exiliados ( ver Nova Barcelona, el exilio de los vencidos el 11 de septiembre de 1714) y acabando con la destrucción de un barrio entero de Barcelona tras la caída del sitio de 1714, el primero de los borbones no destacó exactamente por los amigos que dejó por estos lares ( ver Moragues, 12 años de humillación, 300 años de recuerdo). No obstante esta -tan merecida- fama, lo que no es tan conocido es que Felipe V padeció durante buena parte de su reinado una enfermedad mental tan aguda que le llevó, entre otras cosas, a dejarse crecer las uñas de los pies hasta el punto de no poderse ni poner zapatos.

En la actualidad, cuando concebimos las capacidades que ha de tener un jefe de estado, a parte de estar perfectamente instruido en todos los niveles, se da por sentado que esta persona ha de ser alguien sana mentalmente hablando, habida cuenta la ingente responsabilidad de llevar la representación de un país a sus espaldas. Sin embargo esto era lo que menos pesaba hasta no hace muchos años en la transmisión de los derechos reales, donde lo que prevalecía era, única y exclusivamente, los derechos de sangre. Derechos de sangre a los que si, además, se les sumaba una buena imagen física, una buena preparación y cierta inteligencia, era miel sobre hojuelas. Lástima que las posibilidades de que ello sucedieran eran prácticamente inexistentes, y menos en el endogámico mundo de las monarquías europeas. Borbones inclusive.

En este sentido, Felipe V no era una excepción, y si bien era majete físicamente hablando (rubito, ojos azules), padecía brotes psicóticos y de neurosis obsesivas que se fueron agravando conforme avanzó su reinado. Un reinado que, si bien partido en dos periodos (abdicó, pero la muerte de su hijo y sucesor, Luis I, a los 6 meses le hizo tomar de nuevo el reinado), ha sido el más largo de un rey de España hasta la actualidad, con 45 años y 3 días. Y según parece, fue justamente esta abdicación con freno y marcha atrás, la que acabó por trastornar el ya de por sí precario equilibrio mental de tan controvertido monarca.

La historia de Felipe V es la de aquel que, sin buscarlo y sin desearlo, se encuentra en medio de un fregado sucesorio y, como nobleza obliga, se ve obligado a seguir el camino que le marcan los demás, en este caso, su abuelo el rey Luis XIV de Francia, que en 1700 le hace aceptar el trono español y lo mete de cabeza en la Guerra de Sucesión con 16 años. El hombre continua adelante, a pesar de que le agobiaba y angustiaba de mala manera el peso de la corona española. Y no era lo único a lo que tenía fobia.

A una joven mente que había sido educada a golpe de moral católica fanática, se le sumaba una adicción desmedida al sexo desde pequeño (los monos a su lado...) por lo que sufría continuos ataques de remordimientos y culpa. Aunque ello no le impidió que, ya de mayor, continuara con la "afición" (Bertín Osborne dixit) hasta el punto de ser un consumidor compulsivo de dudosas pócimas afrodisíacas y revitalizantes, ya que tanto trajín dejaban al hombre más seco que un "flash" de a duro. Cuatro hijos de su primera mujer, María Luisa de Saboya, y siete más de su segunda, Isabel de Farnesio, le avalaban.

No obstante, no solo era adicto al sexo, sino que sus depresiones le llevaban a periodos de melancolía en que ni salía de la cama. Además, su enfermedad mental progresaba a marchas forzadas y se sumaban episodios de hipocondría (se quejaba de que lo estaban envenenando a través de la ropa) y de paranoia, por lo que acabó por tener aversión a la ropa blanca y a no cambiarse de camisón hasta que no caía hecho jirones. Los expertos creen que fue, en un momento de lucidez, que el propio Felipe V, viendo su imposibilidad creciente de llevar los asuntos de Estado, decidió abdicar en su primogénito Luis I el 15 de enero de 1724. Sin embargo todo iba a torcerse a los pocos meses.

El 31 de agosto de aquel mismo 1724, Luis I, que por aquel entonces tenía 17 años, murió de viruela. Fue en ese momento que Felipe V se vio obligado a asumir de nuevo el reinado, no porque lo quisiera -que de hecho no la quería ni en pintura- sino porque su segunda mujer (la Farnesio) hizo todo lo habido y por haber porque su marido fuera otra vez rey. Isabel de Farnesio, desde 1714 en que se casó por muerte de María Luisa de Saboya, era la reina en la sombra y no estaba dispuesta a que pasase el reino a uno de los hijos de la Saboya (a Fernando en concreto), en vez de a uno de los suyos. A pesar de eso Felipe V, en 1728, intentó abdicar de nuevo, pero Isabel lo volvió a impedir. No hace falta decir que los hijos del rey con María Luisa de Saboya estaban a partir un piñón con la Farnesio.

Este golpe supuso un auténtico mazazo para Felipe V y a partir de entonces, todas las manías, fobias, paranoias y depresiones se multiplicaron por mil. El monarca se dejó de cuidar total y absolutamente: ni se lavaba -los consejeros temían tener que hablar con él por el olor nauseabundo que desprendía-, ni se afeitaba, ni se cortaba el pelo; y por no cortarse, ni se cortaba las uñas de las manos -las cuales se llegaban a enrollar sobre sí mismas- y, ni mucho menos, las de los pies, cuya longitud kilométrica le impedía ponerse ningún tipo de calzado. Para más inri, tenía fobia a los médicos, los cuales, desde su enfermo punto de vista, estaban conchabados para envenenarlo.

El colmo llegó cuando, durante el traslado de la Corte a Sevilla entre 1729 y 1733 -a saber quién ganaría con la mudanza ( ver El Duque de Lerma, la capital de España y su descarado pelotazo inmobiliario)- hizo que los horarios se invirtieran y, en vez de despachar los asuntos por el día, los despachara por la noche a la luz de las velas. Se iba a dormir a las 7 u 8 de la mañana (cuando salía el sol) y se levantaba cuando caía. Había adquirido fobia al sol, el cual pensaba que, si penetraba en su piel, le destrozaría por dentro. Las cortinas del Real Alcázar de Sevilla, evidentemente, no se corrían jamás en su presencia.

Felipe V acabó muriendo por un ictus el 9 de julio de 1746 con 62 años de edad y convertido en una verdadera piltrafa humana. Su hijo Fernando (a la postre Fernando VI) tomó el poder una semana después, no sin antes pegarle una patada en las posaderas a su madrastra Isabel y desterrarla a la Real Granja de San Ildefonso (Segovia). Triste fin para un rey vengativo y sangriento que, en realidad, fue un pelele maníaco-depresivo en manos de los intereses de quien le rodeaba y cuya incapacidad manifiesta para gobernar un imperio marcó, para siempre, la historia y las vidas de la gente de este país.


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