Revista Opinión

Las mujeres de consuelo y la lucha por la memoria en el Este Asiático

Publicado el 28 noviembre 2016 por Juan Juan Pérez Ventura @ElOrdenMundial

Las mujeres de consuelo fueron esclavas sexuales del Imperio japonés durante la Guerra del Pacífico. Con los años, se convertirían en símbolos contra la explotación sexual y sus heridas representarían las de toda la región del Este Asiático. Este artículo explica su drama, pero también las posiciones adoptadas desde la sociedad civil y el Gobierno japonés a la hora de llegar a una reconciliación que permita normalizar por fin las relaciones regionales. 

Durante la Guerra del Pacífico (1931-1945), la región del Este Asiático vivió uno de los episodios más oscuros de su historia. Buena parte de esta tragedia colectiva hunde sus raíces en el expansionismo del imperialismo japonés durante finales del siglo XIX y principios del XX. Desde los intentos por “civilizar” a los “salvajes” de Taiwán hasta la colonización de Corea, pasando por la invasión de Manchuria, la masacre de Nanjing o la experimentación biológica con prisioneros de guerra en la sombría Unidad 731, el delirio de la sociedad imperial fue durante décadas el contrapeso más habitual a la paz regional.

Las mujeres de consuelo (ianfu) fueron uno de los colectivos más dañados por estos desmanes. Se denominaba bajo este eufemismo a aquellas mujeres forzadas a prestar servicios sexuales a los militares nipones durante la Gran Guerra del Este Asiático. La mayoría de ellas procedía de Corea, aunque entre las esclavas sexuales se encontraban también mujeres de origen chino, taiwanés, filipino, indonesio, vietnamita e incluso holandés. Hablamos, por tanto, de un problema de naturaleza transnacional con implicaciones muy profundas para la memoria histórica y la reconciliación del Este Asiático.

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El espejo de la barbarie: la esclavitud sexual en el Imperio japonés (1932-1945)

Las mujeres de consuelo padecieron una explotación sexual sistemática e institucionalizada en el seno del Imperio japonés desde sus comienzos. Si bien algunos historiadores revisionistas y miembros del ala conservadora del Partido Liberal Democrático (PLD) aseguran que una parte de las mismas prestaba servicios de prostitución por elección personal, lo cierto es que esta falacia ha sido ya desmontada con la publicación de numerosos archivos oficiales de la época. En ellos se documenta cómo la mayoría de las mujeres —principalmente adolescentes o jóvenes adultas— habían terminado en los centros de consuelo (ianjo) engañadas, forzadas, secuestradas o incluso vendidas a los traficantes por sus propios padres o familiares sin recursos. Una vez reclutadas, eran hacinadas en celdas diminutas, insalubres, donde permanecían encerradas día y noche, sin opción de huir y sometidas a constantes agresiones sexuales y humillaciones.

En la imagen se muestra el aspecto de algunas de las habitaciones de las esclavas sexuales. Fuente: Washington State University
En la imagen se muestra el aspecto de algunas de las habitaciones de las esclavas sexuales. Fuente: Washington State University

Este tipo de atrocidades no solo respondían a acciones motivadas por los más bajos instintos de los militares japoneses o a la perfidia de las autoridades gubernamentales; se debían asimismo a una estructura social mesiánica, patriarcal y racista que enarbolaba la supremacía étnica del Imperio nipón sobre sus dominios coloniales, un imperio que, por otra parte, también tenía interés en mantener alta la moral de sus soldados con objeto de evitar posibles motines y deserciones durante la guerra. Para ello, planificaba con meticulosidad la organización logística de los procesos de reclutamiento y de las estructuras necesarias para articular una red de mujeres de consuelo. Incluso existían horarios de servicio y médicos para supervisar que las mujeres no estuviesen infectadas con enfermedades venéreas que pudiesen causar bajas entre las tropas japonesas.

De esta forma, según estimaciones recogidas en documentos como el Informe Dolgopol-Paranjabe, de 1994, entre 100.000 y 200.000 mujeres fueron torturadas y violadas por una media de 30 soldados al día durante una franja de tiempo que podía oscilar entre las tres semanas y los ocho años. Por su parte, los informes de Gay J. McDougall para la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas en 1998 documentaron que unas 200.000 coreanas fueron forzadas por un promedio de hasta 70 hombres al día. Además, 145.000 de estas esclavas sexuales perderían la vida durante la guerra, especialmente en los momentos finales de la contienda, cuando Japón se sabía prácticamente derrotado. Así pues, una vez consumado el hundimiento del imperio, el panorama resultaba sobrecogedor, con millares de mujeres supervivientes deambulando a su suerte por los campos de batalla del Este Asiático, desorientadas y con graves heridas físicas y aún más profundos desgarros psíquicos.

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Un soldado chino posa con cuatro esclavas sexuales, aparentemente liberadas tras la guerra en 1945. Fuente: Northeast Asian History Network

Del silencio a la organización política (1945-1991)

Con la liberación de las colonias y el fin de la guerra llegaría el silencio, a menudo acompañado por la discriminación, el ostracismo y la negación de las víctimas. Muchas afirmarían décadas más tarde que el motivo para no hablar de lo sucedido hasta principios de los 90 se debía a un sentimiento de culpabilidad e impureza y al miedo a ser ridiculizadas. Tampoco se debe perder de vista que el entorno geopolítico posconflicto estuvo marcado por la división ideológica de la Guerra Fría, la Guerra de Corea (1950-1953), la Revolución China en 1949, la ocupación estadounidense de Japón y los controvertidos juicios del Tribunal Internacional de Tokio (1946-1948), un caldo de cultivo que, unido a los encorsetamientos sociales de las culturas asiáticas, permitió acallar durante décadas la cuestión de las esclavas sexuales.

Esta realidad se fue agrietando poco a poco en la medida en que se fue alcanzando una mayor estabilidad regional y un mayor conocimiento de las atrocidades organizadas  desde las autoridades imperiales durante la guerra gracias a la labor de académicos, activistas, testigos y diferentes organizaciones no estatales. No obstante, el punto de inflexión en este proceso fue sin duda la primera denuncia, realizada en 1991 contra el Estado japonés por una víctima y activista contra la esclavitud sexual nipona, Kim Hak-sun.

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Kim Hak Sun lidera la lucha contra el olvido en Seúl. Fuente: Asian Women’s Fund

Con el paso al frente de Hak Sun, animadas por las oleadas democratizadoras de la Sexta República en Corea del Sur, se irían añadiendo poco a poco las voces de un número cada vez mayor de antiguas supervivientes, que reivindicaban unas disculpas oficiales por parte de las autoridades japonesas, además de reparaciones económicas y la restauración de su dignidad. La introducción de esta cuestión en la agenda pública regional colocó a Japón en una situación muy incómoda por las crecientes presiones, internas y externas, que le exigían asumir responsabilidades por lo sucedido.

En 1990, la visita a Tokio del primer ministro surcoreano, Roh Tae Woo, ya había suscitado por primera vez un crudo debate en la Dieta Nacional. No obstante, lo cierto es que la primera reacción por parte de las autoridades niponas fue simple y llanamente la negación de las acusaciones que sostenían la implicación de las fuerzas armadas japonesas en la cuestión de las mujeres de consuelo. Para Japón, la responsabilidad de los reclutamientos de esclavas sexuales se debía buscar en las actividades de traficantes, de naturaleza privada, por lo que no era atribuible al Estado.

Afortunadamente, esta posición se fue revirtiendo gradualmente como consecuencia de la publicación de una cantidad cada vez mayor de material que demostraba la implicación de las autoridades japonesas en la esclavización de las mujeres de consuelo. La Declaración Kono, de 1993, supuso en este sentido un primer paso en la dirección adecuada para comenzar a destapar las vergüenzas del pasado. Sin embargo, todavía quedaba un arduo camino para que el Gobierno de Japón se comprometiese a indemnizar económica y moralmente a las afectadas. Uno de los grandes debates que la cuestión abría era el siguiente: si Japón fuese considerado culpable por los crímenes expuestos, ¿se podría argumentar que el país, renovado ya tras la guerra, poseía una responsabilidad legal, política o moral por lo que hicieron sus ancestros?

La polarización política en Japón fue —y en parte sigue siendo— el denominador común en los debates nacionales sobre el tema de las mujeres de consuelo. Era evidente que las víctimas deseaban un reconocimiento oficial por parte del Estado sobre su condición de esclavas sexuales y una compensación económica por los daños sufridos. Sin embargo, los sectores más conservadores del PLD se apresuraron a señalar que, dado que los Convenios de Ginebra de 1949 no habían entrado en vigor en la fecha de los crímenes imputables, Japón no había incurrido en su momento en una violación del Derecho internacional. Esto ocasionó discusiones con un trasfondo emocional muy delicado sobre las responsabilidades legales y morales del Estado japonés y el papel de las afectadas en lo ocurrido. Aun así, este tema lograría captar la atención de numerosos movimientos feministas y otros actores de la sociedad civil, lo cual incrementó el poder negociador de las supervivientes y dio difusión internacional a su caso.

Una batalla subestatal: sociedad civil, feminismo y justicia transnacional (1991-hoy)

A la hora de canalizar las demandas de justicia de las antiguas esclavas sexuales, los actores no estatales jugaron un rol fundamental. Ya en los 70, los primeros movimientos surcoreanos contra el turismo sexual —principalmente nipón— habían levantado ampollas en las relaciones coreano-japonesas al llevar las cuestiones de memoria histórica a la vanguardia de la agenda bilateral. Años más tarde, cada vez más movimientos de derechos humanos y plataformas sociales de las crecientes oleadas feministas se irían sumando al proyecto de reivindicación de justicia histórica. Una manifestación simbólica de esta realidad es que prácticamente todos los miércoles desde 1992 han existido protestas frente a la embajada de Japón en Seúl.

En este contexto, el Fondo de Mujeres Asiáticas (AWF por sus siglas en inglés) nació como uno de los instrumentos más importantes y controvertidos durante la fase de reconciliación iniciada en los 90. Puesta en marcha durante el Gobierno socialista de Murayama Tomiichi en 1994, la naturaleza de esta herramienta era bastante difusa, al confluir en su financiación la iniciativa gubernamental japonesa y las aportaciones privadas. Sin embargo, su establecimiento supuso un momento clave en el proceso de recompensación y restauración de la dignidad de las víctimas, puesto que el AWF vino acompañado de una carta firmada por el propio Tomiichi en la que se disculpaba por lo sucedido durante la guerra.

Paradójicamente, este modelo japonés de recompensación moral y económica abrió un encendido debate entre las propias organizaciones no gubernamentales, las víctimas-activistas y algunos movimientos feministas. El corazón de las discusiones se sintetiza en que la propuesta nipona no representaba directamente un perdón oficial del Estado, sino que más bien invitaba a encontrar una fórmula intermedia que no terminaba de satisfacer a muchas de las víctimas y, sobre todo, a las ONG y movimientos sociales que hicieron campaña por su causa.

Las mujeres de consuelo y la lucha por la memoria en el Este Asiático
Las antiguas mujeres de consuelo se han convertido en referentes internacionales por su activismo y lucha contra la esclavitud sexual. Fuente: Deutsche Welle

Tanto es así que incluso se amenazó a las antiguas esclavas sexuales para que no aceptasen las compensaciones financieras del AWF, indicándoles que si lo hacían no recibirían fondos de ayuda de sus Estados de origen. Activistas del Consejo Coreano para las Mujeres Reclutadas para la Esclavitud Sexual Militar de Japón (KCWDMSSJ por sus siglas en inglés) llegaron a señalar que la propuesta nipona del AWF violaba los derechos de las víctimas y forzaron a estas a rechazar sus prestaciones económicas, alegando que su nivel formativo era demasiado escaso como para tomar una decisión adecuada. Por si fuera poco, aquellas mujeres que decidiesen, pese a todo, aceptar el dinero de la AWF sufrirían el desprecio y las críticas de organizaciones y ciertos sectores feministas que priorizaban ante todo una justicia inmaculada donde Japón admitiese su responsabilidad criminal y pidiese oficialmente perdón a las víctimas.

Muchos han visto en la actitud de algunos actores subestatales una intransigencia de buenas intenciones escasamente pragmática a la hora de conseguir alcanzar una solución constructiva. Así, parece que, si bien los esfuerzos japoneses desplegados en la creación del AFW representaban una alternativa quizá menos justa o ideal, lo cierto es que al menos permitían a estas personas tratar de disfrutar de sus últimos años en paz y con cierta tranquilidad económica.

En cualquier caso, hay que resaltar el papel de estas organizaciones y movimientos reivindicativos a la hora de lograr apoyos y atención internacional para la causa. En términos de justicia transnacional, este tipo de plataformas han llevado durante años la voz cantante. En este sentido, el mayor hito subestatal fue sin duda el establecimiento del Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra contra las Mujeres afectadas por la Esclavitud Sexual Militar de Japón, organizado en Tokio por la Red de Violencia contra las Mujeres en las Guerras (VAWW-NET, en inglés), de Japón; el citado Consejo Coreano (KCWDMSSJ), y el Centro Asiático para los Derechos Humanos de las Mujeres (ASCENT, en inglés), de Filipinas.

Sin embargo, hay que matizar que, aunque el tribunal estaba formado por jueces acreditados, carecía de un estatus oficial. Es por ello que el Gobierno de Japón rehusó participar en el mismo, para indignación de organizadores y víctimas. Aun así, para muchos el tribunal representaba una autoridad moral bajo la que tratar de condenar retroactivamente la impunidad de la que habían gozado los responsables de los crímenes sexuales hasta la fecha, entre ellos, el emperador Hirohito. En este sentido, los testimonios fueron extremadamente duros y en muchas ocasiones se vieron interrumpidos por los llantos, los gritos e incluso los desmayos provocados por la intensidad de los recuerdos en algunas de las víctimas. No en vano, en aquellas salas se pudieron congregar sesenta y cuatro supervivientes procedentes de Corea del Sur y del Norte, Taiwán, Timor Oriental, Filipinas, China, Japón y Holanda. Sin embargo, a pesar del éxito simbólico y mediático del evento, la experiencia tangible ha demostrado que en el nivel interestatal la lógica de la reconciliación y el perdón sigue operando bajo unos parámetros muy diferentes a los de la sociedad civil.

Durante el tribunal se vivieron momentos de júbilo tras pronunciarse la condena a los criminales de guerra. Fuente: AP Archive

¿Hacia una reconciliación histórica de Japón con sus vecinos coreanos?

La cuestión de las esclavas sexuales ha constituido durante casi un siglo uno de los mayores obstáculos para la normalización de las relaciones bilaterales entre Corea del Sur y Japón. Por ello, el acuerdo bilateral firmado en diciembre de 2015 entre Shinzo Abe y Park Geun-hye supuso un importante paso adelante en el reconocimiento de las responsabilidades niponas con respecto a los crímenes cometidos durante la Guerra del Pacífico contra este colectivo. De tal forma, el Gobierno japonés acordaba reconocer la implicación imperial en la esclavización sexual de estas mujeres, ofreciendo además un fondo de compensación para aquellas que todavía viven —actualmente, unas 44— de mil millones de yenes (7,6 millones de euros).

Shinzo Abe y Park Geun-Hye se saludan tras el acuerdo de diciembre de 2015 sobre las mujeres de consuelo. Fuente: The Japan Times
Shinzo Abe y Park Geun-Hye se saludan tras el acuerdo de diciembre de 2015 sobre las mujeres de consuelo. Fuente: The Japan Times

Con estos avances, sin embargo, parece quedar la sensación agridulce de que el cronómetro de la justicia ha corrido demasiado lento para las víctimas. Por un lado, el acuerdo solo cubre por el momento a las supervivientes surcoreanas. Por el otro, muchas de ellas enfrentan sus últimos años con pocas esperanzas de obtener unas disculpas oficiales del Estado y han manifestado su oposición al acuerdo.

No obstante, el Gobierno japonés sigue asegurando, y así lo han confirmado recientes declaraciones del presidente Abe, que una carta de perdón oficial excede lo acordado en diciembre con Corea y que los compromisos nipones con las víctimas son más que suficientes. Aunque esta posición no sea del agrado de todo el mundo, lo cierto es que el acuerdo alcanzado representa un triunfo diplomático considerable para gestionar un tema tan sensible. Máxime cuando se produce en un contexto donde los discursos nacionalistas han estado a flor de piel durante años, dificultando los acercamientos coreano-japoneses.

No sorprende, por tanto, el apoyo de Naciones Unidas y de gran parte de la sociedad internacional a los compromisos adquiridos por ambos países. Durante décadas, hemos sido testigos de la complejidad que entrañan los asuntos relacionados con la memoria histórica y la reconciliación entre los pueblos del Este Asiático. Pero si algo nos ha enseñado la lucha de las esclavas sexuales es que muchas veces las aspiraciones de una justicia ideal terminan siendo difíciles de traducir al lenguaje político. Queda abierto a interpretación cuál es el mejor modo de superar un pasado traumático, reparar en lo posible la dignidad de las afectadas y encarar con garantías el futuro, pero, sea cual sea la estrategia adoptada, el corazón de la misma debe preservar la memoria de las víctimas y el anhelo de que el futuro entierre por fin los fantasmas del pasado.


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