Revista Cultura y Ocio

Las verdaderas amistades

Por Calvodemora
Las verdaderas amistades
Lo que no quiero es que nadie me salve. Otros están más a mano y además se esmeran en pedirlo; hasta parece que no buscan otra cosa. Tampoco que me rediman. Los mismos o distintos de seguro que levantan la mano y piden redención. Estoy en una felicidad precaria, un poco ignorante, de la que me abastezco a diario y con la que comulgo sin excesivas complicaciones. Me he ido acostumbrando a mí mismo con absoluto rigor y conozco casi al completo la materia con la que trato. A diario me hundo y me elevo y no contemplo la posibilidad de no volverme a hundir nunca más. De eso, de irse uno cayendo y levantándose, está hecha la vida, que es una de las cosas que marece el mayor de mis desvelos. Lo demás, convengan conmigo, es metafísica.
Suelo escribir sobre lo que no leo. En los casos en que cierta lectura me ha inclinado a entregarme a la escritura me han salido textos duplicados, de menor envergadura, que miren a mi modo el asunto que los trajo, trabajos en apariencia propios, pero a poco que se hurga, en cuanto se les echa con calma la mirada, se advierte la huella ajena, el extracto superior, cierta afinidad a ideas de otros. Se puede aportar, como insinúa K., que no hay, en definitiva, nada original ya bajo el cielo, que todo se conduce por vías trilladas y que hasta lo rematadamente inédito, lo que no ofrece duda sobre su originalidad, constata, en sus adentros, briznas del talento de los demás, pequeñas o grandes porciones que tienen apellido y suenan a cosa ya sabida. No hay quien se ponga en esto de acuerdo, pero persiste uno en escribir, alocadamente, a veces, sin pensar otras, como tomado por una fiebre. Escribir es eso, el vértigo después de la fiebre.
A veces lee uno en donde no cree posible hacerlo e incluso lee ensimismado, a salvo de los ruidos que lo circundan y en completa comunión con el libro que lo recluta. Solo es cuestión de mirar el número de la charcutería y el de uno propio y hacer el sencillo cálculo o bien ir escuchando el correr de esos números conforme se van pronunciando. Así, ayer tarde, unos aforismos de Marco Tulio Cicerón. Hablo, pero no puedo afirmar nada; buscaré siempre, dudaré con frecuencia y desconfiaré de mí mismo. En ocasiones estaría bien proceder como Cicerón y no afirmar nada. En la desconfianza, en ese estado de lúcida perplejidad, está también la sabiduría. Hace tanto tiempo y tan modernos. Luego otra con la que no estoy enteramente de acuerdo: La memoria es la inteligencia de los tontos. En eso, en la tontura, debo tener yo ganado un puesto en la silla de los sabios, pero igual la inteligencia me está visitando porque compruebo, a diario, que la memoria me falla, cosa de la edad o de quién sabe qué. Ya no sé cosas que antes tenía por seguras. Igual este olvido mío es el primer paso a un estado de madurez óptimo. Inconveniencias de hablar con uno mismo. Una, no obstante, que no declino: Las verdaderas amistades son eternas.


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