Revista Cultura y Ocio

Lecturas

Por Dayana Hernandez

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Y estos discursos, según el lema, deberían estar hechos y ser pronunciados In Vino, de la misma manera que cualquier verdad proclamada en ellos no podría ser diferente de la que reside In vino, puesto que el vino es la defensa de la verdad, como está es la apología del vino.

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He iniciado recientemente la lectura de un libro interesantísimo, In vino Veritas ‘en el vino está la verdad’ de Sören Kierkegaard (Copenhague, 1813-1855). Este libro fue publicado en 1845 dentro de el libro etapas en el camino de la vida. El motivo central del libro es una cena en la que se dan cita cinco personajes, algunos ya mencionados anteriormente en literatura previa del autor. Pero este libro no relata una cena cualquiera, cada invitado debe pronunciar un discurso al final del banquete y debe someterse a ciertas condiciones. En lo personal, Me ha llamado la atención el primer discurso sobre el amor, en este tenemos a un personaje que se enfrenta ante la pregunta en apariencia sencilla de ¿qué es el amor? Sin embargo ya completamente convencido de la falta de respuesta a su pregunta se dedica entonces a validar su idea de que el amor es algo ridículo e inexplicable. Sus ideas no son Completamente descartable y cabe preguntarse porque el amor, un sentimiento tan vital, que mueve a los humanos a perpetuar las obras más sublimes pero también los más horribles crímenes y engendra en no pocos casos tanto sufrimiento incluso cuando es correspondido como cuando no lo es se le ha dedicado tan poco análisis a su origen y pocas veces se ha cuestionado su validez. Aquí algunos fragmentos de este discurso:

Me parece una cosa completamente cómica que todos los hombres amen o quieran amar sin haber, previamente, aclarado a fondo cuál es el objeto del amor, es decir, lo amable.

¿Cuál es por tanto, el objeto del amor, lo amable? Esta es mi pregunta capital, y la fatalidad ha querido que nadie haya sido nunca capaz de responderla de un modo satisfactorio. Cada amante juzga siempre, por lo que a él respecta, que tiene la clave de este intrincado problema, pero lo que no logra jamás es hacerte comprender de los demás.

El amante nunca será capaz, por más vueltas que le de a el asunto, de explicar nada.

Porque detesto con toda el alma a esos infatuados amantes que se piensan en su caso con todas las razones del mundo para amar y mirar por debajo del hombro, mofándose de ellos, al resto de los amantes. Yo soy mucho más ecuánime, puesto que para mí, considerando que el amor en sí mismo es completamente inexplicable, todos los amantes son igualmente ridículos.

Lo que a mí me ocupa y me preocupa no son los casos particulares de los amantes sino el amor en cuanto tal, que es lo que yo encuentro esencialmente ridículo. Por eso le he cogido tanto pánico, porque me da miedo hacer él ridícula por su causa, si no a los ojos de los demás, al menos a los mismos propios y a los de los dioses que hicieron así al hombre.

¡Ay, que los dioses me amparen! Como ignoro cuál es el objeto digno del amor, tampoco se la manera digna de evitar tantos peligros.

Como veis, esto es una tragedia nada vulgar, una tragedia en cierto sentido profundísima, aunque muy pocos, por no decir ninguno, se preocupan de estas cosas ni se inquietan lo más mínimo con esta amarga contradicción que experimenta el que está acostumbrado a reflexionar sobre algo que ejerce un dominio absoluto y universal sobre los hombres, al mismo tiempo que es algo tan oscuro e incomprensible que incluso puede sorprender brutalmente a quien se ha empeñado vanamente en analizarlo a fondo y con la más puntual antelación.

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