Revista Cultura y Ocio

Leer en la cama

Publicado el 31 agosto 2017 por Elena Rius @riusele

Cada cual tiene sus pequeños ritos y manías para propiciar el sueño. Hay quien necesita que la cama esté orientada de una forma determinada, quien escucha la radio, los fanáticos de la oscuridad completa, que usan hasta antifaz... Los lectores no concebimos la posibilidad de dormir si antes no hemos leído unas cuantas páginas; pueden ser muy pocas, si el cansancio aprieta y el libro se te cae literalmente de las manos, o muchísimas, si el libro es tan apasionante que resulta imposible dejarlo. (¡Esas noches en que te dan las dos y las tres y a cada capítulo te prometes que será el último!) Pero poco o mucho, dormir sin antes haber leído parece -o me lo parece a mí al menos- una aberración. Lo primero que hago, cuando llego a un hotel o a cualquier nueva habitación donde haya de pernoctar, es colocar mi libro en la mesilla: una promesa que anticipa los agradables momentos en que la lectura abre la puerta del sueño.

Lo de leer en la cama es una actividad relativamente nueva, como recordaba hace poco un artículo en The Atlantic. Disponer de la privacidad de una habitación dedicada solo al sueño es algo reciente. Hasta hace poco, los pobres desde luego no podían permitirse ese lujo, pues se hacía la vida en una o dos habitaciones. En 1837, un testigo describía así las viviendas de una pequeña aldea francesa, según se recoge en la Historia de la vida privada:

En el mismo reducto se preparan los alimentos, se amontonan los residuos que sirven de comida a los animales y se almacenan los aperos de labranza: en un rincón se encuentra el fregadero y en otro las camas; a un lado se cuelgan las ropas, y al otro las carnes en salazón; allí fermentan la leche y el pan...

Aun quedaba un buen trecho para llegar a los dormitorios actuales, reductos de intimidad, donde cada miembro de la familia puede aislarse de los demás. Aunque durante bastante tiempo leer en la cama suponía un riesgo: cuando la única iluminación disponible eran las velas, cualquier despiste podía causar un incendio. Así, por ejemplo, sucumbió lord Walsingham, sobre cuyo trágico fin informaba The Spectator en 1831 de forma bastante truculenta:

Este miércoles, lord Walsingham ardió hasta la muerte en su cama; y su esposa resultó tan gravemente herida al intentar saltar por la ventana del dormitorio para escapar a las llamas que expiró, entre grandes sufrimientos, dos horas después. [...] Cuando las llamas se extinguieron en parte, los sirvientes y policías se dirigieron a las habitaciones de lord Walsingham, donde encontraron sus restos casi por completo destruidos, con manos y pies literalmente convertidos en cenizas, sólo la cabeza y el esqueleto del cuerpo presentaban aún alguna apariencia humana.

Se supone que su señoría, mientras leía en la cama, se quedó dormido con la vela demasiado cerca de las colgaduras del dosel. Los periódicos de la época aprovecharon para recordar a su público los peligros de esta lectura nocturna. Al buen cristiano, concluían, debería bastarle con rezar sus oraciones antes de dormir.

LEER EN LA CAMA

Creerán ustedes tal vez que la llegada de la luz eléctrica alejó de nosotros, los lectores nocturnos, esos peligros. Están equivocados: en 1908, la prestigiosa publicación médica The Lancet advertía de los peligros para la vista que podía implicar la lectura en la cama. Según el profesor Feilchenfeldt, de Berlín, una iluminación inadecuada y la costumbre de leer de lado con un ojo fijo en el libro y otro medio oculto por la almohada, podía causar graves daños oculares. A la vista de esto, The Guardian recomienda instalar alguna iluminación suficientemente brillante junto a la cama o detrás de ella, así como leer con la cabeza apoyada en una almohada bien firme. Y da algunas pautas de cómo debería ser el libro ideal para leer en la cama:

El libro ideal para la cama debe poder abrirse del todo; debe tener cubiertas rígidas, para impedir que las páginas se doblen, y un formato pequeño, por la misma razón; debe estar impreso en un papel fino, que no fatigue la mano; el tipo de letra ha de ser grande y los márgenes, anchos, en especial en los bordes externos.

Consejos todos ellos muy razonables, que los lectores nocturnos a menudo no podemos seguir, ya que uno no suele elegir el libro por sus características ergonómicas, sino por su contenido. Aunque cualquiera que haya intentado leer Anna Karénina o algún otro tomazo de más de novecientas páginas en la cama recordará sin duda el ahogo que, al cabo de un rato, se experimenta, de tanto tener su peso apoyado sobre el diafragma. No me consta que se hayan producido muertes por asfixia entre los lectores por este motivo, pero personalmente, después de varias experiencias de este tipo, he optado por dejar los "ladrillos" para las horas diurnas.

En cualquier caso, con el libro ideal o sin él, pocas cosas hay más placenteras que anticipar ese momento en que uno puede por fin arrebujarse en las sábanas, apoyar la cabeza -a ser posible- en un par de almohadones y sumergirse en la lectura, dejando que el sueño acuda. O luchando contra él.


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