Revista Insólito

Lejos del retorcido alcance de las locas penas

Publicado el 02 octubre 2014 por Deusexmachina @DeusMachinaEx

Es fascinante reflexionar sobre la capacidad del ser humano para explorar sensorialmente qué sentiríamos una vez muertos sin saber qué es estar muerto. Es un límite interesantísimo. Salvo revoluciones científicas, metauniversos de configuración ajustada, dioses caprichosos o evoluciones genéticas puede afirmarse con una cierta seguridad que la raza humana seguirá sin poder encender la linterna en el cuarto oscuro. Sabiendo que vamos a morir desconocemos lo que nos aguarda. Y el asunto jode, porque al fin y al cabo vamos a pasar muchísimo más tiempo muertos que vivos. Muchísimo más.

Encorsetados en el mar del tiempo miramos a babor y estribor preguntándonos por qué ese barco tan bonito que contemplábamos a todas horas desapareció. Navegaba con nosotros, y ahora no está. Y el mar nos guía lentamente hacia el Maelstrom impidiéndonos remar hacia atrás. Porque así es el tiempo, sólo va para adelante y dejamos náufragos: un abuelo que juega chocando nuestras palmas pese a pensar que apenas le recordaremos años más tarde, un tío que calienta nuestros calcetines en el microondas, una madre que soporta espartana las críticas diarias a la comida servida, un hermano que nos tapa cuando dormimos, un padre que nos trae un vaso de agua con el que calmar la pesadilla, un perro siempre sonriente; hechos sencillos, rutinarios, puentes firmes sobre corrientes convulsas. Te asomas a la barandilla y vomitas: no estás acostumbrado a vivir.

Crecer es aprender a despedirse. El día que te das cuenta de que crecer va a significar despedirse de personas, situaciones, emociones, memorias, ilusiones e incluso amigos que se supone iban a estar para toda la vida. El día que ves que crecer significa conocer cada día más gente que ya murió. El día que te das cuenta que te despides mejor que hace un año. Que ya no te sorprende que la gente desaparezca de tu vida. Ese día estás aprendiendo a decir adiós, ese día estás creciendo.

Risto Mejide.

Empezamos MIND: Path to Thalamus (Carlos Coronado, 2014) sobrecogidos. Un tornado se dirige hacia la casa en la que está Sofía, nuestra hija. Intentamos salvarla subiendo al piso superior pero quedamos inconscientes. Nos despertamos en un mundo nuevo, extraño, una cabezada tonta de Dalí. Deducimos que estamos en coma, y que de alguna manera podemos despertar. Los recuerdos de nuestra hija nos guían por los submundos.

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La mayor virtud de MIND: Path to Thalamus -el tálamo es la zona cerebral que recibe los estímulos sensoriales- reside en su puesta en escena: paisajes cuidados, frescos, silenciosos, preciosos, pulidos, distintos. En noches de verano como las vividas hace días supone un descanso regocijarse con el susurro del agua, los delicados toqueteos entre tierra y cielo, el brillante cromo, los lagos nocturnos. Cual Myst (Cyan Inc, 1993) aunque menos lúgubre -¿quizá un acercamiento al futuro The Witness de Jonathan Blow?- paseamos por los territorios explorando el poder de unas esferas capaces de, depositadas donde corresponda, alterar el tiempo -modificando no sólo el color del césped o invitando a la lluvia sino también reparando antiguas estructuras-, activar portales o disolver esferas más grandes que suponen un obstáculo. Estas esferas, que para sufrimiento del jugador quizá se vean demasiado grandes impidiendo una buena visión frontal, son el núcleo del juego, que se convierte así en un first person puzzler. Nada como poder sentirte inteligente -la progresiva dificultad de los puzles está muy cuidada- a tu propio ritmo, mientras saboreas el silencio contemplativo y decides seguir, sólo por probar, el curso de ese riachuelo que ves a un lado invitándote tímido a una discreta reunión de riachuelos.

Los puzles están preparados con mimo, requiriendo la parte lógica del jugador pero, además, exigiéndole también de vez en cuando un poquito de fe, como al principio del juego en la parte en la que subimos por escaleras invisibles dejándonos guiar por nuestro instinto. De una manera tan sutil como deliciosa el jugador se ve guiado por una mano en el hombro que en realidad apenas siente.

Otra de las virtudes del juego es su diversidad de escenarios, procurando algunos momentos memorables, como cuando aparecemos en un terreno llano, eterno, conscientes de la presencia de una entidad colosal a la que apenas podemos verle las piernas. Nuestro objetivo será llevar a la criatura adonde queramos, guiándole con el clásico sistema de eh-estoy-aquí-písame; El esquivar las gigantescas pisadas unas detrás de otras le empuja al jugador con acierto contra su infinitesimal pequeñez.

Frente al poderío visual, el mayor defecto de MIND: Path to Thalamus: el texto. ¿Recuerdan el episodio de los Simpsons en el que Homer intenta relajar a Marge imitando sonidos marítimos? ¿Recuerdan el graznido de las gaviotas? “¡Arriad la mesana!” Embelesado por la belleza de los territorios comatosos, mezclados en el tálamo del jugador el deleite por lo que ve y la leve frustración por el puzle aún no resuelto una voz, una incómoda, cargante, reiterativa y pesada voz se esfuerza en contarle al jugador que no está ahí para disfrutar, sino para salvar a una niña. Siendo pobre o petulante la calidad de los textos (“Mi padre se metió en su propia espiral de autodestrucción. Podría haberle ayudado. No lo hice”) (“Estaba obsesionado. No con mi trabajo, la forma particular en la que había echado mi vida a perder.”) uno se esfuerza por ignorar la voz, que sin embargo siempre acaba volviendo para plantarte un beso de abuela en la mejilla. Encerrado en un sistema de túneles junto a entidades malignas les juro a ustedes que más temía encontrarme de frente con la voz que con esos negruzcos bichos. Estás solo, los escenarios insisten en esa idea, y la voz insiste en que no: estás contigo mismo.

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Para explicar el polémico final vamos a usar una metáfora musical, ya que el autor se esfuerza en hacernos saber que le gustan los Rolling Stones y -arriesgémonos aquí con facilidad debido a la mención a John Lennon- los Beatles. En 1965 Bob Dylan, ya consolidado como figura folk, decidiría abrir sus horizontes musicales al rock. Infierno. Satán. Eso pensaron algunos, que le abuchearon en un concierto de Newport. Pero lo cierto es que le salió bien. Neil Young abandonaría también el folk -aunque regresaría más tarde- para probar otros sonidos, Taylor Swift lo está haciendo ahora para ejercer de contrapeso conservador a una Miley Cyrus descoñada en los altares del pop. No es algo rarísimo. ¿Hicieron bien? Depende de a quién le preguntes, claro.

Lo que hace el autor en el final es enchufarse la guitarra eléctrica. Dirigido desde el comienzo del juego hacia el reencuentro con Sofía, el final -que no desvelaré aquí- propone un sí pero no que se transforma en algo completamente distinto. El choque es tan abrupto, megalómano, tan distinto a lo anterior, suena tan fuerte la guitarra eléctrica en oposición a la melódica guitarra folk que uno siente un impulso rápido hacia el rechazo. Como los fans de Bob Dylan, ya es cuestión de cada uno el readaptarse al panorama, asumiendo los nuevos sonidos, o enclaustrarse en el folclore. Servidor se enclaustró, pensando que un final folk se habría posado con mayor contundencia en la memoria del jugador, basado en unos columpios que aparecen en el estertor del juego, terrorismo lacrimógeno para cualquier padre. Pero como digo, cuestión de gustos. Al fin y al cabo eh, estamos en una producción indie, y es valorable también la valentía de quien se arriesga a no finiquitar un título a lo fácil, explorando y colocándose en lo experimental.

Quizá por eso es de extrañar que, publicado el juego y recibidas algunas críticas sobre el aspecto narrativo del juego el equipo detrás de MIND: Path to Thalamus se haya apresurado a recortar los diálogos, suavizando las interrupciones, traicionando un espíritu arriesgado presente, como digo, en otras facetas, incluyendo ese mensaje post-créditos -que por suerte no llegué a ver en la versión del juego a la que jugué- que venía a criticar un estilo de juego ciertamente parecidísimo a MIND: Path to Thalamus -el first person walker- y a indicar cierta pretenciosidad yéndosele todo de las manos. Tijeretazos y remiendos que resaltan la paradoja del desarrollador indie que quiere gustarle a todo el mundo sin traicionar sus propias ideas.

Pero más allá de la narrativa mejorable, de los tics personales de los que el juego adolece, me parece prioritario el mensaje natural, la atracción de los parajes, el relajado tránsito de una etapa de la consciencia a otra. El juego no revoluciona el género por mucho que el equipo que hay detrás lo haya intentado -o quizá debido precisamente a ello- pero lo refresca notablemente gracias a una excelente puesta en escena, que, hay que recordarlo, ha sido desarrollada mayoritariamente por una única persona.

MIND: Path to Thalamus es una onírica travesía hacia la esperanza: la esperanza del reecuentro con el ser querido, más allá de las tupidas florestas, más allá de los mares interminables, más allá de los lagos cavernarios, más allá de las intermitentes brumas, más allá de la muerte, más allá de los sueños. Olviden la voz y paseen. Valoren lo que tienen y disfrútenlo mientras puedan. Los columpios no estarán ahí para siempre.

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La entrada Lejos del retorcido alcance de las locas penas es 100% producto Deus Ex Machina.


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