Revista Cultura y Ocio

Lenguaje, dios y bebop

Por Calvodemora

IEn una entrevista que leí recientemente, dice Muñoz Molina de la poesía que es  el único instrumento del escritor para depurar su escritura. En eso de la depuración, en el limar, en el desprender el texto de las asperezas que lo engordan y lo perjudican, no tengo yo prontuario al que acogerme. Escribo a brochazos. Tengo una especie de vértigo creativo que me empuja a escribir y me busco un rincón en donde verter (en realidad es un depósito la escritura) lo que me ha llegado en prenda, el material sensible que el azar o la suma de muchos azares ha confiado a mi voluntad. Se admira al poeta por liquidar esa propensión al exceso, al relleno sin propósito. No sé si hay novelas escritas con intención poética. Imagino de qué pecan, sospecho de las razones por las que el lector de novela rehuye del lenguaje demasiado lírico. Pero también veo como iguales a los que echan en falta licencias por lo común atribuídas a la poesía, lectores involucrados en descerrajar la rutina de la trama con instrumentos metafóricos, con voluntad poética, echando mano de la pura esencia de la lengua. Se trata de contar una historia, pero no estaría de más que la historia emanase poesía. Otro asunto que tampoco domino es cómo novelar la poesía. Cómo hacerla trama. Lo difícil, quizá lo imposible, sea hacer que la poesía sea esa ficción pura confiada a la novela para explicar lo real. El genuino fin de la creación poética no es el narrativo: prefiere la concisión, el indagar en los símbolos, la búsqueda de un territorio semánticamente limpio, tal vez la muy alta empresa de indagar en el origen de lo que somos. Y no tengo duda de que no está en ningún altar, oficiado por ningún sacerdote. Todo está emboscado en el lenguaje, registrado en las palabras. Ninguna religión ha omitido esto. Todas, cada a su modo, han aprovechado la palabra para su difusión.  Las que no lo han hecho con eficacia han fracasado. IIAhora pienso en Bill Evans como poeta: me refiero al pianista de jazz, pero escuchado y sentido como un poeta. Pienso en Evans con sus gafas de pasta, vestido funcionarialmente. Traje pulcro. Corbata. Pienso en su aspecto de corredor de bolsa o de agente inmobiliario. Evans poeta en Waltz for Debby, cayendo en la cuenta de otra narrativa que discurre a la vera de la narrativa ortodoxa, esto es, las notas de la melodía, el desplazamiento matemático de las notas. Evans dios de las ochenta y ocho teclas creando universos alternativos. Evans en el umbral exacto en el que se produce el asombro. Ahí: cercándolo, investigando la periferia, pulsando la cuerda invisible. Y el jazz, a diferencia de la novela, puede mantener durante un tramo largo la parte mecánica, de discurso, y la otra, la que no se deja conducir sin que un poco del alma del autor se enseñe, se ofrezca y, en la entrega, se pierda. El jazz, también a su modo, es una religión; una que maneja la palabra más inefable, la que se impregna más duraderamente: la música. No precisa vocabulario, no hay sentimiento que no sepa transmitir sin el concurso de la semántica. 

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