Lo importante es la salud

Aquel soniquete de los niños de San Ildefonso le traía continuamente a la cabeza imágenes de su infancia. Del pasillo que empezaba a reflejar en el suelo el sol que entraba por el patio interior, de la cocina humeante ya del caldo de la nochebuena, puesto a hacer lentamente desde temprano. Del perro del vecino que se estremecía y rompía a ladrar cada vez que se cantaba un premio. Del sonido de los bocinazos del panadero que subía por el barrio como un desalmado en un accidente de tráfico, presuroso por la urgencia, pulsando sin parar la pita (claxon, bocina, timbre) para que las señoras salieran con la talega y la bata, quizás los rulos en la cabeza, a mi dame cuatro y una torta de manteca...

Años después, arrancados del calendario los primeros noventa, despertó en el cuerpo de guardia de la puerta sur de Hoya Fría, con el uniforme sudado de dormir toda la noche garita va garita viene, con el mismo canturreo de los niños aquellos. La mili era aquel castigo en forma de servicio para la guerra que los españolitos debíamos cumplir obligatoriamente. Aquel 22 de diciembre apenas le quedaba un mes allí y tampoco se quedó millonario ese año.

Los siguientes los escenarios fueron cambiando: a veces en casa, otras en redacciones llenas hasta arriba de periódicos viejos, en oficinas tristes, en la cola del paro. Pero año tras año la secuencia se repetía: los malditos chiquillos con la tonada (dirían que eran otros, que aquellos ya habrían crecido, pero él creía que eran los mismos, que sólo los sacaban ese 22 de diciembre, como el árbol, el portal de belén, la bufanda y el ridículo gorro de papá noel), la voz del locutor de la tele, la gente celebrando por todo lo alto los cuatro duros del décimo premiado y compartido entre todo el equipo de fútbol aficionado, del trabajo o de la asociación de vecinos, y la recitación tipo mantra: lo importante es la salud.

Así, por los siglos de los siglos. Amén.