Revista Arte

Lo más fascinante del Arte no es otra cosa sino combinar originalidad, sencillez y misterio.

Por Artepoesia
Lo más fascinante del Arte no es otra cosa sino combinar originalidad, sencillez y misterio. Lo más fascinante del Arte no es otra cosa sino combinar originalidad, sencillez y misterio. Lo más fascinante del Arte no es otra cosa sino combinar originalidad, sencillez y misterio. Lo más fascinante del Arte no es otra cosa sino combinar originalidad, sencillez y misterio.
¿Qué hace interesante a una obra de Arte? Es exactamente igual que a una persona, primeramente su personalidad, u originalidad ante los modos, formas y costumbres; luego la profundidad de su pensamiento, es decir, su misterio por no ser posible desvelar así ya todas las cosas que ahora encierra su ser; y, finalmente, la sencillez, entendida ésta como la manera de no disponer de muchas cosas, de muchos añadidos para llegar a manifestar todo lo de antes. Por supuesto, en consecuencia, no bastará ya lo bien terminado o perfectamente elaborado que esté un ser... o una obra. Aunque es una condición necesaria, no será, sin embargo, suficiente.
Por eso habrá creaciones pictóricas que estén maravillosamente realizadas pero no conseguirán llegar a provocar, en el observador inquieto, las cosas que le harán sentir que eso que ahora tiene delante es una verdadera obra de Arte. Por esto mismo, la representación artística de una imagen deberá incluir las tres condiciones. Y la profundidad de su pensamiento marcará en el Arte el paradigma más perseguido por autores que han buscado, o han encontrado -habrá pintores que el azar les habrá ofrecido un modelo o un tema adecuado, sin ellos buscarlo expresamente-, la forma de plasmar en una obra ese misterio iconográfico. Cuando el gran paisajista español Martín Rico de Ortega (1833-1908) descubrió que su vida era pintar, tanto su familia de artistas como su formación con el gran pintor romántico español Jenaro Pérez de Villaamil, habrían ya contribuido a hacer de él un perfecto pintor, extraordinario con los matices y con los colores y con la luz, ésta tan resplandeciente y blanca como lo es ya la luminosidad en España. Pero, sin embargo, sólo fue eso, un extraordinario retratista, un fotógrafo del Arte, un magnífico dibujante y un fiel detallista del conjunto.
En la obra que muestra la entrada, Un canal de Venecia, de 1879, se percibirán ya los brillantes reflejos de los perfectos edificios venecianos en el canal. La luz poderosa que conseguirá el creador llevarla por donde, perfectamente, ésta deberá ser ahora ya destacada, o sombreada, desde los ángulos agudos de sus reflejos. Un maravilloso paisaje retratado de un canal veneciano, pero, sin misterios y sin originalidad. También el pintor desconocido holandés Leonaert Bramer (1596-1674) compuso un paisaje en su obra barroca de 1630, El dolor de Hécuba. Sin embargo, no era el retrato de un lugar tan conocido, ni su paisaje era tan perfectamente dibujado aquí ahora. Cierto es que la época barroca no se caracterizaba mucho por el estilo paisajista fiel a la realidad, pero formaba el paisaje un fondo a veces secundario de la esencia que plasmara ya la obra. Y en este caso el autor sí conseguirá misterio y originalidad. Y lo hará porque el cuadro encerrará aquí un misterio que el pintor supo ya mantener en el tiempo.
Durante años los inventarios reales primeramente, y luego del propio Museo del Prado después, habían relacionado ya el cuadro de Bramer con la historia antigua mitológica de Hécuba. Obra adquirida por el entonces príncipe de Asturias, Carlos de Borbón, en la década de 1770, pasaría al Palacio del Escorial en 1779 para terminar en el Museo del Prado en 1834. Según la mitología, Hécuba fue la esposa del rey de Troya, Príamo. Con él tuvo varios hijos, famosos unos -Paris, Héctor, Casandra- y otros menos -Polixena y Polidoro-. Antes de la invasión de los griegos a Troya, Hécuba mandaría a su hijo pequeño Polidoro a Tracia para que estuviese ahora a salvo de la guerra. Cuando Troya cayó, destruida ya por completo a manos de los griegos, Hecuba sería tomada por esclava de los vencedores. Habían pasado los años y Hécuba, de vuelta con los vencedores a Grecia, pasaría antes por Tracia. Así tendría ocasión de ver a su hijo, pero, ahora, fue solo el cadáver de Polidoro lo que aparecería una mañana en la orilla del mar. Allí habría ido ella para lavar ahora el cuerpo sin vida de su  hija Polixena, sacrificado ya por el amor imposible de Aquiles. La leyenda explicaba también cómo el rey de Tracia habría acabado ya con la vida de Polidoro arrojándolo al mar.
Pero, sin embargo, a partir de 1923 un historiador de Arte -Siegfried Wichmann- empezaría a interpretar ahora otra cosa muy diferente de lo que representaba la escena retratada por Bramer. Según parecía en el lienzo barroco, el momento plasmado en la playa no podría ser protagonizado por Hécuba, ella no sería ya una reina, como aparece aquí vestida ahora, sino una esclava de los griegos. Por otro lado, su hija Polixena se habría suicidado antes, por el amor imposible del famoso héroe griego Aquiles -un enemigo troyano-, en la playa de Troya y no en una de Tracia. ¿Qué hacía entonces ella ahí, tan lejos ahora ya de su lugar de fallecimiento? Por lo tanto, tendría ahora sentido lo que argumentaba ya el historiador, la razón obligaba a pensar que no eran Polidoro y Polixena los cuerpos yacentes en la playa. ¿Quiénes, entonces, eran ellos? Había otra leyenda antigua que contaba cómo los cuerpos de dos amantes habían aparecido en una playa del Helesponto. Se trataban de los amantes legendarios Hero y Leandro.
Ovidio, el famoso escritor latino de mitos, lo describió ya en sus poemas elegíacos Cartas de las heroínas. Hero era una sacerdotisa de Afrodita que vivía en la orilla opuesta del estrecho del Helesponto -actual estrecho de los Dardanelos-. Leandro era un joven de Abido, al otro lado del mar, justo enfrente de ella. Él se enamoró de Hero irresistiblemente. El amor prohibido de ambos -una sacerdotisa no podría tenerlo- les llevó a verse a escondidas, y así él cruzaría ya el estrecho para verla. Una noche las difíciles aguas del Helesponto arrebataron la vida de Leandro. Ella, al descubrirlo, desolada se arrojó al mar sin miramientos. Así aparecieron sus cuerpos, ahora juntos pero ahogados en la orilla. Aun así, un experto del museo del Prado, Juan J. Luna Fernández, descubrió ya en 1984 la inscripción que aparece en el propio lienzo: Hecuba, Ovidius, Libr. 13, una estela mimetizada casi situada en uno de los túneles pintados a la derecha del cuadro. Con esta inscripción se dilucidaba por el propio autor el sentido claro de la imagen que representaba ya los cuerpos hallados en la orilla, los de Polidoro y su hermana Polixena.
Nada deberá haber claramente en un lienzo que describa realmente la imagen que represente su Arte. Así que aquí se comprobará ya que la idea y lo plasmado no tienen por qué ser exactamente lo mismo. Que cuanto más confusa sea la fiel imagen de la obra, más llegará a cubrir el alarde característico de la condición misteriosa de la misma. Será original, por lo tanto. Mostrará una escena que nos haga pensar, que nos lleve a confundirnos mientras pensamos en ella, así, con la belleza además de la leyenda, de la historia o de lo que sea que quiera contar o plasmar el autor de la obra. Luego, además de estas cosas, deberá saber hacerlo, con medida, con armonía de las partes, con cosas que nos subyuguen o que nos agraden. También, con la sencillez de no incluir mucho más para llevar todo esto adelante. Sin demasiados alardes, sin muchos gestos, o sin muchas otras cosas añadidas. Dos retratos de mujer, de dos creadores españoles, separados casi cincuenta años nos pueden ayudar ahora a ver parte ya de lo mencionado.
Cuando el gran Federico de Madrazo (1815-1894) retratase a la condesa de Vilches en 1853, conseguiría uno de los retratos románticos de mujer más extraordinarios jamás hechos. El magnífico creador español, académico y director del Museo del Prado, llegaría a expresar ahora la natural y sofisticada belleza de la retratada. Reflejo, además, de una época plenamente romántica. Estará la modelo ahora muy cercana al espectador, y su amable aristocracia trascenderá aquí sin alardes excesivos. El color vibrante, el gesto conmovido y la grandeza rutilante. Todo un espléndido homenaje a la modelo y a la perfección de un clásico Arte. Sin embargo, en 1805, otra aristócrata española, la marquesa de Lazán, sería llevada a un retrato ahora muy original entonces por el muy poco conocido pintor español José Alonso del Rivero (1781-1818).
Aquí, con esta obra realizada en gouache -aguada o acuarela opaca- sobre un fondo de marfil, llegará a obtener el tan poco reconocido pintor neoclásico un sobrecogedor retrato de una muy especial dama española de entonces. Retratada también además por Goya, tanto en un cuadro adolescente -hoy desaparecido- de 1795, como en el retrato maravilloso que el gran pintor aragonés hiciera de ella en 1808. Pero Alonso del Rivero, además de utilizar el recurso del marfil como fondo del color más blanco del encarnamiento del propio personaje, llevará a reflejar aquí la extraordinaria personalidad de la marquesa. María Gabriela de Palafox y Portocarrero (1779-1828) fue hija de una de las damas españolas más ilustradas y avanzadas del siglo XVIII, la VI condesa de Montijo. Conocida esta condesa ya por su rebeldía frente a los poderes tanto religiosos como civiles, se enfrentó a ellos sin complejos para tratar de mejorar así la vida de las gentes. Amiga del ilustrado Jovellanos, acabaría impulsando esa misma rebeldía en sus hijos, especialmente en Gabriela. 
Y es así como el pintor Alonso reflejará aquí, en su original retrato sobre marfil, la imagen tan interesante de la bella marquesa. Una mujer perseguida ya por la Inquisición en una época en que se condenaba de jansenista a cualquiera que criticase el orden injusto de las cosas. Su mirada profunda, su escéptica actitud ante la vida, la plasmará ya aquí el pintor de su modelo, todo un difícil recurso además para una época en que la belleza femenina se señalaba de otras formas. Pero no, el creador fue aquí fiel a lo que ella era no así a lo que representaba, aunque consiguió aquí las dos cosas, como Bramer hiciera siglos antes, componer una real imagen estructurada y, a la vez, un misterioso semblante desgarrado, una sensación artística que tan sólo ella, y los que la conocieran, podrían ya ahora descubrir realmente detrás del motivo aparente del retrato: uno de los cuadros más personales, originales, singulares, enigmáticos y hermosos de toda una dama retratada.
(Óleo barroco El dolor de Hécuba, 1630, del pintor holandés Leonaert Bramer, Museo del Prado; Lienzo Un canal de Venecia, 1879, del pintor español Martín Rico y Ortega, Metropolitan, Nueva York; Gouache sobre marfil Retrato de la marquesa de Lazán, 1805, de José Alonso del Rivero, Museo del Prado; Óleo del gran Federico de Madrazo, Retrato de la condesa de Vilches, 1853, Museo del Prado, Madrid.)

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