Revista Cultura y Ocio

Lo que duele – @Imposibleolvido

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Miguel llega a casa a las seis de la mañana. Tiene turno de noche en el trabajo desde hace más de tres meses. Intenta no hacer mucho ruido para no despertar a Mónica, que en breve tendrá que levantarse para ir a trabajar. Avanza a oscuras por el pasillo dirección al salón, deja las llaves sobre el mueble de la entrada, el casco de la moto en el estante de abajo. Se quita bufanda y chaquetón, se descalza las botas para no pisar el parquet por el que suelen andar descalzos. Gira hacia la cocina, mira sobre la encimera vacía y abre el microondas por si hay algún plato tapado con una servilleta dentro de él esperándolo, no es así, abre la nevera para quedarse mirando las posibilidades culinarias del momento. Por lo pronto agarra una lata de cerveza, un tupper con aceitunas partidas y descuelga el fuet para cortarse unos trozos. Todo esto mientras busca con la mirada un trozo de pan por algún sitio. Búsqueda infructuosa donde las haya. Abre la alacena y coge un puñado de picos de pan en forma de ochos. Lo coloca todo en una bandeja, coge una lata más de cerveza, cierra la nevera y sale hacia el salón. De pronto siente un dolor lacerante en el puente del pie, ¡joder!, ha pisado algo punzante. Ha conseguido mantener el equilibrio de la bandeja pero avanza a trompicones hasta el sillón, enciende la televisión para usar la luz y mirarse el pie… Ha debido estar su sobrina por casa, lo que ha pisado ha sido una puñetera pieza de lego, siente aún el latido del corazón en la zona afectada, la masajea con los dedos con toda la mala leche contenida en la respiración. Tras dar buena cuenta del desayuno/cena improvisado, se lía un petardo de maría, casi sin mirar, perdida la mirada en las imágenes del televisor que pronto serán borrosas por el humo y el cansancio.

Mónica para el reloj antes de que acabe de sonar el primer pitido, no quiere que Miguel se despierte, si es que ya durmiera en el sofá como acostumbra. Se levanta de la cama tras desperezarse, la hace en tres movimientos y la deja perfectamente dispuesta para foto antes de ir al baño. Se ducha rápidamente por el frío que nota a su alrededor, se seca vigorosamente, se da crema en el cuerpo, se viste, se recoge el pelo en una coleta alta que cae sobre su espalda, se maquilla levemente y sale dispuesta en solamente once minutos de reloj. Se asoma al salón y tapa con una colcha a Miguel que ronca en el sillón con el cenicero sobre la barriga, lo recoge, coge la bandeja con restos del desayuno, apaga la televisión, echa las cortinas, justo antes de llegar a la cocina pisa algo duro y no puede evitar el grito de dolor, tirando la bandeja que lleva en las manos. Se gira maldiciendo y recoge del suelo la pieza de lego y las cosas que ha esparcido al tirar la bandeja. Se marcha a trabajar con un dolor punzante en el talón.

Juan acaba de bajar del autobús frente al hospital de día, como cada mañana acude a su sesión de quimioterapia. Le gusta ir solo y en autobús, lo hace sentir independiente y capaz, como si no le estuvieran inyectando veneno en sangre, como si no lo estuviera devorando un cáncer. Se empeña en seguir su vida como si no fuese con él este episodio, parando en el kiosko, comprando su paquete de winston, sentándose en la terraza de la cafetería de la esquina, pidiendo su cortado mientras ojea el periódico, dos cigarros con el café, dos después del café, un euro veinte sobre la mesa, periódico doblado bajo el brazo y seguir rumbo a la sala del matadero como él solía llamar a la sala del hospital de día. Cada día le costaba un poco más recorrer esos apenas setenta metros, pero se obligaba a colocar un pie delante de otro, sin apenas hacer muecas de dolor, y además permitirse el lujo de ir sonriendo a los transeúntes que se pudiera cruzar en el recorrido.

Rosa termina de abrocharse su bata de enfermera mientras apura el cuarto café de la mañana, la sala lleva atestada de gente desde que ella abrió las puertas a las siete y media y sólo eran las nueve. Aún le quedaba una larga jornada de trabajo por delante. Se puso a ordenar las fichas de los pacientes a los que tenía que ir nombrando por orden de hora, para no pararse a pensar en los problemas que la esperarían al llegar a casa. Su hija mayor acababa de volver a casa de nuevo, separada, con dos niños, tres maletas, un pequeño perro y sin trabajo. Había ocurrido esta madrugada y Rosa aún no había podido enterarse de los pormenores de la historia, tan sólo podía pensar en cómo iban a apañarselas todos en casa con tan sólo su escaso salario. Siguió colocando historiales sobre la mesa en orden, cuadró hombros y pensó en lo mal que estaban todos los pacientes para estar ella preocupada en sus cosas, salió con una sonrisa del cuarto de enfermería : ” Juan Sánchez Rodríguez, Juan Sánchez Rodríguez…”

Reme mueve el café de su taza lentamente, no puede evitar las lágrimas, ya se fueron su marido y sus hijos a trabajar y a la escuela, pudiendo permitirse así autocompadecerse en soledad. Lleva meses sintiéndose mal. Desganada, apática, triste. Sabe que Antonio tiene una aventura, algo o alguien que lo está apartando de ella. No quiere ni decirlo en voz alta por el miedo a quedarse sola. No quiere ni imaginar la vergüenza en su familia, en su grupo de amigos, en su comunidad de vecinos. No. Prefiere vivir sin preguntar, sin saber, lleva toda la vida junto a Antonio y no quiere que cambie su situación. Dos o tres veces han medio discutido y ella acaba implorándole que no la deje, que piense en los niños. Es lo único que puede decirle. Lo único que puede pedirle. Sabe que Antonio es un hombre de principios y no la dejará. Eso la consolaba. Sí, la consolaba hace unos meses, ahora la entristece aún más si cabe. Tiene que vestirse y empezar la jornada, pero se mira en el espejo y no se reconoce. ¿Quién es la que la mira desde el espejo?.

Antonio llega al despacho y descuelga el teléfono para llamar a Laura. Necesita oír su voz, darle los buenos días, saber si ha dormido bien, si va a salir, que planes tiene hoy. Necesita oírla como respirar. Está profundamente enamorado de ella aún estando casado. No sabe cómo se ha metido en esta historia y cada día está más convencido de que ésta es su historia y no la que tiene en casa. Pero sus niños, sus preciosos niños… Antonio cuelga el teléfono sin marcar el número, aprieta la mandíbula y se afloja la corbata. Tiene que pensar en sus hijos. Abre el maletín y empieza a sacar los documentos que va a necesitar durante el día.

Enrique lleva toda la noche en comisaria, ha tenido un servicio muy movido, cuatro detenciones y dos peleas de borrachos en un mismo establecimiento han llenado por completo las horas de su turno, termina de rellenar el último parte en la oficina y baja apresurado hacia el parking con una sola idea en la cabeza: Una ducha. Al subir al coche se da cuenta de que la rosa que compró hace ya casi dos meses sigue tirada en el sillón trasero, marchita, aún envuelta en el papel de celofán y sin poder evitarlo piensa en Laura. No quiere admitirselo a sí mismo pero sigue muy dolido. Sabía que podía haberla hecho feliz, no dejaba de pensar en lo mucho que la quería, a ella y a su hijo. Pero no contaba con la negativa de ella, después de haber compartido tantos momentos, no esperaba su rechazo. No contaba con que ella estaba enamorada ya que nadie sabía que mantuviese ninguna relación. Aún piensa en ella. Y maldice al hijo de puta casado que la tiene encaprichada, se envenena pensando en su suerte. Acelera intentando apartar con ello el pensamiento de unos ojos llorosos diciéndole que no quiere volver a verlo.

Laura despierta sobresaltada, de nuevo una pesadilla de unas manos arrinconándola contra el suelo la hacen saltar de la cama. Alarga la mano y toca el bultito caliente que aún duerme a su lado hecho un rosquito, su pequeño. Se acerca a él y le huele el pelo, lo abraza e intenta de nuevo conciliar el sueño pero suena la alarma. Hora de levantarse. Apaga la alarma del teléfono y antes de despertar al pequeño Lolo teclea en un mensaje: “Buenos días, vida. Te echo de menos.” Seguramente Antonio ya esté en la oficina. No quiere pensar en si habrá dormido con su mujer, en si se habrán abrazado, en si se habrán besado antes de despedirse… Suelta el teléfono con un suspiro y empieza a susurrar “Vamos, peque, hay que levantarse” y comienza un nuevo día en solitario.

Escenas cotidianas en las que en todas ellas de uno u otro modo podríamos decir lo que duele. Las relaciones que por exigencias laborales nos impiden vivirlas al cien por cien, la enfermedad que nos consume, el sacrificio de una madre, tan poco reconocido por desgracia, el no sentirse deseada en una relación o en vivir en una relación no deseada sólo por las obligaciones que te unen, el rechazo de la persona que quieres o la soledad de quien se enamora de quien no debe.

La vida.

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