Este viernes, 19 de agosto, se cumplieron exactamente 80 años del asesinato de Federico García Lorca, en 1936. Una vez más – me temo – van a surgir voces que reclaman seguir buscando los restos mortales del poeta y, una vez más, repito mi opinión: dejemos en paz a los muertos; el mejor homenaje a un escritor es leer sus obras.
Dentro del teatro de Lorca, yo siento gran debilidad por una de sus obras menos populares, Doña Rosita la Soltera o el lenguaje de las flores. Después de Bodas de sangre y Yerma, Federico deseaba dejar la tragedia, abrirse a nuevos horizontes. (Y, a la vez, alejarse de los “gitanismos” que tanta fama le habían dado). Por eso escribe esta obra, que subtitula así: “Poema granadino del novecientos, dividido en varios jardines, con escenas de canto y baile”. Está claro: es un teatro poético, de una sensibilidad muy granadina.
Cuenta la historia de una solterona , que espera, durante años, el regreso de su gran amor. A lo largo de la obra, pasamos del año 1885 a 1910; la protagonista, de 20 a 45 años: de la joven Rosita a “Doña Rosita”. Ella ha sido víctima de un engaño: en eso se parece a la también maravillosa Señorita de Trevélez, de Arniches. Comenta Lorca ese aspecto social del drama:
Doña Rosita es la vida, mansa por fuera y requemada por dentro, de una doncella granadina, que poco a poco se va convirtiendo en esa cosa grotesca y conmovedora que es una solterona en España… He aquí la vida de doña Rosita. Mansa, sin fruto, sin objeto, cursi… ¿Hasta cuándo seguirán así todas las Doñas Rositas de España?