Revista Arquitectura

Los bolardos, mi padre y los noruegos

Por Arquitectamos
Hace unos años mi padre iba paseando por su barrio. Había llovido y el suelo estaba mojado. Se resbaló y cayó con tan mala suerte que su pecho halló en la caída un bolardo metálico que le rompió una costilla y le contusionó un pulmón. La costilla se soldó pronto y la lesión pulmonar no fue muy seria, pero ahora, aprovechando unos momentos delicados de salud, aquella vieja lesión quiere volver a hacerse valer.
Por todo ello, estos días que le estoy dando vueltas a aquel tonto accidente, estoy viendo bolardos por todas partes. Las aceras están realmente erizadas de ellos.
Los bolardos, mi padre y los noruegos
Y los pocos bordillos y pasos de peatones que están libres de esos pirulos tienen un coche encima. No hay rincón urbano que no tenga un coche encima. Hasta las catedrales ya tienen que poner bolardos en sus puertas para que no se les metan los coches en el altar mayor.
Vivimos en un ambiente hostil, en el que hay que hacer los bordillos altísimos o entorpecerlos con pivotes, en el que cada mañana al salir de casa nos saluda amenazante un excremento de perro, en el que los conductores aprovechan ratos muertos en semáforos vaciando sus ceniceros por las ventanillas, en el que cuando alguien, niño o adulto, se termina una chuchería tira el papel ahí mismo, donde le pille.
¿Por qué se hacen esas cosas? Porque el espacio público parece que no es de nadie y que no merece cuidado ni respeto. La gente no piensa que el espacio público es de todos, y que a todos nos atañe mantenerlo en perfectas condiciones para disfrutarlo, y que todos lo necesitamos. No. No es mío, luego no me importa.
El espacio público es el lugar donde hacemos vida pública y nos relacionamos con los demás. Pero estamos recluyéndonos cada vez más en nuestras casas, en nuestros refugios, sin querer saber nada de nadie. Así no somos sociedad, no podemos ser colectividad.
Vivimos en ciudades hostiles y cada vez las hacemos más hostiles. No hablo de vandalismo, no hace falta llegar a tanto, sino de la mera indiferencia pasiva, y del desprecio que muestra la mayoría de la población.
No podemos disfrutar de espacios comunes que nos hagan crecer y madurar políticamente, sino que vivimos aislados, cada uno en su casa, que es como una especie de búnker nuclear, y salimos a la calle, con asco y miedo, lo menos posible. El ideal es no pisar siquiera el espacio público: Salir del garaje de casa ya montados en el coche, accionar la puerta con el mando a distancia y huir por entre los escombros de un mundo desolado.
En el coche (otra burbuja de privacidad imprescindible para muchos que no soportan siquiera los transportes públicos) seguimos siendo igual de bestias.
De nada sirve que las avenidas de las nuevas urbanizaciones se pavimenten bien, con firmes cómodos: Las llenamos de tropezones, de "guardias muertos" y obstáculos de todo tipo para que los coches no se lancen a gran velocidad. ¿Tan difícil sería llegar a la sana convicción de no correr, y circular cómodamente por la cómoda calzada en lugar de dejarse la amortiguación, la dirección y los cálculos nefríticos cada cien metros? Para eso sería mejor no pavimentar las calzadas. Saldría más barato.
¿Por qué nos tienen que dar un palo al coche cada cien metros? Pues porque nadie se cree que por poner una señal de tráfico la gente la vaya a respetar.
(Hay que decir que la actitud corriente de nuestras autoridades a este respecto es sorprendente: Como nadie respeta una señal ni una norma que impongan unas limitaciones moderadas y sensatas, pues se cambian esas señales y normas por otras que impongan limitaciones exageradas y absurdas, pensando que así se van a cumplir mejor. Como por una avenida de una zona residencial la gente no circula a 50 Km/h , sino a 90 Km/h, pues se pone una señal que imponga una velocidad máxima de 20 Km/h, y todos tan panchos). 
También es frecuente ver que en un hueco muy amplio, tan amplio que caben cómodamente dos coches, hay aparcado uno solo, justo en medio. Así, tan a gustito. (Yo no veo castigo ni pena lo suficientemente altos para con esta gente que ocupa dos huecos porque sí. Tal vez algún asesinato se pueda comprender. Muchos atracos y delitos diversos pueden tener una explicación que nos lleve, si no a apoyarlos, al menos a entenderlos. Pero aparcar en medio de un hueco doble es el mal por el mal, el mal absoluto, sin justificación ni perdón. Y tirar un papel al suelo también).
Tengo entendido que Julio Cano Lasso dijo que el grado de evolución y avance de una civilización es inversamente proporcional a la altura de los bordillos de las aceras. He buscado la cita para asegurarme y copiarla bien, pero no la encuentro por ningun sitio. Ni siquiera puedo asegurar que sea de Don Julio; pero lo digo tal como me lo contaron.
La suscribo; naturalmente. Aquí, en nuestro querido país, los bordillos nunca son lo suficientemente altos. La gente los escala con cuatrosporcuatro, con hummers, con panzers. Cada vez hay vehículos más trepadores y más agresivos. Se apretujan bajo las estatuas de las plazas, se suben a los pretiles, se sumergen en los pasos de peatones...
Ahora hay muchas zonas en nuestro querido país (incluso en mi querido pueblo) que se han pavimentado a un mismo nivel, separando tan sólo por colores y texturas las zonas de circulación de coches, de aparcamiento, de bicicletas, de peatones... Se han usado distintos tipos de adoquines, con distintas disposiciones (a soga, a espinapez...), e inmediatamente se ha llenado todo de jardineras de hormigón, boloncios de piedra o de fundición, bolardos, pinchos, etc, con lo que el espacio urbano ha quedado aún más hostil e inhabitable que antes.
Supongo que todo lo que digo es propio de los países latinos (que, por otra parte, tenemos fama de pasarnos la vida en la calle y de disfrutarla a tope). En los nórdicos es otra cosa. Los conjuntos de los centros urbanos de Rovaniemi, Jyväskylä y Seinäjoki (Finlandia) me emocionaron no sólo por la maravillosa arquitectura de Alvar Aalto (por supuesto), sino porque había flores, y aparcabicis llenos de bicis, y no había papeles tirados, ni los coches se subían por donde no debían...
En Bergen (Noruega) los coches esperaban pacientemente ante los pasos de peatones por si acaso se me ocurría cruzar, y aguardaban hasta que hubiera terminado de hacerlo. (Aquí, si por alguna rara circunstancia alguien te deja pasar, te afeita el culo con el espejo retrovisor).
En Noruega vi cosas que no creeríais: Parques con los bancos limpios, calles con coches tranquilos, papeleras en buen uso, aceras bajas...
Aquí para hacer urbanismo hay que acorazarse. Para hacer diseño urbano hay que partir de un perfil delictivo de ciudadano, de un perfil bestiajo. Así no se puede hacer nada. Primero deberíamos intentar ser ciudadanos. Es decir, cívicos.

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