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Los contractualismos según Zaffaroni

Publicado el 30 junio 2011 por María Bertoni

Los contractualismos según ZaffaroniEspectadores sigue presentando la síntesis de La cuestión criminal de Eugenio Raúl Zaffaroni. Hoy le toca al turno a la quinta entrega, dedicada a las distintas variantes del contractualismo. Por las dudas, aprovechamos la introducción de este post para recordar los links a los fascículos uno, dos, tres, cuatro.
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Los contractualismos según Zaffaroni
En las obras tradicionales suele afirmarse que la criminología nació en la segunda mitad del siglo XIX, o sea, cuando tuvo reconocimiento académico como saber independiente. De esta manera no sólo se calla todo lo relatado hasta ahora sino que se niega que los antecedentes -el pensamiento del siglo XVIII y de la primera mitad del siglo XIX- fueran criminológicos.

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Esta negación de filósofos y juristas del iluminismo y del penalismo liberal obedece a una fábula inventada a fines del siglo XIX por Enrico Ferri, mentor del positivismo italiano que se consideraba abanderado de los dueños de la ciencia. Llegó a decir que todo lo anterior sobre la cuestión criminal era “espiritismo”. Con muchísima habilidad y pretendiendo tributarle un homenaje, llamó al saber precedente “escuela clásica” y se erigió él mismo en líder de la nueva escuela o scuola positiva.

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La escuela clásica abarcaba todo lo pensado desde el siglo XVIII hasta las torpezas del positivismo racista de las últimas décadas del XIX. Fue la mejor fábula de Ferri, tan exitosa que todavía hoy se repite en los manuales.

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Si nos apartamos de esta trampa urdida por el viejo positivista, encontramos un conjunto de discursos más o menos funcionales a la clase en ascenso de los industriales, comerciantes y banqueros para su enfrentamiento con el poder hegemónico de las noblezas en los países de Europa central y del norte. Limitándonos al discurso criminológico, podemos señalar una corriente crítica al ejercicio arbtrario del poder punitivo, fundada en la experiencia de las arbitrariedades y crueldades de su tiempo, dominado por las noblezas.

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El utilitarismo más puro quedó en Gran Bretaña, en tanto que en el continente los pensadores propusieron sus reformas con preferencia a partir de la otra vertiente del iluminismo, es decir, el contractualismo. Para ellos, el contrato era una metáfora que representaba gráficamente la esencia o naturaleza de la sociedad y del Estado.

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A diferencia de los ideólogos del antiguo régimen que creían que la sociedad era un organismo natural, con un reparto de funciones que no podía alterarse ni decidir su destino por elección de la mayoría de sus células, los referentes del racionalismo contractualista sostenían que la sociedad era producto de un artificio, de una creación humana, o sea, de un contrato que como tal podía modificarse o incluso rescindirse.

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En función de las ideas iluministas, comenzaron a sancionarse códigos. Es decir que se derogaron las recopilaciones católicas de los reyes, y se trató de concentrar toda la materia en una única ley, redactada en forma sistemática y clara, conforme a un plan o programa racional.

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En cuanto al proceso, los juicios se volvieron públicos. Foucault resalta el cambio: en el antiguo régimen los juicios eran secretos y las ejecuciones públicas; desde fines del siglo XVIII los juicios pasaron a ser públicos y las ejecuciones secretas. El espectáculo era el juicio y no la ejecución, llevada a cabo privadamente y a la que asistían sólo invitados especiales. Por supuesto, con el juicio público, se abolió la tortura.

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A partir del siglo de la razón, la columna vertebral de las penas pasó a ser la privación de la libertad. Contra lo que usualmente se cree, la prisión es un invento europeo bastante reciente y difundido por el neocolonialismo: antes del siglo XVIII se la usaba para deudores morosos y como prisión preventiva, es decir, en espera del juicio. La privación de libertad como pena central es producto del iluminismo, ya sea por la vía del utilitarismo (para imponer orden  interno mediante la introyección del vigilante) o del contractualismo (como indemnización por la violación del contrato social).

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Quien viola un contrato debe indemnizar. Si no cumplo con el contrato social y cometo un delito, debo indemnizar. ¿Cómo? ¿Con qué? Pues con lo que puedo ofrecer en el mercado: mi capacidad de trabajo. De allí que la pena me prive de ofrecer mi trabajo en el mercado durante más o menos tiempo, según la magnitud de la infracción cometida y el daño consiguiente.

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Los contractualistas se ocupaban de imaginar y programar al Estado, y la cuestión criminal les resultaba central porque lo que planificaban conforme a sus concepciones era el poder mismo. Esta íntima e inescindible relación entre poder y criminología se perdió de vista en la última mitad del siglo XIX, cuando se quiso hacer de ésta una cuestión científica y aséptica, extraña al poder y separada de la idea misma del Estado, tendencia vigente hasta la actualidad y que hoy retoma gran fuerza en la construcción de la realidad mediática.

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Como era de esperar, hubo varios contractualismos porque la metáfora del contrato permitió construir diferentes imágenes del Estado, fundadas en también dispares ideas del ser humano.

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En Gran Bretaña y a fines del siglo XVII se enfrentaron el contractualismo de Hobbes con el de Locke. Para el primero, con su famoso Leviatán, el origen de la sociedad se hallaba en un contrato celebrado entre sujetos cuyas manos estaban ocupadas con garrotes para matarse alegremente entre ellos. En cierto momento, se habrían dado cuenta de que lo que estaban haciendo no era buen negocio, bajaron los machetes y acordaron darle todo el poder a uno de ellos para que terminara la guerra de todos contra todos.

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Los que depositaban el poder no podían reclamarle nada al elegido porque, de lo contrario, reintroducirían el caos. Por otra parte, como antes del contrato sólo había caos, no existían derechos anteriores al contrato: todos surgían de éste. Así, Hobbes no aceptaba ningún derecho de resistencia a la opresión. Incluso sostenía que cualquier opresión era preferible al caos, cosa que escuchamos cada vez que se quiere convertir a la política en cine de terror.

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Para Locke, a la celebración del contrato la precedió un estado de naturaleza donde los seres humanos tuvieron derechos que no estaban asegurados, por lo que decidieron celebrar el contrato como garantía. Para eso entregaron el poder a alguien pero lo dejaron sometido al contrato: si lo violaba y por lo tano reintroducía la incerteza previa, entonces aparecía el derecho de resistencia al opresor.

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Si bien es verdad que la línea que deriva de Hobbes fue más funcional para la actitud política del despotismo ilustrado y la de Locke para el liberalismo político de las nacientes clases industriales urbanas, allí no terminaron las cosas. El contractualismo daba para todo, de modo que no faltó una versión socialista, cuyo autor es el revolucionario francés Jean-Pierre Marat.

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Médico y veterinario (no jurista), Marat consideraba la pena del talión como la más justa. Afirmaba que fue establecida en el contrato social cuando el poder se repartió equitativamente entre todos, pero que luego unos fueron apropiándose de las partes de otros, y al final unos pocos se quedaron con la de la mayoría. En estas condiciones el talión dejaba de ser una pena justa, pues sólo lo era en una sociedad justa que había desaparecido.

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El contractualismo de Marat era muy funcional a la clase de los industriales en ascenso, pero sus posibilidades eran demasiado amplias. Por debajo de esa clase quedaba la mano de obra industrial que se iba concentrando en las ciudades, sin capacidad para incorporarla al sistema de producción. Esto hacía que, en un espacio geográfico reducido, se acumularan la incipiente riqueza y la mayor miseria, con los conflictos que son de imaginar.

Los contractualismos según Zaffaroni
El contractualismo se volvía un poco disfuncional a la categoría que lo había impulsado como discurso hegemónico, y la misma posibilidad de que fuese usado para legitimar programas socialistas mostraba sus riesgos. En este contexto, empezó a producirse un cambio más profundo en el discurso criminológico: después de un máximo esfuerzo de legitimación hegemónica de la clase industrial (o de desligitimación de la participación del subproletariado urbano), el contractualismo habrá de dar lugar a una brusca caída del contenido pensante de la criminología y del derecho penal, que justamente coincidirá con la consagración de ésta como saber académicamente autónomo. Pero esto ya es otra historia, mucho menos luminosa y más trágica.

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La versión completa de este fascículo se encuentra aquí.
Gentileza de Matías Bailone, colaborador del juez Zaffaroni.


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