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Los cuatro pueblos.

Publicado el 18 enero 2024 por Mj Sol

Había una vez cuatro pueblos que compartían la misma región aunque cada uno de ellos pertenecía a un país. En el pasado habían tenido sus problemas, incluso batallas, pero ya hacía mucho tiempo que vivían en paz.

Una mañana un pitido estridente recorrió las calles del municipio Este. Nadie sabía qué era aquel desagradable sonido. Paralizó de estupor a sus habitantes  e hizo que las poblaciones vecinas otearan el horizonte preguntándose qué ocurría. Aunque llegaba mitigado por la distancia, también los pueblos Norte, Sur y Oeste lo oyeron.

Los cuatro pueblos.

Imagen: Pinterest

Un anciano recorrió la polvorienta calle hasta aproximarse al foco de todo. Allí descubrió, medio escondido entre anticuado cableado eléctrico y capas de pintura, un altavoz. Sorprendido comprendió que aquello debía ser una de las sirenas antiaéreas de las que le había hablado su abuelo y que, evidentemente, aún funcionaba.

¡Todos al refugio! gritó repitiendo la exclamación que utilizaba su yayo cuando le contaba viejas batallitas.

Sus vecinos lo miraron confusos. No tenían refugio y, si alguna vez lo tuvieron, no sabían dónde estaba. El zumbido de decenas de motores delataron que se aproximaban aviones hostiles. Cuando el estruendo de las explosiones y el humo comenzaron a desaparecer pudo verse la triste realidad: casas destruidas y personas muertas.

Aturdidos y sin comprender cómo había ocurrido aquello corrieron a rescatar a los heridos y llevarlos al médico que se vio desbordado.

Los pueblos vecinos vieron horrorizados cómo los bombarderos se lanzaban contra la localidad cercana.

¡Vamos a ayudarles!dijo el médico de Sur.

¿Será buena idea?se preguntaron varias personas—. Pertenecen a otro país y, quizá, meternos en el asunto traería consecuencias a nuestro pueblo.

Los murmullos hicieron ver al doctor que sus vecinos preferían mantenerse neutrales. Él, sin embargo, no podía quedarse allí impasible. Cogió su maletín, subió a su destartalado coche e hizo lo que le dictaba su conciencia: acudir al lugar de la catástrofe para ayudar al médico de Este a salvar vidas. Tuvo que parar en mitad del camino al descubrir que las sirenas sonaban ahora en su pueblo. Se escondió entre la vegetación hasta que todo pasó. Ahora Este y Sur estaban afectados y optó por atender a sus propios vecinos heridos. Cuando entraba en su pueblo pudo oír la alarma de Norte.

Todos estaban sorprendidos de que los sistemas antiaéreos aún funcionaran tras más de cien años sin uso y eran conscientes de que muchos habían salvado la vida gracias a ello.

Mientras los médicos trabajaban a destajo y los voluntarios ayudaban en lo que podían, los alcaldes de los tres pueblos informaron a sus respectivos gobiernos de lo ocurrido. Los habitantes de Oeste ni se inmutaron porque estaban seguros de que a ellos no los bombardearía nadie.

Los tres ediles recibieron la misma respuesta: no tenían enemigos y no había habido declaración de guerra alguna. Pero las instrucciones que llegaron desde Defensa fueron distintas: a los alcaldes de Este y Sur les aseguraron que estaban haciendo averiguaciones, que la diplomacia ya se había puesto en marcha y que, llegado el caso, el ejército sería movilizado. Sin embargo, al consistorio de Norte le dijeron que cualquier respuesta violenta agravaría el asunto y que todo se solucionaría por sí solo si no hacían nada al respecto. 

Cuando el alcalde de Norte les comunicó a sus paisanos la decisión, éstos la aceptaron porque, al fin y al cabo, eran muy pocos los muertos y los heridos evolucionaban favorablemente. La única voz disonante fue la del doctor que juzgo aquella actitud de temeraria y les aseguró que costaría muchas vidas. Y tenía razón, porque los aviones volvieron.

Cualquier día os atacaránle advirtió el alcalde de Sur al de Oeste. Míranos, no medió provocación alguna, simplemente nos bombardearon sin motivo.

Eso no nos pasará a nosotrosrespondió el alcalde de Oeste fingiendo que no oía cómo habían empezado a sonar las sirenas en su pueblo.

Los habitantes de Este y Sur recuperaron sus refugios. Dormían vestidos y tenían una mochila con lo indispensable junto a su cama. Cada vez que sonaba la alarma acudían al refugio que había salvado la vida de sus antepasados.

Norte no se preocupó de buscar el suyo. Hablaban más de la molestia que suponía la sirena que de los bombardeos. Tan enfadados estaban que decidieron ignorarla. El día que uno de sus vecinos fue con una escalera y un martillo a destruir la alarma todos aplaudieron y se fueron al bar a celebrarlo. Las protestas del médico se vieron ahogadas por un nuevo ataque, que sorprendió a la población tomando cerveza y, ni siquiera esto, les hizo abandonar su jarra.

En Oeste, tras sufrir la agresión, construyeron un refugio nuevo, pero cada vez acudía menos gente. Los paisanos tenían la certeza de que la situación les estaba robando su tranquilidad y su modo de vida. Un grupo numeroso se congregó en la plaza y exigió al alcalde y al médico que les devolvieran su libertad y se terminara ya esa farsa.

¿De qué farsa habláis?Después de cada bombardeo tenemos que enterrar a varios vecinos y en el dispensario ya no caben más heridos…—dijo el doctor.

Pero los ataques se están espaciando suavizó el alcalde— y cada vez vienen menos aviones. Ahora muchos son de reconocimiento.

No es ciertointervino un paisano—. El número de bombas es el mismo, solo que ya no las contáis.

—Ya hemos perdido la cuenta... ¿para qué seguir contando?replicó otro empujando al primero.

Lo sucedido en Norte y en Oeste hizo que la gente de Sur empezara a preguntarse si ellos también se estaban viendo privados de su libertad con la excusa de la guerra y si era cierto que cada vez había menos caídos. El médico y el alcalde de Sur llamaron a la prudencia y a la responsabilidad, pero la desobediencia fue en aumento.

El doctor se afanaba por curar a los heridos, pero cada vez acudían menos a su consulta. El primer ejemplo fue un vecino al que la onda expansiva lanzó contra una pared provocándole una herida en la pierna. Aunque sangraba, no dejó que el médico lo examinara porque, según dijo, el cuerpo se curaba solo.

En Este no se toleró semejante indisciplina y se exigió a la población respetar la megafonía y acudir al refugio inmediatamente.

Un día llegó a Sur un extraño. Unos pensaron que era turista y otros, reportero. Los comerciantes del pueblo respiraron aliviados, aunque sus vecinos volvían a visitar las tiendas y los bares, necesitaban a los turistas para poder sobrevivir. Los paisanos deseaban que fuera periodista para que se hiciera eco de lo que ocurría. Pronto descubrieron que ni turista, ni reportero, era un tipo raro que no hablaba con nadie. Lo dejaban dormir en el trastero del viejo Cosme, lo único que había quedado en pie desde que una bomba destruyera su casa y lo mandara al cementerio.

El extranjero parecía complacerse al ver que la mitad de la población no hacía ya caso a la sirena e, igual que ellos, no acudía al refugio cuando sonaba, pero nunca resultaba herido. De tanto verlo por allí se familiarizaron con él y lo apodaron Tito.

Pasado un tiempo Oeste declaró que la guerra había acabado e hicieron una fiesta para celebrarlo. A los pocos días sufrieron otro bombardeo, pero nadie rectificó. Se había declarado la paz unilateralmente y así lo adoptaron Norte y Sur. En Este la gente se reveló exigiendo que se les permitiera vivir como en los pueblos vecinos, estaban hartos de dormir vestidos y de llevar mochilas. Ya no tenía sentido, había llegado la paz. Se les otorgó lo que deseaban.

La vida volvió a la normalidad en todas partes. Se desactivaron las pocas sirenas que quedaban en funcionamiento. De vez en cuando la aviación enemiga sobrevolaba la comarca, soltaba algunas bombas aleatoriamente y se esfumaba sin que la gente le diera demasiada importancia. Argumentaban que, como aquella situación se había alargado, tenían que convivir con ella y que nadie se moría antes de que le llegara su hora, ni siquiera Casandra. La nombraban a ella porque fue la primera de una oleada creciente de personas que imaginaban dolencias. Tras una explosión Casandra acudió al dispensario con el brazo ensangrentado. El médico, ya cansado y anhelando la paz, le dijo que aquello no era nada.

Me ha alcanzado la metralla de la bombarepuso ella mostrando trozos de metal incrustados en su carne Tiene usted que extraerme las esquirlas.

¿Quién es aquí el médico? se ofendió— Son los nervios, te daré algún tranquilizante suave.

Tito los observó de lejos complacido. Luego dirigió sus pasos hacia el extremo de la plaza donde Pepe estaba cargando mercancía en su furgoneta y le puso la mano en el hombro. Fue un gesto rápido, apenas un roce que le permitió alejarse rápidamente. Pepe se desplomó fulminado sin que el doctor pudiera hacer nada por él.

¡Ha sido Tito! gritó CasandraLo he visto. Es la infantería, es el enemigo que ya no necesita aviones para atacarnos.

—Pobre Casandra, no acepta que hace tiempo vivimos en paz. Se ha vuelto loca—concluyó una de las vecinas mirándola con pena sin percatarse de que Tito sonreía escondido tras la esquina.

Había una vez cuatro pueblos que compartían la misma región, cuatro pueblos que firmaron unilateralmente la paz mucho antes de que acabara la guerra y que tuvieron que convivir con muchos paisanos que aseguraban tener secuelas de algo que ya nadie recordaba.

© MJ

Los cuatro pueblos.

Imagen: Pinterest. Creada para OMS.



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