Revista Cultura y Ocio

Los dioses vietnamitas

Por Calvodemora

Los dioses vietnamitas
Una de las ventajas de tener un amigo imaginario es la posibilidad de no estar solo nunca. Hay quien no soporta la soledad. De hecho es la soledad la que hace que el mundo no gire en armonía. Todas las guerras del mundo provienen de la soledad de quienes las batallan. Si uno acepta estar solo, no anda maquinando maldades. Un amigo fabricado dentro de la propia cabeza es más fiable que uno que pulula afuera, sin que se le tenga a mano cuando se le precisa, sin que esté a poco que lo busquemos. El amigo imaginario abastece a quien lo urde de un inagotable banco de recursos lúdicos. Yo misma tengo una y jugamos a una enorme variedad de juegos. El que más nos gusta es el de asomarnos al borde de la alberca de mi tía (o debo decir de nuestra tía, porque hay veces en que más que un amigo lo siento como un verdadero hermano)  y ver reflejada en el agua, turbia a veces, gris tirando a un verde pastoso, la imagen de nuestros trajes de domingo. Si mamá me hacía unas coletas, no veía un par. Si movía las manos arriba y abajo, son cuatro las manos que hacían ondas en el agua. Hemos jugado a eso durante muchos veranos. Eran juegos fabulosos que se extendían tardes enteras y nos conducían, extenuadas, al sueño. Lo que soñábamos era una continuación de la vigilia. Al despertar, nos contábamos el contenido de esa fantasía involuntaria. Yo imaginaba caballos persiguiendo un tren y mi doble imaginaba un tren encimando unos caballos. Hasta que no fui adolescente, no revelé a nadie que tenía una compañía imaginaria. Fue un novio que me eché en una fiesta de fin de curso. En cuanto, en los lentos, me asía del detalle, le susurraba al oído que a mi amiga imaginaria le incomodaban esas libertades, pero que a mí no. 
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