Revista Cine

Los films que nos hicieron como somos. Quinta parte

Publicado el 02 septiembre 2011 por Peterpank @castguer

Los films que nos hicieron como somos. Quinta parte

Caras de hombres

Hay cuatro actores que recuerdo de inmediato, sin consultar ningún libro. El primero Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951), contenido apenas en una musculosa y en un vaquero, que deslumbraba por su actuación y por la carga de sexualidad de todo su cuerpo. Era el más hermoso bruto que se haya visto nunca en la pantalla. En un artículo de Sur, Victoria Ocampo describió la espalda de Marlon como “una antorcha de carne dorada” (la película era en blanco y negro). La fuerza erótica de Brando todavía se apreciaba, y cómo en Último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972); sin embargo, Marlon era un actor tan formidable que se podía desentenderse de su aura sexual ese mismo año para interpretar la inolvidable El padrino (Francis Ford Coppola, 1972). La segunda cara en mi lista es la de Montgomery Clift en La heredera (William Wyler, 1951) y en Ambiciones que matan (George Stevens, 1951), junto a su íntima amiga Elizabeth Tylor (los dos tenía el mismo glorioso sex appeal. El tercer rostro memorable es James Dean en Al este del Paraíso (Elia Kazan, 1955) y Rebelde sin causa (Niccholas Ray, 1955). Éste fue un film profético porque anticipó mucho de lo que pasaría con los jóvenes e impuso el uniforme de todo hombre de hoy: jeans y t-shirt. Algo decisivo ocurrió en el mundo con la aparición de Brando y Dean: las nuevas generaciones adoptaron un tipo de gesticulación por completo distinta, como si hubieran estudiado en masa en el Actor’s Studio. Todos querían ser como Marlon y James. La cuarta cara notables la de Burt Lancaster, pero no en la época en que era un joven galán, sino cuando Visconti lo eligió para El Gatopardo y Grupo de familia. Quizá no haya en la historia del cine una mirada más noble, imperiosa y melancólica que la de Lancaster en esos Films. Esa mirada representa el fin de una cultura basada en la aristocracia que no nace de la sangre sino del espíritu. La tristeza de esos ojos no es sólo la de quien se despide de la vida porque va a morir, sino la de quien presencia el derrumbe de todo aquello en lo que creyó y asiste al triunfo de los bárbaros, que llegan con su carga de valores distintos, esperanzas y crueldad.

Rosario Rodríguez

Los films que nos hicieron como somos. Quinta parte

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