Revista Cine

Los films que nos hicieron como somos. Séptima Parte

Publicado el 19 septiembre 2011 por Peterpank @castguer

Los films que nos hicieron como somos. Séptima  Parte.

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Después de La Strada, llegaron los otros films admirables, tan distintos y tan parecidos entre sí, de Fellini: La dolce vita y sobre todo Ocho y medio (1963), donde el director se enfrenta a un hecho al que todo gran artista se ha enfrentado alguna vez cuando va a realizar su obra maestra, pero no lo sabe: no tiene nada que decir, pero de todos modos quiere decir esa nada, Proust en A la recherche…, confiesa que desea escribir un libro, pero no sabe sobre qué. El curso de los ños le revela que el tema nunca hallado de su obra, ese tema que buscó sin jamás poder encontrar, estuvo siempre con él: es la vida que ha vivido, el tiempo pasado y perdido que debe recuperar en el libro que va a empezar. Es el mismo tema que aborda Fellini, de un modo circular como la ronda final de Ocho y medio, una ronda donde aparecen los mismos seres que nos han mostrado sus historias en el film que se acaba de ver.

Había otros directores italianos, como Renato Castellani, que filmaba producciones de tono muy distinto, al estilo de El brigante (1961), sobre una rebelión campesina en Calabria. Película bella que se hayan filmado jamás. No tenía nada de libelo y reflejaba la desepción de los oprimidos después del film de la guerra. Había caído el fascismo, habían triunfado los aliados, pero los poderosos seguían siendo los mismos e imponían la miseria a quienes cultivaban sus tierras. La escena del levantamiento de los trabajadores tenía una formidable fuerza épica y cada figura parecía una estatua clásica en la que los pliegues de la ropa recordaban los de las esculturas griegas. Como prueba de su versatilidad, el mismo Castellani, en 1954, había dirigido una película exquisita, Romeo y Julieta, con Laurence Harvey y Susan Shentall. Hay otro film basado en una obra de Shakespeare de la misma calidad, si no superior, El Rey Lear, del ucraniano Grigori Kozintsev (1971), en particular la escena de la tormenta en la que Lear lucha, despojado de poder, contra la lluvia, el viento y el infortunio. La música pertenece a Shotakovich y la traducción del inglés al ruso es de Boris Pasternak, Premio Nobel de Literatura de 1958. Por cierto, el cine soviético sabía adaptar obras literarias y piezas teatrales como ninguna otra cinematografía. La dama del perrito (Iosif Kheifis, 1960), inspirada en un cuento de Chejov, era la historia de un amor imposible, en una estación balnearia a fines del siglo XIX. Tampoco había alardes de lenguaje en esa película, sólo miradas y una melodía conmovedora. Esa misma destreza para las recreaciones de época se pudo apreciar mucho después en las películas de Nijita Mijalkov: La esclava del amor (1976), Pieza inconclusa para piano mecánico (1977), la espléndida Oblomov (1980), basada en una novela de Goncharov, que es el más delicioso, tierno y angustioso relato sobre la pereza, la melancolía y sus consecuencias.

En 1960 se estrenó Hiroshima, mon amour, de Alain Resnais. Tuvo el efecto de una verdadera bomba cultural. Los jóvenes que seguían de cerca la actualidad cinematográfica se sabían de memoria los diálogos de la película, escritos por Marguerite Duras. La memoria del amor, la guerra, la ocupación nazi, la explosión atómica, la traición y la carne, la humillación y el orgullo, todo eso se sucedíacon la música de Georges Delarue y Giovanni Fosco. Y, además estaban los textos de Duras, de una línea melódica y de un ritmo envolvente, obsesivo, del que unoo no podía desprenderse.

Casi al mismo tiempo se sucedieron o “estallaron” Sin aliento (Jean-Luc Godard, 1959), Los cuatrocientos golpes, Disparen sobre el pianista (una avalancha de carcajadas) y Jules y Jim (las teres de François Truffaut y, para simplificar la lista, la filmografía completa de Eric Rohmer, desde Mi noche con Maud (1969) y El rayo verde (1986) hasta La inglesa y el duque (2000). De Jules y Jim, todo cautiva, la amistad entre los hombres, Jeanne Moreau cuando canta y cuando corre por un puente disfrazada de muchachito. De las imágenes emanaba la frescura y, al mismo tiempo, la gravedad que se anhela cuando se es joven.

Rosario Rodriguez

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