Revista Cultura y Ocio

Los hilos que nos unen – @martasebastian

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

El despertador empezó a sonar. Escandaloso como siempre. Odioso. Un día acabaría roto en mil pedazos contra la pared. No había pasado ya porque era la alarma del móvil y actualmente tenia media vida en ese maldito aparato. Encendió la luz. Si se quedaba remoloneando un poco más acabaría volviéndose a dormir. Había pasado una noche horrible. Dando mil vueltas a la cama. Esa maldita cama que se le hacía un universo entero desde que él se había ido. Eran esas pequeñas cosas las que echaba de menos. El olor que dejaba su cuerpo en la almohada, el despertar y darle un beso de buenos días…

Había pasado una mala noche. Los nervios se habían apoderado de ella. Esa mañana tenía que presentar un proyecto importante en su empresa, de esos proyectos que te pueden hundir o te pueden hacer crecer en el trabajo. Y lo había revisado mil veces, estaba perfecto, lo sabía… Pero… No podía evitarlo. Suspiró. Encendió la cafetera. Iba a necesitar diez tazas para conseguir quitarse el sueño de encima.

Luego una ducha. El agua fresca sobre su piel le hizo soltar un leve grito. Pero mejor… Así se espabilaba. Ducha, café… Puso la radio. Un poco de música, no le apetecía escuchar noticias a esas horas. Sólo había malas noticias.

¡Mierda! Estaba tan distraída que sin darse cuenta había colocado mal la taza en la encimera y se le había caído encima. A cambiarse otra vez. Por suerte ya no estaba caliente. Lo que lo hubiera faltado. Quemarse. Y tampoco le hubiera extrañado. Últimamente estaba de un torpe… Suspiró y fue a cambiarse. Si seguía quieta mirando la mancha de café en sus pantalones no iba a llegar a tiempo al trabajo.

Cogió todos los documentos, los revisó por última vez antes de meterlos en la carpeta. Bueno, un último vistazo. Sí. Estaba todo. Tenía que salir ya o llegaría tarde. Y le tocaría correr. Esperaba que el metro no llegara tarde. Bastante tenía con que a esas horas ir en el metro era toda una odisea en el que perdías todo tu espacio vital para compartirlo con demasiados desconocidos… Algunos de los cuales carecían de desodorante en sus casas.

Bien. Empezaban bien. Las escaleras estropeadas. Y lo peor era que ya no les extrañaba nada. Una chica delante suya hacia esfuerzos sobre humanos para no caerse de sus tacones. A ella le parecía ya un milagro que hubiera podido llegar hasta el metro con ellos. Que sí, que la chica estaba muy mona con su vestidito y sus tacones, si no fuera porque tenía que moverse… Vaya tortura.

El metro no tardó. Lleno. Aspiró hondo y se preparó para respirar lo menos posible en las siguientes paradas. Miró a su alrededor en el vagón. Rostros ya familiares. Personas a las que veía casi todos los días, con los que compartía unos minutos de su día. Y de los que no sabía ni sus nombres. ¿A qué se dedicarían? ¿Cuáles serían sus sueños? ¿Y sus miedos? ¿Serían felices? Algunos sí los parecían. Otros no tanto. Pero había aprendido que una sonrisa podía ocultar la más inmensa tristeza.

Su parada se aproximaba. Intentó acercarse a la puerta. No siempre era una tarea fácil. Había gente que no se movía ni un milímetro para facilitar el paso a los demás, no fueran a perder un centímetro de hueco. Otros que pecaban de precoces y querían estar en la puerta tres paradas antes de la suya; otros que decidían levantarse en el último instante y arrasaban con quien estuviera delante suya, aunque estuvieran esperando para salir.

El tren llegó a su parada. Salió. Como pudo. Y como pudo evitó el empujón de una de estas últimas personas que tanta prisa parecía tener. Bueno, más que prisa lo que le faltaba era educación. Pero eso era otra historia. La chica de delante suya, que la casualidad hacía que fuera la pobre muchacha de los altos tacones, no tuvo la misma suerte. Tropezó. Perdió el equilibrio. E intentó agarrarse a lo que tenía más cerca. Su carpeta. Maravilloso. Decenas de papeles expandidos por todo el arcén. Y la gente pasando sin pararse. Le encanta la generosidad de los demás. La chica avergonzada empezó a recogerlos mientras le pedía perdón. Como si la culpa hubiera sido suya. Otro chico también se paró y empezó a recogerlos. Le sonaba la cara. Una de esas personas con las que compartía unos minutos de su día.

–Muchas gracias.

Silencio. El chico se le quedó mirando. Callado. Con sus ojos posados fijamente en los suyos. Sin decir nada. Era casi incómodo. Cogió los folios que él le dio y se levantó. Volvió a agradecérselo. Y él siguió mirándola sin decir nada. Suspiró y siguió su camino. Le quedaba poco tiempo para llegar al curro y tendría que ordenar las hojas de la presentación antes de enfrentarse al momento. Cuando iba a subir las escaleras mecánicas se giró. El chico seguía en el sitio. Mirándola Definitivamente era un chico muy raro.

El despertador sonó como siempre. La música empezó a inundar la habitación. Sus padres siempre se reían cuando recordaban que desde adolescente siempre se despertaba con música. Así el día parecía mejor. Así el madrugar no le parecía tan duro. Era una costumbre que había mantenido a lo largo de los años.

Directo a la ducha. Se miró en el espejo. No. Aún no le tocaba afeitarse. Aunque mañana ya no podría librarse. Una ducha. Un café rápido y en marcha. La bolsa de deportes le esperaba en la puerta, recordándole que esa tarde había quedado con sus amigos para echar un partidito. Cualquier excusa era buena para irse luego a tomar unas cervezas.

Al metro. Directo. Con los cascos de música. Y un libro bajo el brazo. Muchas veces no tenía ni espacio para abrirlo durante el trayecto, al menos hasta que hacía trasbordo. Luego siempre había más espacio. La gente se dispersaba en las diferentes líneas. Pero todo tenía su parte positiva. En el primer metro que tenía que coger no podía leer, pero podía verla. Siempre con la mirada pensativa, con esa sencillez en el vestir y el peinado. Le parecía la chica más guapa que había visto en mucho tiempo. Y eso que de un tiempo a esa parte había un brillo menos en sus ojos y se le notaba más cansada.

Su parada. Siempre salía detrás de ella. Sí. Para qué negarlo. Solía hacerle una radiografía. No podía evitarlo. Pero mirar no era delito, ni pecado. Era lo más lógico. Algunas veces se repetía así mismo porqué no se atrevía y hablaba con ella. Por qué no le decía de tomar algo fuera. Era una locura. Sólo la veía en el metro, unos minutos al día. Pero le apetecía conocerla. Quizás solo fuera un imposible, quizás solo había idealizado a una chica desconocida. Quizás luego fuera una aburrida o una chica superflua, más interesada por su apariencia física que por cultivarse. Quizás no tuviera la más mínima conversación o su única aspiración en la vida fuera sobrevivir…

y de pronto el caos. No supo muy bien cómo había pasado. Solo vio los papeles cayendo por el suelo y a gente ignorándolo. Y a la chica recogiéndolos rápidamente. Y otra chica de vestido corto y altos tacones pidiéndole perdón. No se lo pensó. Se agachó y empezó a recogerlos.

–Muchas gracias.

Su voz era dulce y cálida. Era la primera vez que la escuchaba. Y sus ojos marrones le miraban directamente. Mil frases pasaron por su cabeza. Mil ideas… Ninguna se materializó. Solo se quedó mirándole embobado. Ella se levantó. Y volvió a darle las gracias. ¿Qué narices le pasaba? Debía estar pensando que era un idiota. La vio alejarse. La vio volverse hacia él. Muy bien. Seguro que pensaba que era un idiota. Pero al menos un idiota educado y caballeroso, ¿no? Desapareció ante sus ojos y él se encaminó hacia su destino. Y de pronto se dio cuenta. Su libro. Mierda. Se lo debía haber dado con los papeles que ella, sin mirar, había metido en su carpeta. Bueno… Al menos así tenía una excusa para hablarla al día siguiente. Eso era lo bueno… Todos los días tenía sus minutos en común. Esos pequeños instantes que les unían en medio de la locura de sus vidas, seguramente tan diferentes… Y ahora ya tenía algo más para unirles.

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