Revista Comunicación

Los inventores del infinito

Por Jalonso

Por Juan Alonso

Rodolfo Palacios tiene una narrativa que capturó lo mejor del policial rioplatense. No es la primera vez que escribe para Tiempo ni será la última. Me recuerda a otros grandes del género. Hubo un tipo, Emilio Petcoff, periodista él, que desayunaba un vaso de vino blanco antes de entrar en Clarín. Cuenta el amigo Alejandro Caravario, que un día de cierre fatal, alrededor de las dos de la madrugada, lo incitaron a redactar su propia necrológica. Y Petcoff hizo volar los ángeles de su Olivetti sin ninguna tachadura. Estallaron las escenas de seres alucinados chocando entre sí para poder respirar. Son los mismos que protagonizan los libros de Palacios: títeres que cuelgan de la ajenidad.

Así pasa el alma atormentada de Puccio y el ojo criminal de Robledo Puch. Todo el mal que es capaz de provocar el hombre en su desesperación. “Yo todavía no he llegado al fondo de mí mismo”, le hace decir Roberto Arlt a Erdosain en Los Siete Locos. Pues bien: Puccio pretende hacer lo mismo con su monólogo en la peluquería pampeana. No puede con su final.

El entrañable Ricardo Ragendorfer (el mejor de todos) remataría esta columna con una risa estentórea y un café bien cargado en una ventana del bar La Academia.  Allí donde se pasean los fantasmas de grandes escritores, vírgenes, putas, músicos, sirenas, vagos, asesinos y una larga lista de inventores del infinito.


Los inventores del infinito

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