Revista Cultura y Ocio

Los malditos y el amor

Por Calvodemora
Los malditos y el amor
Hay amores difíciles. Los tienes a mano, sabes que el corazón te inclina a ellos, te borra toda posibilidad de que la cabeza argumente y te ponga los pies en el suelo y no haya paseo por las avenidas ni besos en las calles oscuras. Lo bueno de que el amor sea inalcanzable es que puedes hacerlo durar toda la vida. Hay algunos amores carnales, tangibles, de una realidad insobornable, que flaquean a poco que echan a andar o se vienen estrepitosamente abajo cuando la rutina los baña con toda su gama selecta de jabones mediocres, sin el olor deseable, sin el tacto anhelado en la piel. Podemos aliñar ese idilio platónico con esquelas funerarias. Si el objeto de nuestro desvarío muere y, sobre todo, si la muerte acaece en edades tempranas, el amor se acrecienta, adquiere una solidez que rivaliza con los otros, con los amores cercanos, con los que organizamos las vacaciones de verano y hacemos la lista de la compra del súper. En cierto modo uno quizá lo que ande evitando sea esa desconcertante aventura doméstica que consiste en pagar los plazos del lavavajillas, cuidar de que los hijos vayan bien aseados y vestidos y que la hipoteca se salde en el menor número de años posible. Nada de eso sucede con las divas del soul a las que de pronto reconocemos como el amor privado, el amor imposible, el gran amor que no será nunca factible. En el caso de Amy, en ese cráter lúbrico y blasfemo de sexo, drogas y hermosas canciones de los años cincuenta, canciones negras y untosas al oído, la cosa se complica extraordinariamente. No se nos ocurre que podamos soportar su voluble manera de mirar cara a cara la vida. Se desvanecería la pasión, se dormiría en la cama, cuidando de que no nos sobresalten las pesadillas, el olor a sucio que tiene el cuerpo cuando no se le conceden los cuidados que calladamente exige. Queremos, en el fondo, mantener alejado al amor que encarna Amy. Deseamos una existencia sin sobresaltos. Le pedimos a la vida que nos alivie cuando nos hiere, pero aceptamos que un poco de daño es aceptable. No hemos venido al mundo a vivir en un carrusel de alborozo, decía la canción. La cosa es que tampoco sabemos muy bien a qué hemos venido, si hay un propósito, aparte del encomiable de acostarnos por la noche con la conciencia tranquila, el trabajo hecho y el pecho henchido porque hay un lugar en el mundo que nos pertenece.
A Amy Winehouse no le tocó en suerte pertenencia alguna. Las que tuvo las fue arruinando, se obstinó en que ninguna prosperara. Se despeñó en otro carrusel, el de las drogas, tan conocido. La noticia de su muerte no fue un verdadero acontecimiento. Estaba muerta, a decir de quienes estaban más o menos al tanto de su ajetreada vida. Ella misma, imagino, también pensaría en que la muerte la rondaba por las noches o al romper el día, no sé. Mientras ese momento terrible no se presentara, vivió con la velocidad con la que suelen todos los que saben que el final está cerca. Fue una maldita en vida, no hizo falta que se ganara ese atributo mítico cuando la acogió la tierra. Todos los que la quisimos de una u otra manera no entendemos de malditismos. Oímos esa palabra y no sabemos ir más allá de dos o tres tópicos. El arte tiene siempre mártires para que toda esa mitología continúe fascinando a las generaciones siguientes.  No hemos nacido para ser malditos a tiempo completo o para ser la pareja de quien de verdad ha decidido que ése es el camino correcto o el menos aburrido. La vida, en cuanto tiene ocasión, se abre paso, nos pone la sensatez que en ocasiones rechazamos, y la abrazamos y pensamos que está bien mirar a los malditos desde una buena butaca, frente al televisor 4K, curvo, de pantalla muy negra y contrastes altísimos. Asistimos al pasaje luctuoso de la diva a la que amamos un tiempo, cuando sacó un disco maravilloso y pensamos (escuchando su voz, teniendo conciencia de lo buena que de verdad era) que a veces se hace insoportable la fama o que la vida, la de los otros, quiero decir, no se parecería en nada a la nuestra. Como si todos estos muertos insignes, tan brillantes, no se miraran al espejo por la mañana y se hiciesen las grandes preguntas, las que nos hacemos de cuando en cuando nosotros, si no saldrían a la calle a comprar el pan y se sorprendieran de que valiese un poco más que ayer y si no tendrían también gente a la que admirar, de la que enamorarse y por la que sentir, cuando murieran, un pena honda, como la que yo sentí hace unos años cuando me enteré de que había muerto Amy Winehouse.

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