Revista Cultura y Ocio

Los mutilados, Hermann Ungar

Publicado el 19 noviembre 2013 por Unlibroabierto

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Cuando se hace referencia a los primeros años del siglo XX y a la ciudad de Praga, suele venir a la mente los nombres de Franz Kafka, Max Brod y otros miembros, de origen generalmente judío, del denominado círculo de Praga. Habitualmente, al hacer tal ejercicio, se suele obviar, ya sea por desconocimiento o por desestimación, a Hermann Ungar (Boskovice, Moravia, 1893 – Praga, 1929), pero, pese al desafortunado, y azaroso menosprecio del que suele ser víctima, es uno de los grandes nombres de la literatura checa escrita en lengua alemana.
Ungar, nacido el veinte de abril de 1893 dentro del seno de una rica y poderosa familia judía, es, como todo ciudadano centro-europeo que ha vivido la primera guerra mundial y que, aún sin saberlo, pero sabiéndolo, espera el acontecer de la segunda, testigo del fin del sueño del humanismo y, a su vez, víctima del despertar de la crueldad que comportó -recurriendo al epítome nietzscheano- la muerte de Dios. Tales circunstancias lo acercaron al estudio de los precipicios del hombre; tanto en su primera novela, Chicos y asesinos, como en su gran obra, Los mutilados, Ungar se emboza de forma magistral de una prosa perturbadora e impactante para desgranar y desentrañar la desesperación, el pecado, la depravación o la violencia atávica y más pura del ser humano.
 

Publicado por Ernst Rowohlt en el año 1923, tras que Kurt Wolff, el editor de las obras de Franz Kafka, considerase que su aparición podría acarrearle veladas críticas debido a su obscenidad, Los mutilados es el relato de la vida de Franz Polzer. Éste, banquero de oficio, es el paradigma del hombre alienado; esclavo de un trabajo que lo anula todo -«Estaba malhumorado y deprimido, pero nunca se dio cuenta de que también hubiera podido hacer otras cosas que no fueran estar sentado a su escritorio del Banco, que uno podía levantarse tarde, salir a pasear, desayunar dos huevos fritos en un café y almorzar en un buen restaurante»-, kantiano en la peor de las acepciones del término -«Todos los días, a las ocho menos cuarto de la mañana, salía hacia el despacho, nunca un minuto antes ni un minuto después. Cuando doblaba la esquina de su calle, el reloj de la torre daba tres campanadas»-, y temeroso de lo insólito. También es el cáracter reaccionario por excelencia; niega su naturaleza, se siente asqueado y avergonzado del sexo –las mujeres, para él, son poco más que un corte; una abertura insondable, un cuerpo incompleto- y todo él es desafectación. Es un hombre vacuo. Sus miedos, como ya se ha hecho referencia anteriormente, son varios, pero se podrían reducir al miedo a decidir y a ser. El miedo a reconvertirse en hombre -en ese nuevo hombre- tras la caída.
¿Cómo describir tal caída? Pocos lo han hecho como Émile Michel Cioran:

¿Cómo no prever el momento en que ya no haya religión, en que el hombre, claro y vacío, no disponga ya de ninguna palabra para designar sus abismos? Lo Desconocido será tan apagado como lo conocido, todo carecerá de interés y de sabor. Sobre las ruinas del Conocimiento, un letargo sepulcral hará espectros de todos nosotros, héroes lunarios de la Indiferencia.

Dichas palabras, mágicas, excesivas y colosales, como casi todas las palabras del pensador rumano, esconden una verdad frente a la cual el hombre, a raíz de su mayor comprensión y conocimiento sobre el mundo que le rodea, se ha visto enfrentado de forma clara y desnuda: Él ha dejado de ser un Ser, para convertirse en un mero ente; su esencia, caracterizada otrora por su parentesco con la divinidad, es ahora estrictamente animal. En su interior, al presente, únicamente vibra el vacío en la Divinidad; ya no es dueño de ese mundo y ese tiempo que entonces le habían sido concedidos, pues ni en uno ni en otro encuentra otra cosa más que su propio horror.
Al hombre, en este mundo, sólo le queda la caída, el horror y la consternación y eso, Franz Polzer, lo tiene muy presente, y frente a la imposibilidad de escapar, se encierra en sí mismo, cayendo en una apatía que le aleja del mundo y lo sume en la astenia. En definitiva es un ser desafectado, de origen humilde e inseguro que, por ello, por su debilidad e incapacidad de autoafirmarse, cae siempre dominado por el otro –ya sea por su padre, su tía, su casera o sus compañeros de trabajo-.
Mas, Polzer no está del todo sólo. Le acompañan dos seres también mutilados: Su casera, Frau Porges y su amigo de la infancia, Karl Fanta. Ambos personajes, al igual que Polzer, han sucumbido a la caída, pero han respondido de forma diametralmente opuesta.
Frau Porges es una casera gorda, de edad madura y viuda. Inteligente, avispada para los negocios y de fuerte carácter, Porges abusa de Polzer imponiéndole, primero, su fuerza y carácter y, posteriormente, su violenta sexualidad. Si bien, frente a la caída, y al desconsuelo consecuente, Polzer reacciona encerrándose en sí mismo –siendo, como dice Cioran, un héroe lunario de la Indiferencia-, su casera no tiene otro remedio que reafirmar su voluntad y brío a través de la dominación y el maltrato del otro; Porges hace uso de su fuerza, sexualidad e inventiva. El sexo y el dinero se convierten en sus únicas motivaciones; representaciones encarnadas y suplantadoras de toda forma de éxtasis o pretensión teleológica. Alcanzando, así, un un estatus cuasi metafísico, pues únicamente a través del uso y abuso de ellos se logra ganar un verdadero estado de ser.
Karl Fanta es el único amigo que tiene Franz Polzer. Fueron, de jóvenes, compañeros de estudio, pero a ambos la adultez los ha encontrado mutilados. Fanta fue soldado en la primera guerra mundial y de ella volvió enfermo y físicamente tullido. Desde su retorno de la guerra, se encuentra envuelto en lucha con su mujer –sospecha que ésta quiere apropiarse de su fortuna- y con la enfermedad –tanto mental como física, pues de este personaje segrega locura y heridas purulentas a raudales-. De todos los personajes de Los mutilados, Fanta es el único que acepta su condición de mutilado:
«¡Imagine, Frau Porges, en otro tiempo, este montón de mierda que tiene delante fue un hombre apuesto!»
Es más, afirma que:

Yo soy un objeto, Polzer, un objeto.

Pero, bajo esta franqueza autocompasiva, se esconde un carácter escabroso, impúdico e infame. Capaz de torturar a su mujer y de afirmar la existencia –su existencia- por simple y pura maldad. Fanta es víctima y verdugo, materialización de la vileza y producto descompuesto de ella.
Una vez presentados los tres personajes, Ungar los hace coincidir en casa de Frau Porges añadiendo, además, a un carnicero beato, llamado Sonntag, que hace las veces de enfermero de Fanta y que también se empeña, con mucho celo, en ganar prosélitos para su fe. A partir de esta coexistencia en un mismo hogar, el relato de Ungar, de un realismo y una concisión brutal, se oscurece -¡aun más!- adoptando una prosa directa y lóbrega.
En la narración de la convivencia de los cuatro personajes se hace notoria la influencia del expresionismo alemán de principios de siglo; la trama se desdibuja, la realidad objetiva desaparece y el mundo se convierte en pura subjetivización, trazos inacabados de un mundo alienado y personalidades abocadas a sufrir, una y otra vez, sus tormentos y pesares -producto de una psiqué, a su vez, también mutilada-.
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En esa casa -que parafraseando a Zweig es un infierno sexual (Porges), lleno de suciedad (Fanta), delincuencia (Sonntag) y de la más profunda melancolía (Polzer)- no se consume una existencia, sino la existencia. Pues, como escribe Ungar:

En la casa estaba la muerte, esperando.

La casa de Porges está ahora plagada de hombres/objeto, seres deshumanizados y sin rastro de cualidades morales. Más que humanos son maldiciones encarnadas y lanzadas al vacío; protestas y lamentaciones por un ser desposeído de su herencia. En esa casa, también, tiene cabida la religión y la fe, ya sea bajo la sombra de Sonntag –que entiende la religión como un eterno retorno a la expiación mediante la humillación: «El sufrimiento no es un castigo, Herr Fanta. El castigo no existe. Sólo los impíos creen en él. No hay más consuelo que el de saber que uno debe hacer y soportar tanto lo bueno como lo malo. El creyente lo acepta de buen grado, y el impío, a regañadientes. Un día lo comprenderemos todos. Todo sucede por Cristo.»- o bien como lo entiende el simple de Polzer; la fe en el ícono, más que en el contenido.
No obstante, por encima de todo ello, esa casa está plagada de violencia; la raja en la cabeza de Porges, el brillo en el cuchillo de Sonntag, los miembros cada vez más retorcidos de Fanta. Todos los días son el mismo día; raja, cuchillo y miembros. Sin rastro de ningún tipo de variación que haga agradable la vida. Por ello, Polzer intenta de nuevo escapar, ya que allí «todos le odian» y «nada se arregla, nada ha quedado atrás», aunque finalmente constata que «todo era horrible y era un tormento, pero no podía ser de otro modo».
La muerte, y el final del relato, se acercan:

Él escuchaba. No se oían relojes, Nada se movía. Pasaba la noche. No se abrían puertas sigilosamente. Todo dormía. Los pasos dormían, la casa extraña dormía, el cuchillo dormía, el delantal con la sangre de las terneras dormía. Klara Porges dormía.

Poco más se puede decir sobre el final de la novela. Éste, como todo en Los mutilados, resulta extraño, fosco y retorcido, pero siendo como es el relato de la caída –la caída de un ser que, otrora, ha sido pariente cercano de lo divino, que ha creado mundos, teologías y dioses, pero que ha sido destronado y ha degenerado hasta convertirse en un ser de pura animalidad, concreción, afectado y conmovido por su tiempo, su abscesos y excesos-, no podría haber sido de otra manera.
Ungar, cronista de la transubstanciación de una edad dorada y apolínea –caracterizada por la fe, la religión y la atemporalidad- a otra dionisíaca y embrutecida, carece de piedad o misericordia alguna para con sus personajes; no duda en enfrentarlos a esa verdad clara y distinta descrita por Cioran para atestiguar que el hombre no se convierte en bestia, simplemente se da cuenta de que es una bestia.
Es más, Ungar acierta en no tener reparo alguno, pues su mayor mérito es convertir lo horrible e ingrato en un relato cautivador, fascinante y perturbadoramente inolvidable, pese a que, como escribe Stephan Zweig «a uno le gustaría olvidarlo y huir de la maldad y de la opresión que crea».

 


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