Revista Cultura y Ocio

Los ratones ciegos

Por Calvodemora

La política tiene un poco de palimpsesto, de asunto oculto que la realidad se empecina en tapar, pero que anda ahí, por debajo, exhibiendo sus virtudes y sus defectos, dejando a la vista - para quien desee hurgar, para los que se aventuran a rascar con empeño,- el registro de lo que ocurrió, y no es muy diferente aquello, lo reservado, a esto de ahora, lo visible, lo que se obstinan en vendernos como novedad, cuando es repetición, bucle, obstinada mercancía que no se vendió entonces y regresa con galas nuevas, con la mentira de que es la primera vez que la vemos. No hay nada que no sepamos ya, a esta altura, con lo que hemos vivido, con lo que sabemos. Las elecciones son un espectáculo zafio a veces, en el que los que los administradores de la res pública se enseñan cuanto pueden, por convencer, por rasgar también la intimidad del que escucha y hacerse familiar y hasta cercano, como si trabajara para él y únicamente él fuese el destinatario de toda su empresa. Viene esto a cuento de que no tengo el deseo de otras veces, el de ver cómo se explican, en qué barros se meten, hacia dónde encaminan su discurso, si repiten las consignas con la misma inflexión de la voz o la cambian y la adaptan al público en esa representación impostada que es el mitin o en los debates televisivos, en donde unos se descalifican a otros y en los que casi nunca se escucha algo que nos conmueva o que nos haga sentirnos parte de algo, no sé, uno de esos simpatizantes que en los actos de campaña enarbolan las banderitas y brincan y jalean al que se sube al estrado y repiten como hechizados las frases y los gestos. Siempre me sedujo la escenografía, un poco a la americana siempre, que se airea en los medios, en esos minutos de gloria y de exceso que los partidos entresacan y entregan a las cadenas, para que se vea la parte interesada, la que suscitará más adhesiones, la que se advierte como más incisiva. Hay en todo esto una hostilidad que conviene al discurso por ver quién aparta a otro, qué programa saca más la cabeza, conquista más, penetra más. Y hay también un modo organizado de zafarse de las acusaciones y de exhibir el perfil más limpio o más noble. Luego todo se desvanece: una vez que concluye la contienda, se retiran los contrincantes, no salen a la calle, no se manifiestan con la fiereza que les vimos, pareciera que son otros, otros diferentes a los que nos hicieron escoger su papelito e introducirlo con esperanza, al menos con esperanza, en la urna. No entiende uno que no varíen su mensaje y coincida con el que lanzaron en la campaña precedente y digan las mismas promesas, que no han sido cumplidas o no como deberían, habida cuenta de que vuelven a pronunciarse y a convertirse en reclamo. No parecen darse cuenta - o lo perciben y les importa poco o nada - de que están en un bucle, en una espiral siniestra, si se quiere, en una de esas cápsulas de laboratorio en las que el ratón circense se mueve hacia arriba y hacia abajo, repitiendo invariablemente un circuito que nosotros, desde el afuera razonable, consideramos absurdo, pero que adentro es un universo, uno que nuestra mente, que no es de ratón, no alcanzará a entender jamás. Será que tienen algo de ratones los políticos, algo de operario ciego que avanza y avanza y no mira atrás. Y sin embargo, ay, cuánto nuestro está en sus manos, qué hermosa vida sería si el desafecto deviniese otra cosa y anduviésemos juntos y la política regresase a su lugar preferente, retirada después no sabemos bien dónde, arrumbada con saña, convertida en otro objeto de consumo, en una mercancía, en una chanza de taberna.
Los ratones ciegos

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