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Los siete samuráis: el film total en Cinearchivo. Centenario Kurosawa capítulo I, entre 1945 y 1957

Publicado el 19 octubre 2010 por Esbilla

Los siete samuráis: el film total en Cinearchivo. Centenario Kurosawa capítulo I, entre 1945 y 1957Con motivo del centenario del nacimiento de Akira Kurosawa, en Cinearchivo se ha puesto en marcha un doble especial que recorrerá su carrera de un modo lo suficientemente representativo y variado, no solo centrándose en las obras cumbre más unánimemente reconocidas sino abriendo el plano para dejar entrar otras menos conocidas, un tanto perdidas. El encargo a mi cuenta no ha podido ser más feliz, Los siete samuráis, una de esas películas literalmente perfectas, una de mis favoritas de todos los tiempos, unas de las mejores que he visto nunca, una de las inagotables. Debido que a que, para mi, es una película muy especial he decidido incluir aquí también el artículo completo. Un texto que solo es uno de los posibles, nunca el definitivo. Pese a la apariencia de exhaustividad mucho ah quedado fuera, desde el uso del contrapunto musical y las melodías asociadas a los personajes, hasta la misma influencia de estos, como arquetipLos siete samuráis: el film total en Cinearchivo. Centenario Kurosawa capítulo I, entre 1945 y 1957os de género, en el futuro del chambara. Pasando por al ampliación de su influencia en Sergio Leone y con ella, su característica como conjunción entre la escuela del western norteamericano y la europea o, enlazando con esto a su impacto sobre el cine popular en alñ forma de ramakes o paráfasis más o menos encubiertas o… no los se, miles de detalles históricos y cinematográficos que este film contiene con la naturalidad clara del genio puro.

Aquí podéis acceder a la primera parte de este dossier, que abarca entre La leyenda del gran judo en 1945 y Trono de sangre en 1957: recomendados.asp

Y aquí al artículo original: FichaFilm.asp?IdPelicula=64201&IdPerson=15955

“…se puede usar el teatro Noh con su estructura en tres partes: jo (introducción), ha (destrucción) y kyu (prisa). Si uno se entrega por completo al teatro Noh, el provecho que saque de ello se notará de manera natural en las películas” (1)

1. Jo: “Para conseguir una verdadera expresión cinemática, la cámara y el micrófono tienen que ser capaces de atravesar el fuego y el agua. Eso es lo que hace una película de verdad. El guión debe ser algo que tenga el poder de hacerlo”

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Los siete samurais nace con la legítima ambición de convertirse en el mayor film de acción y aventuras jamás rodado en Japón. Kurosawa dirige con un grado de energía, inventiva y dominio de los tempos, un largo relato que no pueden menos que asombrar. Hasta el punto de que esta película contiene los 200 minutos de cine más ligeros de la historia, divididos en tres actos de prácticamente una hora cada uno, a excepción del tercero que se prolonga en virtud de un epílogo de apariencia un tanto enigmática que, en un solo y memorable diálogo -“Otra vez hemos perdido. Los campesinos han ganado, no nosotros”- desdice toda tentación de interpretación épica sobre el material desde la entraña del mismo.

La primera parte se detiene, por tanto, en la decisión de defender por las armas su pueblo que toma una maltratada comunidad de campesinos, en las penurias vitales (hambre, burlas, desesperación…) que provocará el periplo a la ciudad y en la minuciosa descripción, progresivamente humanista y también humorística, del reclutamiento de cada uno de los samurai, todos ellos primorosamente perfilados a través de sus acciones, su manera de hablar, comportarse, moverse y luchar. Una alergia al psicologismo siempre bienvenida, una capacidad de contar con la acción, la planificación, la actuación y la cámara admirables, donde cada detalle cuenta y suma

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familiaridad, cariño y entendimiento hacia los personajes (la manera que tiene Kanbei de rascarse la cabeza, por ejemplo) y a través de los cuales se cimentan sus propias relaciones internas de admiración, devoción e incluso comprensión.

En este segmento abundan los interiores, la naturaleza, lo telúrico que tanta importancia dramático-escenográfica tendrá más adelante, está ausente porque los personajes están desubicados, unos en búsqueda, otros en espera. En este contexto ajeno las habilidades de los protagonistas, son presentadas por Kurosawa como rasgos de carácter que luego determinarán su comportamiento en batalla. Por ejemplo: Kanbei lider del grupo encarnado por el excepcional Takashi Shimura, es presentado afeitándose la cabeza para disfrazarse de monje y, usando su astucia, liberar a un niño de su secuestrador. Shichiroji, su antiguo compañero de armas al que interpreta Daisuke Kato, es introducido en la aventura mediante otro diálogo de lacónica antología: “-Preparo una dura batalla que no nos dará ni dinero ni fama, ¿te apuntas?”, “-Si, señor”.

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Superior a cualquiera, incluida a la divertida de un Toshiro Mifune lanzado a la autoparodia de su peculiar estilo interpretativo, reluce la del adusto Seiji Miyaguchi como Kyuzo, errante maestro de la espada cuya primera escena es, por supuesto, un (doble) duelo; primero deportivo, luego mortal. Contra la impresión que se pueda tener la filmografía de Kurosawa contiene  muy pocas de estas escenas tan representativas del imaginario del chambara, pero su dominio del espacio y del ritmo interno de las mismas (una eternidad de espera, un fracción de muerte) ha provocado que su impacto en el inconsciente del público y su influencia en otros géneros (principalmente en el ritualismo y la dilatación del spaghetti-western con el maestro Sergio Leone como intermediario capital) sea invaluable.

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La larga escena, parsimoniosa y progresivamente tensa (un recurso que Kurosawa utilizará intensivamente en este film y a partir del cual, incluso se construye el mismo) comienza como una justa amistosa con cañas de bambú, que el derrotado toma como un empate pese a la cortante respuesta de Kyuzo. El director, mediante la puesta en escena –parte del duelo está resuelto en off, siguiendo la mirada de Kanbei fija en la perfecta gramática de la espada de Kyuzo- ya nos ha señalado que el resultado, en ningún caso ha sido ese. El otro samurai insiste. La música desaparece. La puesta en escena se convierte en una prodigiosa cadencia de montaje corto y planos sostenidos sobre la mímica de los combatientes, lo que el mítico maestro Miyamoto Musashi denominaba como “mover la sombra”. La resolución es un relámpago y, como ya sabíamos, Kyuzo vence lamentándose de haber tenido que matar por nada. En el momento definitivo Kurosawa reintroduce la cámara lenta (ya la había empleado durante la resolución del secuestro mencionado arriba), un recurso sorprendente que, quizás pretenda dar a entender que la hoja es tan rápida que el cuerpo necesita unos segundos para darse cuenta de que está muerto.

Finalmente se forma el grupo de los samuráis honestos, porque ¿qué otros que no fueran honestos se jugarían la vida por tres raciones de arroz al día?

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2. Ha: “Mientras que las cámaras están rodando, yo rara vez miro directamente a los actores, sino que enfoco la mirada en cualquier otro sitio. Haciéndolo siento al instante cuándo algo va mal. Mirar algo no significa fijar la mirada en ello, sino darse cuenta de ello de una manera natural. Creo que eso es lo que quería decir el autor y teórico medieval del Noh, Zeami con “mirar con la vista suelta””

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La segunda hora de metraje abarca desde la llegada de los siete samuráis al pueblo (seis si excluimos a Mifune, que no es samurai y que se empeña en seguirlos, consiguiendo esa imagen tan recurrente en Kurosawa de un personaje siguiendo penosamente a pie a otros), hasta la construcción de la empalizada y la anegación de los campos de cultivo que marca el comienzo de la espera del asalto de los bandidos. Si el humor está presente en todo el film, en este tramo central, el de la calma que preceda a la tormenta, pero también el de las revelaciones, resulta imprescindible para contrapesar la solo aparente falta de acción. Entre todas las influencias admitidas con respecto a John Ford esta valoración de la comedia en mitad del drama, del contrapunto constante de estados de ánimo, de la facilidad pasmosa para el cambio de registro, es la que Kurosawa tomó con mayor consistencia. En base a esto se logra una identificación solidaria del espectador con respecto a

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unos personajes, creíbles y “queribles”, llenos de defectos y adornados con virtudes, en ocasiones, sorprendentes que, en muchos aspectos gracias a esta fenomenal delineación superan su condición de base de arquetipos del género. A ello colabora también el naturalismo, estilizado pero naturalismo, del director. Su manera totalmente moderna de dirigir a los actores (cabe recodar que Kurosawa era un auténtico rompetaquillas en su época, pero rechazado por la crítica precisamente por estos rasgos de accidentalidad), de hacerlos moverse en el espacio y de relacionarlos físicamente con el mismo. La particularidad de esta  comprensión basada en el cariño cotidiano y el
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apego al lugar (la gente del pueblo defiende lo único que tiene, los guerreros encuentran la tranquilidad aunque solo sea por un momento) que se establece entre los samuráis y los aldeanos resulta particularmente rompedora con relación a la mentalidad social japonesa y lo que el arquetipo del samurai simboliza en la misma.

Kurosawa ambienta este film en el turbulento periodo Sengoku, conocido como el de “las provincias en guerra”, que abarcó entre 1490 y 1660, precediendo al largo periodo de estabilidad del shogunato Tokugawa, la era Edo. Está serie de guerras civiles en lucha por el poder provocaron la desbandada de ejércitos y samuráis que solo encontraban la posibilidad, o bien de dedicarse e al pillaje o bien buscar un nuevo señor vagabundeando por el país poniendo la espada en alquiler, es decir convirtiéndose en ronin. Ambos perfiles aparecen en el film, con la particular

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idad totalmente revolucionaria de que, los protagonistas, se ponen al servicio de gente de menor extracción social que la propia. Uno de ellos, el joven Katsushiro incluso se enamora de manera imposible de Shino, la hija de Manzo, a la que este obliga a vestirse como un chico.

Arriba mencionaba “la revelación” como  un segundo punto clave en este segmento. En 1998, con motivo del fallecimiento del director, la revista Dirigido por… le dedicaba un especial en dos partes escrito por Antonio José Navarro y Tomás Fernández Valentí en el que se expresaba lo siguiente: “…la aspereza con la que están retratados los campesinos: cobardes, egoístas, mezquinos. Los seres humanos que pueblan la película ocultan secretos, reprimen sentimientos o disimulan afectos. Todos, en suma, se esfuerzan por aparentar lo que no son, dentro de un contexto muy activo y violento en el que cada cual lucha para sobrevivir y sobrevive para seguir luchando. La aldea de Los siete samurais vuelve a ser un mundo de intereses particulares en el que no existe la solidaridad(2)

Todo esto se ve plasmado

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en el film en dos instante definitorios: en el primero Kikuchiyo aparece con las armas e impedimenta que los campesinos han ido robado a soldados caídos en batalla a los que ha expoliado o directamente rematado para luego robarles. Su compañero le reciben asqueados y él no puede contenerse, aunque así descubra su verdadera procedencia Un Mifune totalmente fuera de si se asombra de la hipocresía de los guerreros y les explica el mundo a gritos. Efectivamente los aldeanos son unos miserables, unos mentirosos y unos pedigüeños que se humillarán, lloriquearán, esconderán lo que puedan y robarán lo que pueda. Pero lo son por que ellos, los poderosos samuráis, los intachables y valientes los han vuelto así.  La fuerza bruta de las palabras cambiará las relaciones de todos, el miedo se volverá respeto y la altivez, comprensión. La unidad, el grupo se reforzará.
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El otro momento compete al conato de rebelión tras el anuncio de que tres casas y el molino serán desalojadas (y con ello destruidas por los bandidos) por estará fuera de las lindes del pueblo y, por ello, ser indefendibles. Uno de los dueños tira su lanza al suelo y anima a sus convecinos a hacer lo mismo: no permitirá que su casa sea condenada. Kanbei, en una escena fulgurante de imponente plasticidad, desenvainará la espada y correrá hacia el hombre con ella baja ambos brazos abiertos. Una vez sofocada la revuelta dejará claro que veinte está por encima de tres y que tres pueden terminar con veinte. En un rasgo de total “japonesidad” se deja claro que el grupo, está por encima del individuo. Paradójicamente, esta lección vendrá de parte del personaje individualista por antonomasia de la ficción nipona: el ronin. Todos han aprendido algo de los demás.

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3. Kyu: “Hay una cosa que se podría llamar belleza cinemática. Tan solo puede expresarse en una película, y tiene que estar presente en ella para que resulte un trabajo conmovedor. Cuando está muy bien expresada se puede sentir una emoción particularmente profunda mientras se ve la película. Creo que es esa cualidad la que hace que venga la gente a verla, y es sobre todo la esperanza de conseguir esa cualidad la que inspira al director de una obra. En otras palabras, creo que la esencia del cine estriba en la belleza cinemática.”

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Kurosawa decía que la cámara debía moverse con el actor con el fin de no hacerse presente para el espectador. La particularidad es que los actores de Kurosawa parecen moverse de continuo. O más que eso, parecen pasar de golpe del mayor estatismo al movimiento más frenético, no ya entre planos sino el interior del encuadre, un acordeón de paradas y arranques que arrastran el plano, que lo modifica desde dentro del mismo de un modo similar al de, por ejemplo, Terence Fisher, otro gran dominador de la dinámica interna de la planificación.

Por una parte la importancia del escenario, tanto interiores, de iluminación habitualmente en claroscuro muy contrastado, como en unos exteriores poderosos, rotundos. En los cuales la tierra, los árboles, y los fenómenos atmosférico adquieren un protagonismo casi de orden mitológico, como en la imponente batalla final bajo al lluvia que veremos más delante, pero, de manera singular, también cotidiano, natural: el joven Katsushiro (Isao Kimura) tumbándose en las flores, Kikuchiyo (Toshiro Mifune) subiéndose  a los árboles, corriendo como loco por todo el pueblo, jugando con los niños… Hay, igualmente una importancia fundamental del vestuario y las armas, una

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fisicidad extraordinaria en la simbiosis de los actores con la forma externa de su personajes, con su caracterización (la ropa delatando la pobreza, los hombres durmiendo apoyados en sus armas,…). Algo también reciclado con sutileza e inteligencia por Leone en su futuro spaghetti-western, por cierto.

Toda esta última parte es, en si misma un gran duelo basado en breves ataques repelidos a la expectativa del golpe final, Kurosawa ceba la tensión de igual modo en el que lo había hecho en el duelo singular de Kyuzo o que lo hará durante la fenomenal escaramuza en el bosque espiada por Katsushiro, pero, en contraposición al belleza mortal de aquella escena, esta largo clímax final carece de poesía, se aleja, conscientemente de cualquier tentación épica. Las peleas son atroces, más linchamientos que otra cosa, la dificultad de matar aumenta con el cansancio, los hombres se vuelven temerosos o temerarios (Mifune provoc

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ará un violento ataque cuando decida, de manera unívoca ir a capturar un fusil, solo por la envidia que le provoca la admiración que Kyuzo se había granjeado poco antes en una acción análoga) y la labor consiste, principalmente en superar el desgaste y mantener la cohesión mientras se descuentan enemigo poco a poco.

Los elementos cobran nuevamente fuerza hasta el punto de ocupar el primer plano estético y simbólico. Por un parte el fuego aparece durante la última noche, la que supone tanto la espera de lo definitivo como la culminación sexual de la relación de Katsushiro y Shino. Ambos serán encuadrados ante una enorme hoguera y la sobra que la puerta arroja sobre ellos los envolverá. Tras ser descubiertos por el padre de ella, que avergonzado la rechaza ante todo el pueblo en una de las escenas más dramáticas de la película, Kurosawa

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retirará la cámara dejando solo una hoguera que será apagada por la lluvia, premonición del fin.

La decisión del director de emplear una lluvia torrencial durante el asalto decisivo es una de los mayores hallazgos visuales de la historia del cine. No ya la fuerza plástica de las imágenes del agua sobre cuerpos y espadas o incluso el simbolismo que en la cultura japonesa ofrece el agua estancada en relación a la muerte (el pueblo está parcialmente anegado y el suelo se vuelve un fangal) sino, más aún el brutal rechazo a la épica que esta opción encierra. La lucha es penosa, agonística, las muerte son violentas, sucias, un éxtasis sanguinario más allá del agotamiento. Incluso el casi etéreo Kyuzo morirá disparado por la espalda, en un plano general que asalta al espectador, quien no sabe a que parte de la saturada pantalla mirar. Este logro mayú

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sculo se debe al ya conocido recurso técnico que el director pone en juego: la filmación simultanea con tres cámaras. Lo cual permite que todo suceda en tiempo real y de manera simultanea, fiando el resultado a la pericia de la planificación previa y a la exactitud del montaje.

Epílogo:

Tras la tempestad, el sol. Una canción y una rítmica siembra, homenajeada por Takeshi Kitano en su personal visión del espadachín ciego Zatoichi, cierran el ciclo. Los tres samuráis que sobreviven observan desde fuera, nadie les hace caso. Shino pasa junto a Katsushiro pero su momento ha pasado ya. “Otra vez hemos perdido”. Los hombres de armas están fuera de la posibilidad de una sociedad en paz. Son necesarios en ocasiones, pero es mejor dejarlo aparte luego.

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(1) Esta cita y todas las demás, a no ser que se indique lo contrario, han sido extraídas de, Akira Kurosawa. Autobiografía, Editorial Fundamentos, 1990

(2) Dirigido por… nº 272, Octubre, 1998


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