Revista Europa

Los sillones decimonónicos

Por Oviversai

La noche apacible se expande ante nuestros ojos.

En forma de triángulo invertido, desde su centro y ascendiendo, van de más a menos las luces titilantes de las diferentes vidas que pueblan este valle. Cuanto más arriba llevamos nuestra mirada, más dispersas son esas luces. Sus halos de luz difuminan su color anaranjado artificial en el espesor de la noche.

A nuestra espalda, la figal deja entrever a través de sus hojas una pestaña en el cielo que brilla en tono amarillo parduzco. La luna, además de pestaña, también guarda parecido con una uña cortada, con un soñador ojo cerrado.

Recogen nuestros cuerpos cansados dos sillones decimonónicos. Se encuentran fuera de contexto situados en medio de una caleya, al frente de un gran valle por el cual transitan de un lado para otro diversos coches más el tren con su sonido asilbatado tan propio. Encima de sus respaldos se abre la inmensidad del nocturno cielo.

Esos sillones ya han visto de todo, sin embargo les quedaba por oír el silencio de un valle lleno de ruidos de motor, del silbido del tren y de ladridos de los perros que van ascendiendo por la montaña que custodia este valle tan lleno de vida hasta en el silencio de la noche.

Parece que los grillos no se atreven a frotar sus patitas, pero al fondo sí que se oyen en medio de la noche.

Bien silenciosos se dan un banquete la pareja más duradera de este escrito. Dos murciélagos recorren la caleya de los sillones decimonónicos. Voltean el aire con cabriolas cada vez más descabelladas. Los seres de a pie no podemos apreciar en la noche si es para cazar mejor o sólo por diversión… O por darnos envidia de lo que es volar.

Cierran la noche y estas líneas las alas más espléndidas del lugar. Una gran lechuza despliega su cuerpo y alza el vuelo en busca de sentir la libertad o, quizás, sale al encuentro de esa pestaña que hay detrás de nosotros en el cielo.

A mi mama.


Los sillones decimonónicos

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