Revista Cultura y Ocio

Low cost, filosofía del siglo XXI

Publicado el 29 abril 2014 por Albilores @Otracorriente

low cost

¡Quién no ha oído hablar de las ofertas low cost! Desde que las compañías aéreas se lanzaran al mercado de los vuelos baratos quitando todo lo que no era estrictamente necesario para realizar el trayecto, como la comida, los aperitivos, el número de maletas a facturar, personal de a bordo, etc., parece que el método de ofrecer lo más barato se ha impuesto en la sociedad, tanto en los ámbitos profesionales como en los aspectos de la vida más cotidianos, como hacer las compras, ir de vacaciones o contratar un servicio. 

Así, gracias a esta filosofía, nos podemos encontrar con fontaneros low cost, periodistas low cost, alimentos low cost o ropa low cost. Todos se han lanzado a ofrecer sus servicios al precio más bajo del mercado y así hacerse con una importante cantidad de clientes a los que únicamente les garantizan el precio más bajo, lo que va en detrimento de los profesionales cualificados que no pueden competir con esos precios.

Ahora bien, esto que pudiera parecer la panacea y la solución para muchos ante la crisis -la cual ha provocado que el fenómeno low cost se haya extendido como la pólvora- no es tan bonito como parece, pues detrás de toda oferta low cost se esconde una precariedad laboral preocupante. Si se calcula que un producto o un servicio tiene un coste mínimo determinado y alguien lo ofrece por debajo de ese coste se producen dos consecuencias: una es la precariedad laboral y otra, la calidad de lo contratado. Hay muchos ejemplos en el sector alimentario, el textil y muchos otros. El abaratamiento radical repercute directamente en las condiciones laborales como ya hemos visto gracias a la reforma laboral, con salarios irrisorios, la contratación temporal, el despido masivo y la baja cualificación de lo que se contrata, pues ya no importa la valía, sólo que sea barato.

Pero no existe el low cost sólo en lo privado, los servicios públicos se han apuntado también a la moda de lo más barato. Lo vemos en la sanidad, cada vez con menos servicios sólo porque se reducen los costes; o la educación, con más alumnos y menos profesores, lo que disminuye la calidad, pero también el coste. Es por lo que los servicios públicos se privatizan, argumentando que la gestión es más barata. La consecuencia directa es que las empresas gestoras ganan las adjudicaciones de los servicios públicos porque ofrecen el coste más bajo para la administación a costa de la precariedad del servicio y de sus trabajadores (ejemplos de ello los vemos en los servicios de recogida de basuras, de la gestión privada sanitaria, etc.). Aun así, a veces ni estas empresas logran mantener el coste prometido y luego se genera una deuda que acaba pagando la administración, a la que le sale el tiro por la culata, como pasó con el modelo Alcira.

Lo peor de esta cultura low cost es que no sólo pertenece al plano empresarial o laboral, sino que ha dado el salto a nuestro modo de vida. El low cost se ve en las familias, cada vez menos esforzadas en la educación de sus hijos; y en los individuos en general, cada vez menos dispuestos a pensar por sí mismos y esperando a que nos llegue todo hecho y resuelto, rápido y sin esfuerzo. Es por eso que preferimos ver la tele en vez de leer, o quedarnos en casa en vez de votar, o aceptar lo que nos cuentan como algo irremdiablemente necesario en lugar de cuestionárnoslo. Es mucho más cómodo que nos den una idea ya mascada en lugar de pensar por nosotros mismos. El resultado es que cada vez nos arrinconan más y más y acabamos convirtiéndonos también en seres humanos low cost. Como se suele decir, lo barato sale caro.

 


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