Revista Cultura y Ocio

Luis de Córdoba (y 2)

Por Cayetano
Luis de Córdoba (y 2)
En la entrada anterior, dejamos a Luisillo en casa de los duques de Medina del Pozo Seco...

Una vez que andaba apenado, preso del mal de melancolía, el duque le decía: “Luisillo: no estés triste, que la congoja es mala cosa. Y a ti debe alegrarte lo que a mí me da gusto.” 

Y, sin dejar de devorar el muslo de una perdiz estofada, le tiraba un hueso para que fuera como un perro a buscarlo. Y el otro, haciendo de tripas corazón, se ponía a cuatro patas y salía ladrando como podenco tras su presa y cogía el hueso entre sus dientes y regresaba donde el amo, que lo recibía y celebraba con grandes risotadas: “Buen chico”, le decía. “De sabios es saber dar cumplimiento a las peticiones de tu señor. Y de personas inteligentes dar gracias por las mercedes que este te concede.” Y luego: “Anda a la cocina y que María la manchega te dé alguna cosa. Te la has ganado.” 

Carolina, la hija del duque, simulaba ser un ángel celestial, con ese cuerpo menudo y delicado, esa candidez aparente de su cara redonda y sus tirabuzones rubios, pero era poco menos que el demonio personificado. En el jardín tenían una alberca o estanque que por el invierno criaba un légamo verdoso. Y en su mitad lo atravesaba una pasarela a modo de puente. Y la niña empeñada en que su “juguete” hiciera equilibrios andando por el pasamanos y cruzara el estanque de cabo a rabo y a la pata coja. 

“Vuestra merced tenga a bien la gracia de disculparme de semejantes acrobacias, que hace frío y la puente parece resbaladiza. Y pudiera tener la mala fortuna de tropezar y caer a la alberca- suplicaba Luisillo-, que ya me bañé la semana pasada y hoy no está el día para andar con agua y pudiera partirme la crisma o coger una enfermedad para mis pobres güesos.” 
Pero la niña se mantenía firme en sus deseos y el muchacho no tuvo más remedio finalmente que acceder a los caprichos de su dueña. Y pasó lo que tenía que pasar, que resbaló y por poco se parte la cabeza y salió del estanque empapado y hecho una sopa, lo cual fue muy celebrado por todos con grandes risas y comentarios: “Diablo de muchacho. Qué ocurrencias. Ir a caer al estanque con lo fría que está el agua.” 
Luis de Córdoba (y 2)

Pasaron dos años de esta guisa, donde se alternaban los días de paz con semanas de sustos y sobresaltos. 

De la calle había ido a parar a servir al duque y de la casa del duque fue a parar por fortuna a la del rey don Felipe IV. Porque un buen día, aprovechando que su majestad andaba de visita por Córdoba y le habían preparado alojamiento en el Alcázar de los Reyes Cristianos, el duque tuvo la genial idea de llevárselo de regalo junto a dos perdices que acababa de cazar precisamente para esta ocasión. 
Y, tras anunciar su visita, allá entró el de Medina del Pozo Seco pavoneándose con sus mercedes, haciendo una reverencia y exhibiendo señales de sumisión y lealtad. 
La verdad es que “regalar” a Luisillo casi le costó una enfermedad al duque, puesto que se había acostumbrado a sus ocurrencias y le había cogido cierto afecto, pero la niña finalmente se había cansado de él. Ya era mocita y empezaba a pensar en otros “juegos” en los que no había lugar para su habitual compañero, ideal en tiempos infantiles, pero un estorbo –de corta talla- ahora que su mente y su cuerpo anhelaban otro tipo de compañía. Se cansó de él como los niños se hartan de sus juguetes cuando crecen. Y de bufón pasó a ser de nuevo “muñeco de trapo”, ahora huérfano de dueña. 
Así que nuestro bufón -nuestro “hombre de placer”, que era como también los llamaban- acabó su trayectoria en palacio. Un cambio que le trajo tranquilidad y satisfacción. Y casi siempre más contento que gato con tripas. 
Y allí fue donde tuvo ocasión de mostrar que sus habilidades iban más allá de hacer gracietas, piruetas y simulaciones. Que para sobrevivir había que abrir bien las orejas, pero también hacerse el sordo cuando era conveniente, hablar y no comprometerse con comentarios inoportunos, nadar y guardar la ropa, regalar los oídos con lisonjas y mentir más que sastre en vísperas de pascua. 
Y aprender todo y de todos, que hasta de lo malo saca uno alguna enseñanza de provecho. 
Luis de Córdoba (y 2)


Y así logró con el tiempo ocupar el puesto de “estampillero” o encargado de la estampilla con la rúbrica del monarca, al igual que también tuvieron su gloria Nicolás de Pertusato o Mari Bárbola. 

Luisillo entró a servir el mismo año en que nació Felipe Próspero, en 1657. Y también padeció el duelo que siguió a su temprana muerte cuatro años más tarde. Participó de la alegría de todos cuando nació el infante Carlos, promesa de la continuidad de la dinastía. Eso pensaban entonces. 
En general, la vida era bastante tranquila, al principio casi siempre reducida a ocuparse de los infantes. Luego, con los años, dedicándose a cometidos más serios. 
Por palacio andaba siempre el pintor oficial de la casa, un tal Velázquez. 
No le caían los bufones nada bien al pintor de la corte. De hecho los llamaba “sabandijas de palacio”. Solo que a petición del rey don Felipe o de doña Mariana de Austria, se le encargaba a menudo que hiciera el retrato de este o de aquel enano o bufón de la casa. Y ponía el mismo mimo y cuidado que en retratar a la familia real. 
Se solía enojar bastante cuando la gente le decía si el enano Diego Acedo Velázquez, más conocido como “El Primo”, era realmente primo suyo, de ahí el sobrenombre. Y eso que el bufón estuvo muy considerado, logró ser ayudante del Secretario de Felipe IV. 
Luis de Córdoba (y 2)

Bufones hubo muchos por palacio. Algunos medraron e hicieron fortuna, otros duraron poco tiempo e incluso los hubo que cayeron en desgracia, como aquel denominado “Barbarroja”, que en realidad se llamaba don Cristóbal de Castañeda, muy ingenioso y ocurrente, experto en imitar al célebre turco en su parodia de la Batalla de Lepanto, pero no tan inteligente como para saber medir bien las palabras, como aquellas que le costaron el destierro a Sevilla, cuando el rey le preguntó si había olivas en Valsaín. Y el otro contestó: “Señor, ni olivas ni olivares.” 

La idea de retratar a los reyes o a los infantes con ellos era para potenciar la belleza o el rango real, comparativamente con seres deformes o de corta talla. 

En el cuadro llamado “Las meninas”, por ejemplo, pretendía el pintor destacar la fealdad de Mari Bárbola para resaltar la belleza de la infanta Margarita y de sus dos damas de compañía. 
En el cuadro también había gente mayor, como Marcela de Ulloa, la guardadamas, o el aposentador que conversa con ella. Se conseguía así un contraste que resaltaba la frescura de los más jóvenes, la infanta y sus meninas, frente a la gente adulta. 
A Nicolasillo lo conoció bien. Era envidioso y celoso y no hacía gracia a nadie, pero logró ser Ayuda de Cámara y poseedor de tres viviendas en Madrid. 
De Maria Bárbara, la alemana, o Mari Bárbola, apenas tuvo trato directo con ella y supo más de su carácter por comentarios de aquí y de allá. Era fea como el demonio, pero con más maravedís que todos juntos. Llegó a tener 15000 ducados. 
Luis de Córdoba (y 2)

Y Luisillo aprendió de unos y de otros y con el tiempo prosperó. Que más sabe el necio en su casa que el sabio en la ajena. 
Y así fue como Luisillo se convirtió en Luis de Córdoba. 
Y no se pudo quejar. Tuvo una ocupación por la que fue considerado y respetado. No ganó mucho, pero comió caliente, tuvo buenas ropas. Y cuando se hizo algo mayor, se pudo retirar con una renta anual y una casa en Madrid que le permitieron vivir dignamente los años que le quedaron de vida, que no fueron demasiados, pero tampoco agitados. 
Y, como hubiera dicho don Francisco de Quevedo, más o menos, dejo este escrito para solaz de los discretos y enseñanza para los necios que, si bien nunca dejarán de serlo, alguna enseñanza provechosa sacarán de ello.

Firmado: bachiller don Íñigo de Acuña.


Fragmento de Luis de Córdoba, un relato de "En la frontera"

Volver a la Portada de Logo Paperblog