Revista Arquitectura

Maldita arquitectura

Por Arquitectamos
En 1957 una central lechera le encargó al arquitecto Alejandro de la Sota un complejo industrial destinado al tratamiento y embotellado de leche de vaca y a la elaboración de productos lácteos derivados. Se ubicaba en una gran parcela a las afueras de Madrid, al norte de la ciudad. Parecía un buen encargo, una cosa razonable, pero el maldito arquitecto, el muy cabrito, les hizo una obra maestra.
Maldita arquitectura
En 1965 una empresa farmacéutica le encargó al arquitecto Miguel Fisac un edificio en las afueras de Madrid, en la carretera de Barcelona, para alojar allí su producción, su almacenamiento, y sus dependencias administrativas. Pero el maldito arquitecto, el muy cabrito, les hizo una obra maestra.
Maldita arquitectura
Maldita arquitectura: Con los años (las décadas) esas parcelas que estaban alejadas del cogollo de la metrópoli fueron absorbidas por él (y se revalorizaron una barbaridad). Además, las empresas cambiaron -e incluso quebraron-, y aquellas obras maestras de la arquitectura española cambiaron de dueño y se quedaron sin uso efectivo. Para colmo de males, la normativa urbanística daba ahora mucho más aprovechamiento del que aquellos solares tenían entonces, y una "operación inmobiliaria" era una tentación irresistible.
De esta manera, teníamos ahí, tirados y maltrechos, unos complejos arquitectónicos fascinantes, pero ya obsoletos, en desuso, y cuyos dueños sólo aspiraban a derribar para poder aprovechar -legítimamente- las expectativas de lucro que les daba la normativa urbanística y las nuevas condiciones del mercado inmobiliario.
Ah, pero eso era una barbaridad. Todos los arquitectos de España y todos los no-arquitectos amantes de la arquitectura moderna (estos últimos se dice que pasaban de diez personas) se levantaron como un solo hombre y gritaron: "La Pagoda se queda", "La CLESA se queda".
Qué emocionante. Aún hoy, recordándolo, se me ponen los pelos como destornilladores.
Al final la pagoda no pudo ser salvada, y ante la consternación de todo el mundo fue derribada casi con chulería y provocación. No así el otro complejo industrial, que por ahora parece que se va a salvar. (Ya veremos).
¿Pero os imagináis qué habría pasado si las dos empresas hubieran encargado sus respectivos complejos industriales y administrativos a un arquitecto mediocre, a un José Ramón Hernández cualquiera? Pues que se habrían construido los anodinos edificios, se habrían utilizado mientras hubieran sido útiles, se habrían reformado, ampliado o modificado a voluntad cuando hubiera sido preciso y, llegado el caso, al finalizar su vida útil, se habrían derribado sin darle dos cuartos al pregonero. Y aquí paz y después gloria.
Ah, pero eran puñeteras obras maestras de la arquitectura.
¿Y qué pasa con las puñeteras obras maestras de la arquitectura? Pues que están diseñadas de maravilla, con una funcionalidad envidiable, pero también con sensibilidad, con atractivo formal, con inteligencia, con felicidad... Y aun cuando terminen algún día de ser útiles no se pueden tocar. Qué putada. Maldita arquitectura
El edificio de la central lechera ha tenido más suerte que el de los laboratorios farmacéuticos. (¿De verdad?). Es un edificio sin uso, es un objeto constructivo ahora sin sentido (ya que el sentido de un edificio es su función), es un artefacto que no sirve para nada. Es el cadáver de lo que un día fue un ser vivo fascinante.
La forma de sus lucernarios, su separación y su disposición estaban pensadas para su uso, según los tamaños y las separaciones de las máquinas limpiadoras de las botellas, según las anchuras y longitudes de las cadenas de transporte de las botellas, según los inyectores de leche... Nada de eso tiene ya sentido. ¿Ahora qué va a ser? ¿Un museo? ¿Otro museo? ¿Son correctos esos mismos lucernarios para una función tan distinta? ¿Hay tantos objetos para exponer en España, en Madrid, para tantos museos involuntarios y forzosos con los que nos vamos encontrando sin pretenderlo?
No critico el concurso que se convocó para salvar y adaptar el edificio, ni critico su resultado, muy digno de atención y muy inteligente. Critico el concepto mismo de desnudar a un edificio de su función inicial para encasquetarle otra a capón. (¿Y cuál es entonces la alternativa: derribarlo como a la pagoda?).
Un ejemplo: Hacia los años ochenta del pasado siglo Toledo se encontró con un montón de edificios obsoletos y abandonados (conventos, casonas, palacetes, casas-patio...) y al mismo tiempo con una gran necesidad de sedes para los distintos organismos que necesitaba ubicar como capital de la Comunidad Autonómica de Castilla-La Mancha. Así, por arte de magia un convento pasó a ser una consejería, un palacio cardenalicio el paraninfo de una universidad, etc. Algunas de esas reformas fueron magníficas, pero, aun así, la condición previa de un convento no es la idónea para una consejería, que habría funcionado mejor con un edificio de nueva planta diseñado ad hoc.
(Para colmo, la brillante reforma del convento de San Pedro Mártir, digna de admiración, fue para convertirlo en sede del Gobierno Civil, pero antes de terminar la obra los gobiernos civiles pasaron al limbo y aquel complejo acabó siendo destinado -tras algunas tiranteces políticas, pero sin ningún pestañeo arquitectónico- a una de las sedes de la Universidad de Castilla-La Mancha. Así: Por arte de birlibirloque).
Es una encomiable labor la de reformar y revitalizar un edificio muerto, pero hay que tener siempre en cuenta que eso tiene mucho de creación de un monstruo de Frankenstein.
Otro ejemplo: Os cuento un caso real y personal, sólo alterado levemente para preservar la intimidad y el honor de un cliente mío y para dar rienda suelta a mi compulsiva tendencia a fantasear y a fabular.
Hace unos doce años una importante empresa dedicada a los esfroncios compró una gran parcela en mi pueblo, ante la autovía A4 (Madrid-Córdoba). Era un lugar que colmaba todas sus expectativas logísticas: a apenas 36 kilómetros al sur de Madrid y conectado por una vía rápida a la mitad sur de la península.
Me encargaron el proyecto de una gran nave de almacenamiento y distribución, con muelles de carga y descarga por doquier para grandes camiones.
La nave en sí no era nada: una gran caja de zapatos ciega. Había además, adosado a ella, un pequeño cuerpo de oficinas.
Al cabo de pocos años la empresa cambió de estrategia: Necesitaban menos espacio para almacenar y más para las oficinas. O sea, que -sin contar ya conmigo- a una parte de la caja de zapatos ciega se le practicaron unas ventanas, se acondicionaron despachos, salas de reuniones, aseos y comedores y todo siguió funcionando sin mayores problemas durante un tiempo.
Años después se habilitó una zona de exposición y se añadió una especie de porche a la fachada principal.
Y, finalmente, hace poco se han ido de allí, se han llevado sus esfroncios más al sur y han vendido la parcela y la nave a una distribuidora de productos gurriosos, que está remodelándolo todo de arriba abajo, condenando ventanas y puertas, abriendo otras nuevas, derribando el porche, etcétera.
En definitiva fue una suerte que la empresa de esfroncios me encargara el proyecto inicial a mí. Imaginaos que se lo encarga a un genio y le hace una obra maestra. Todo habría sido mucho más difícil, y tal vez hasta habría habido protestas y líos. Incluso alguna consejería de Castilla-La Mancha podría haber acabado adquiriendo el inmueble para hacer un... un museo. A ver. Un museo de yo qué sé. De aperos de labranza, o de artesanía, o de algo.
Y ahí tendríamos (otra vez) a una obra maestra de la arquitectura haciendo el gilipollas.
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