Revista Creaciones

mañana será abril

Por Patriciaderosas @derosasybaobabs

Esta mañana he salido, como tantas otras, a recorrer las calles de Oviedo. Un par de recados pendientes, visitas de obra, una parada rápida para el café de media mañana…nada especial en principio.

Hace un tiempo descubrí que casi cualquier recorrido de mis rutas habituales, era susceptible de hacerse atravesando el Campo San Francisco. En realidad me da igual que llueva o que haga sol, son unos minutos de desconexión, de no encontrarme con nadie, de ordenar ideas. Incluso unos minutos de silencio, los justos para no echar de menos el ruido de fondo de la ciudad que tanto me gusta. Como siempre, hoy estaba perfecto. He cruzado el parque en ese preciso instante en que deja de llover, el cielo está contenido y me da una tregua para que lo camine a mis anchas sin tener que abrir el paraguas. Ejercer de flâneur es mi actividad favorita y la que menos practico últimamente.

Mientras lo atravesaba, me he mandado varias notas de voz. Desde que descubrí la posibilidad de hacer un grupo de whatsapp conmigo misma, es el grupo que más me entretiene. Es un chat muy variado: Cosas que tengo que hacer, cosas que tengo que dejar de sentir, cosas que me dan pereza, cosas que me interesan, cosas que apartar para siempre, cosas que recuperar. Cosas, muchas cosas.

Salgo del parque y me pongo un podcast. Están hablando de cómo ordenar los libros en una estantería. Por género, por autor, por nacionalidad…Pienso que yo no tengo tantos como para necesitar un orden tan riguroso. En la última mudanza quedaron varias cajas sin abrir en el trastero y solamente viajaron al salón mis imprescindibles. Pero sí tengo libros castigados. Cuando un libro me decepciona, cuando el autor no deja de increpar en twitter, cuando me resulta triste verlo por algún motivo, lo condeno durante una temporada a esa nueva y horrorosa moda de colocar los libros con el lomo hacia atrás. Y así se queda hasta que alguna razón de peso me mueve a levantar el castigo.

Paso por delante del Teatro Campoamor y me acuerdo de que, otra vez, se me ha olvidado comprar entradas para Madame Butterfly. Mañana cierra el Teatro también. Mi olvido, por una vez, no trae mayores consecuencias.

Son casi las once y necesito ya un café. La elección de hoy es más minuciosa que la de cualquier otro día. A partir de mañana el café será en el estudio, en soledad. Siempre pienso que si viviese en Gijón desayunaría a diario en el Dindurra. Me fascina su ambiente, su luz, su todo. Podría llevar el portátil y trabajar allí toda una mañana. En Oviedo, sin embargo, no he acabado de encontrar mi café, así que soy infiel y deambulo más aunque El Bombín frente al Reconquista sea uno de mis habituales.

Me quedo sin batería en los AirPods, adiós podcast. De todas formas, hoy no estoy concentrada, no estaba atendiendo.

Entro en el Café Colonial. No sé por qué. Creo que es la segunda o tercera vez que entro en muchos años, pero hoy parecía triste, pausado, contando las horas como otros tantos. Hay dos ventiladores de madera en el techo funcionando, no me había fijado nunca. Por un momento, me acuerdo de los veranos en Zahara y de las siestas bajo el ventilador. Aire acondiciondo jamás, yo quiero ventilador de techo. Bajo al sur a sentir calor, a que me sobre todo mientras duermo.

Mi amiga Natalia me manda un mensaje, siempre nos mandamos alguno a estas horas. Cuando se puede, compartimos el café de media mañana. Hoy no era posible. Está en otro y me cuenta que ha visto a los camareros tristes, que se despedían con un “feliz Navidad” como si toda esperanza de apertura no fuese viable.

Este noviembre tenía planeado irme con Natalia a Santander un fin de semana. No era un gran viaje, pero sí un gran plan. Vamos a posponerlo un poco, qué remedio. Eso me recuerda que los planes mejor a corto plazo y ejecutarlos.

Hago un par de visitas de obra. La gente está tensa, con plazos que aprietan, con incertidumbre de proveedores, con mascarillas que no dejan ver lo que sentimos en realidad. Porque aunque digan que es la mirada la que dice todo, últimamente poder apretar los labios bajo el anonimato que nos confiere la mascarilla, ayuda a contener una mala palabra o incluso una lágrima inoportuna.

De vuelta al estudio, paso por delante de La Paloma, todavía hay gente tomando el vermú. Me alegra, me gusta. El semáforo se pone en rojo y junto a mí se detiene una chica dentro de un coche. Es rubia, tiene el pelo largo y despeinado y la cara pálida y triste. Desde fuera da la impresión de que está teniendo un ataque de ansiedad, me parece ver que respira agitada. Yo soy muy peliculera y es posible que me lo esté imaginando. Pero me quedo disimulando, con mi móvil, mirando de reojo a través de las gafas de sol. Antes de que el semáforo cambie de color, empieza a llorar. El semáforo se pone verde, ella arranca de nuevo y continúa conduciendo mientras llora. Me da muchísima pena. Me apetece darle un abrazo.

Echo de menos los abrazos. Echo de menos todo lo que hace poco para mí era verdad y ahora no lo es.

En mi calle acaban de abrir una pequeña tienda de muebles de madera hechos a medida. Coqueta, de las que me gustan, de las que sé que voy a disfrutar. Hoy abren, mañana cierran. La madera tampoco es ‘esencial’.

Subo al estudio y pongo a cargar los auriculares. Me olvido de ellos. En realidad ahora lo que quiero es abrir la ventana y escuchar la obra de al lado, el trasiego de la gente que entra y sale de los locales, el ruido de las tazas y los vasos en la terraza de debajo. Es el podcast que necesito hoy.


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