Revista Arquitectura

Manifiesto Suprematista Unovis

Por Marcelogardinetti @marcegardinetti

Por suprematismo entiendo la supremacía de la sensibilidad pura en las artes figurativas.

Los fenómenos de la naturaleza objetiva en sí misma, desde el punto de vista de los suprematistas carecen de significado; en realidad, la sensibilidad como tal es totalmente independiente del ambiente en que surgió.

La llamada “concretización” de la sensibilidad en la conciencia significa, en verdad, una concretización del reflejo de la sensibilidad mediante una representación natural. Esta representación no tiene valor en el arte del suprematismo. Y no sólo en el arte del suprematismo, sino en el arte en general, porque el valor estable y autentico de una obra de arte (sea cual sea la escuela a que pertenezca) consiste exclusivamente en la sensibilidad expresada.

El naturalismo académico, el naturalismo de los impresionistas, el cézannismo, el cubismo, etc…, en cierta medida, no son nada más que métodos dialécticos que, por si mismos, no determinan en absoluto el valor especifico de la obra de arte.

UNOVIS TECNNE

Una representación objetiva en si misma (es decir, lo objetivo como único fin de la representación) es algo que nada tiene que ver con el arte; y, sin embargo, la utilización de lo objetivo en una obra de arte no excluye que tal obra tenga un altísimo valor artístico.

Pero para el suprematista siempre será válido aquel medio expresivo que permita que la sensibilidad se exprese de modo posiblemente pleno como tal, y que sea extraño a la objetividad habitual.

Lo objetivo en sí mismo no tiene significado para el suprematismo, y las representaciones de la conciencia no tienen valor para él.

Decisiva es, en cambio, la sensibilidad; a través de ella el arte llega a la representación sin objetos, al suprematismo.

Llega a un desierto donde nada es reconocible, excepto la sensibilidad.

El artista se ha desembarazado de todo lo que determinaba la estructura objetivo-ideal de la vida y del arte: se ha liberado de las ideas, los conceptos y las representaciones, para escuchar solamente la pura sensibilidad.

El arte del pasado, sometido (por lo menos en el extranjero) al servicio de la religión y del Estado, debe renacer a una vida nueva en el arte puro (no aplicado) del suprematismo, y debe construir un mundo nuevo, el mundo de la sensibilidad.

Cuando en 1913, a lo largo de mis esfuerzos desesperados por liberar al arte del lastre de la objetividad, me refugie en la forma del cuadrado y expuse una pintura que no representaba más que un cuadrado negro sobre un fondo blanco, los críticos y el público se quejaron: “Se perdió todo lo que habíamos amado. Estamos en un desierto. ¡Lo que tenemos ante nosotros no es más que un cuadrado negro sobre fondo blanco!” Y buscaban palabras aplastantes para alejar el símbolo del desierto y para reencontrar en el cuadrado muerto la imagen preferida de la realidad, la objetividad real y la sensibilidad moral.

La crítica y el público consideraban a este cuadrado incomprensible y peligroso… Pero no se podía esperar otra cosa.

La ascensión a las alturas del arte no objetivo es fatigosa y llena de tormentos y, sin embargo, nos hace felices. Los contornos de la objetividad se hunden cada vez más a cada paso, y, al fin, el mundo de los conceptos objetivos, todo lo que habíamos amado y de lo que habíamos vivido, se vuelve invisible.

Ya no hay imágenes de la realidad, ya no hay representaciones ideales; ¡no queda más que un desierto!

Pero ese desierto está lleno del espíritu de la sensibilidad no-objetiva, que todo lo penetra.

Yo también me sentí presa de una inquietud, que asumió las proporciones de la angustia, cuando tuve que abandonar el mundo de la voluntad y de la representación en el que había vivido y creado y en cuya realidad había creído.

Pero el éxtasis de la libertad no-objetiva me empujo al desierto donde no existe otra realidad que la sensibilidad, y, así, la sensibilidad se convirtió en el único contenido de mi vida.

Lo que yo expuse no era un “cuadrado vacío”, sino la percepción de la inobjetividad.

Reconocí que la cosa y la representación habían sido tomadas por la imagen misma de la sensibilidad y comprendí la falsedad del mundo de la voluntad y de la representación.

La botella de leche, ¿es el símbolo de la leche?

El suprematismo es el arte puro reencontrado, ese arte que, con el andar del tiempo, se ha vuelto invisible, oculto por la multiplicación de las cosas.

Me parece que el arte de Rafael, de Rubens, de Rembrandt, etc…, para la crítica y el público no es más que una concretización de cosas innumerables, que hicieron invisible el verdadero valor encerrado en la sensibilidad inspiradora. Solo la admiración por el virtuosismo de la representación objetiva sigue viva.

Si fuera posible extraer de las obras de los grandes maestros de la pintura la sensibilidad expresada en ellas -es decir, su valor efectivo- y esconderla, los críticos, el público y los estudiosos del arte ni siquiera se darían cuenta de ello.

Por tanto, no hay que maravillarse si mi cuadrado parecía falto de contenido.

Si se quiere juzgar una obra de arte basándose en el virtuosismo de la representación objetiva, es decir, de la vivacidad de la ilusión, y se cree descubrir el símbolo de la sensibilidad inspiradora en la misma representación objetiva, nunca se podrá llegar al placer de fundirse con el auténtico contenido de una obra de arte.

La mayoría de la gente vive todavía en la convicción de que la renuncia a la imitación de la amadísima realidad significa la ruina del arte, y, por tanto, observa con angustia cómo el odiado elemento de la sensibilidad pura -de la abstracción- sigue ganando terreno.

El arte ya no quiere estar al servicio de la religión ni del Estado; no quiere seguir ilustrando la historia de las costumbres, no quiere saber nada del objeto como tal, y cree poder afirmarse sin la cosa (por tanto, sin la fuente valida y experimentada de la vida), sino en sí y por sí.

La sustancia y el significado de cualquier creación artística son menospreciados continuamente, precisamente como la sustancia del trabajo figurativo en general: y ello es así porque el origen de cualquier creación de forma esta siempre, por doquier y sólo, en la sensibilidad.

Las sensaciones nacidas en el ser humano, son más fuertes que el mismo hombre; deben interrumpir a la fuerza, a toda costa; deben adquirir una forma, deben ser comunicadas y situadas.

La invención del aeroplano tiene su origen en la sensación de la velocidad, del vuelo que ha tratado de asumir una forma, una figura; en efecto, el aeroplano no fue construido para el transporte de cartas comerciales entre Berlín y Moscú, sino para obedecer al impulso irresistible de la percepción de la velocidad.

Naturalmente, cuando se trata de demostrar el origen y el fin de un valor, el estómago vacío, y la razón que está a su servicio deben tener siempre la última palabra. Pero esto es algo muy distinto.

Esto también vale para el arte figurativo, es decir, para el arte, reconocido como tal, de la pintura. En la imagen artística retratada por el señor Müller, o sea, en la representación genial de la florista de la Potsdamer Platz, ya no se ve nada de la verdadera sustancia del arte ni de la sensibilidad inspiradora. Aquí la pintura es la dictadura de un método de representación, cuya única finalidad es presentar al señor Müller, el ambiente en el que él vive y sus conceptos.

UNOVIS

El cuadrado negro sobre fondo blanco fue la primera forma de expresión de la sensibilidad no-objetiva: cuadrado=sensibilidad; fondo blanco=la Nada, lo que esta fuera de la sensibilidad.

Y, sin embargo, la mayoría de la gente considera la ausencia de objetos como el final del arte y no reconoce el hecho inmediato de la sensibilidad hecha forma.

El cuadrado de los suprematistas y las formas derivadas de él se pueden comparar a los signos del hombre primitivo, que en su conjunto no querían ilustrar, sino representar la sensibilidad del ritmo.

El suprematismo no ha creado un mundo nuevo de la sensibilidad, sino una nueva representación inmediata del mundo de la sensibilidad en sentido general.

El cuadrado se modifica para formar figuras nuevas cuyos elementos se componen de una u otra manera según las normas de la sensibilidad inspiradora.

Si nos detenemos a mirar una columna antigua, cuya construcción, en el sentido de la utilidad, carece ya de significado, podemos descubrir en ella la forma de una sensibilidad pura. Ya no la consideramos como una necesidad arquitectónica, sino como una obra de arte.

La vida práctica, a la manera de un vagabundo sin techo, penetra en todas las formas artísticas y cree su motivo y su fin. Pero el vagabundo no reside mucho tiempo en el mismo sitio, y cuando se va (es decir, cuando la valoración práctica de una obra de arte ya no parece oportuna) la obra de arte vuelve a adquirir su pleno valor.

En los museos se colocan y cuidan celosamente las obras de arte antiguo, no porque se las quiera conservar con fines prácticos, sino para gozar de su eterno valor artístico.

La diferencia entre el arte antiguo y el nuevo, sin objeto y sin utilidad, consiste en el hecho de que el pleno valor artístico del primero solo se reconoce cuando la vida, en busca de nuevas utilidades, lo abandona, mientras que el elemento artístico no aplicado del segundo corre delante de la vida y abre de par en par al puerta a la valoración práctica.

Y he aquí el nuevo arte no-objetivo como expresión de la sensibilidad pura, que no tiende hacia valores prácticos, ni hacia ideas, ni hacia ninguna tierra prometida.

La belleza de un templo antiguo no procede del hecho de que sirviera de asilo a un determinado sistema de vida, o a la religión correspondiente, sino de su forma se deriva de una percepción pura de relaciones plásticas. Tal percepción artística (que en la construcción del templo se hizo forma) es preciosa y viva para nosotros en todos los tiempos, mientras que el sistema de vida en el que el templo se construyó ya está muerto.

Hasta ahora, la vida y sus formas de manifestarse se tomaban en consideración desde dos puntos de vista: desde el material y desde el religioso. Se podía pensar que el del arte debiera llegar a ser el tercer ángulo visual de la vida, con iguales derechos a los de los dos primeros; pero, en la práctica, el arte (como una potencia de segundo orden) se pone al servicio de los que observan el mundo y la vida desde uno de los dos primeros puntos de vista. Tal estado de cosas contrasta extrañamente con el hecho de que el arte tiene una parte precisa en la vida de todas las edades y en todas las circunstancias, y que sólo las obras de arte son perfectas y de vida eterna. El artista crea con los medios más primitivos (con carbón, cerdas, madera, cuerdas de tripas o de metal), lo que la mecánica más refinada y más práctica jamás será capaz de crear.

Los partidarios de lo práctico creen que pueden considerar el arte como la apoteosis de la vida (de la vida práctica, por supuesto). En el centro de tal apoteosis está el señor Müller, o más bien la imagen del señor Müller (es decir, la imagen de la imagen de la vida). La máscara de la vida oculta el verdadero rostro del arte. Para nosotros el arte no es lo que podría ser.

Mientras tanto, el mundo mecanizado según criterios de utilidad podría ser efectivamente útil si tratase de procurar a cada uno de nosotros el máximo de tiempo libre a fin de que el hombre pueda cumplir su único y efectivo deber, aquel para el que nació, es decir, la creación artística.

Los que exigen construcción de cosas más útiles y más prácticas, queriendo vencer al arte o hacerlo esclavo, deberían tomar en consideración de que no existen cosas prácticas definitivamente construidas. ¿No bastan las experiencias de milenios para demostrar que lo práctico de las cosas dura bien poco?

Todo lo que se puede ver en los museos expresa de manera inequívoca el hecho de que ninguna cosa corresponde verdaderamente a su finalidad. ¡De otro modo nunca descansaría en un museo! Y si una vez pareció cómoda y práctica, era sólo porque todavía no se conocía nada más cómodo.

¿Tenemos acaso el menor motivo para admitir que las cosas que hoy nos parecen prácticas y cómodas no estarán superadas mañana? Y después de todo esto, el hecho de que las obras de arte más antiguas hoy no parezcan menos bellas y menos evidentes que hace miles de años, ¿no merece ser tomado en consideración?

Los suprematistas han abandonado por su propia iniciativa la representación objetiva para llegar a la cima del verdadero arte no disfrazado y para admirar desde allí la vida a través del prisma de la pura sensibilidad artística.

En el mundo de la objetividad nada hay tan firme y seguro como creemos verlo en nuestra conciencia. Nuestra conciencia no reconoce nada que esté construido a priori y para toda la eternidad. Todo lo firme se deja desplazar y transportar a un orden nuevo en un primer momento desconocido. ¿Por qué no se podría colocar todo ello en un orden artístico?

Las varias sensaciones que se completan y se contrastan, o mejor, las representaciones y los conceptos que surgen en forma visionaria en nuestra conciencia como reflejos de tales sensaciones, están en constante lucha entre sí: la sensación de Dios contra la del Diablo; la sensación del hambre contra la de lo bello; la sensación de Dios tiende a vencer a la del diablo, y, al mismo tiempo, a la del cuerpo, y trata de hacer creíble la decadencia de los bienes terrenales y el eterno señorío de Dios.

También el arte está condenado si no está al servicio del culto de Dios (de la Iglesia). De la sensación de Dios surgió la religión, y de la religión surgió la Iglesia. De la sensación del hambre surgieron los criterios de lo práctico y de tales conceptos surgieron los oficios y las industrias.

Ahora bien, las Iglesias y las industrias trataron de explotar en su propio interés las capacidades figurativas del arte, sacando de ellas cebos eficaces para sus productos (para los ideales-materiales y para los puramente materiales). Así se unió lo útil a lo agradable, como suele decirse.

El conjunto de los reflejos de las varias sensaciones en la conciencia determina la concepción del mundo del ser humano. Dado que las sensaciones que influyen en el ser humano son distintas en las distintas épocas, se puede observar los más maravillosos cambios en la “Concepción del Mundo”: el ateo se vuelve temeroso de Dios: el temeroso de Dios pierde la fe, etc. En cierta medida el ser humano se puede comparar a un radiorreceptor complejo, que intercepta y emite una serie de ondas de sensaciones diversas, cuyo conjunto determina la susodicha visión del mundo.

Con ello, el juicio sobre los valores de la existencia se vuelve absolutamente variable. Sólo los valores artísticos resisten a la corriente alternada de las diversas tendencias del juicio; de modo que, por ejemplo, las imágenes de santos o de dioses pueden ser guardadas sin vacilar en las colecciones de los ateos, desde el momento en que en ellas se manifiesta la sensibilidad artística ya reconocida como pura forma (y, efectivamente, se guardan). Por tanto, tenemos continuamente nuevas ocasiones para convencernos de que las disposiciones nuestra conciencia -el “crear” práctico- dan vida a valores siempre distintos (es decir, valores desvalorizados), y que nada, salvo la expresión de la pura sensibilidad subconsciente o consciente (o sea, nada más que el crear artístico), es capaz de hacer palpables los valores absolutos. Así pues, se podría llegar a una autentica practicidad en el sentido más elevado de la palabra, si se adjudicase a esa sensibilidad consciente o subconsciente el privilegio de la disposición figurativa.

Nuestra vida es una representación teatral en la que la sensibilidad no objetiva se representa mediante la aparición objetiva.

El patriarca no es más que un actor que quiere comunicar, mediante actos y palabras, una sensación religiosa (o más bien la forma religiosa de un reflejo de la sensación). El empleado, el herrero, el soldado, el contable, el general son partes de esta o aquella obra de teatro, representada por los personajes correspondientes, en la que los actores son arrebatados por tal éxtasis que confunden el drama (y su papel en él) con la vida misma. El verdadero rostro del ser humano se revela con dificultad a nuestros ojos; y si se interpela a alguien preguntándole quien es, responde: “Soy ingeniero, campesino, etc.”; en suma, responde con la definición del papel que interpreta en algún drama de las sensaciones.

Semejante indicación del papel asumido también consta en el pasaporte junto al nombre y apellidos, de modo que resulte evidente y fuera de duda el hecho sorprendente de que el propietario del pasaporte es el ingeniero Ivan y no el pintor Kazimir.

Finalmente, cada persona sabe muy poco de sí misma, porque el verdadero rostro humano no es reconocible tras la máscara que se considera el verdadero rostro.

La filosofía del suprematismo tiene todas las razones para desconfiar tanto de la máscara como del verdadero rostro, porque en general está contra la realidad del rostro humano, o sea, de la figura humana.

Los artistas siempre se sirvieron preferentemente del rostro humano en sus representaciones, porque en él creyeron encontrar la mejor posibilidad de expresar sus propias sensaciones (la mímica multilateral, elástica y plena de expresiones ofrece, en efecto, tales posibilidades). Y, sin embargo, los suprematistas han abandonado las representaciones del rostro humano y del objeto naturalista en general, y han buscado signos nuevos para interpretar la sensibilidad inmediata y no los reflejos convertidos en forma de las distintas sensaciones, y ello porque el suprematista no mira ni toca: solamente percibe.

Así pues, podemos ver que, entre el siglo XIX y el XX, el arte descarga el lastre de las ideas religiosas y estatales que hasta esta época se había visto obligado a cargar, y así llega hasta el mismo, a la forma correspondiente a su verdadera sustancia, convirtiéndose en el tercer ángulo visual o punto de vista autónomo, con los mismos derechos que los otros dos ángulos visuales ya citados.

Antes y después, la sociedad estaba convencida de que el artista hacia cosas sin necesidad ni sentido de lo práctico; y no pensaba que tales cosas no prácticas resisten el paso de los milenios y siguen siendo actuales, mientras que las cosas necesarias y prácticas sólo tienen pocos días de vida.

La sociedad no ha deducido de ello que no conozca el valor efectivo de las cosas; y este hecho se ha convertido en la causa de los crónicos fracasos de cualquier practicidad. Los seres humanos podrían llegar a un verdadero y absoluto orden en sus relaciones recíprocas sólo si quisieran formarlo y realizarlo en el espíritu de los valores inmortales. Después de todo esto, es evidente que el elemento artístico debería ser tomado en consideración, bajo todos los puntos de vista, como algo decisivo; al no ser así, las relaciones humanas estarán dominadas en todos los campos de la vida, no tanto por la anhelada tranquilidad del orden absoluto, cuanto por la confusión de los órdenes provisionales, ya que el orden provisional viene determinado por los criterios de los conocimientos contemporáneos, y tales criterios, como sabemos, son los que más varían.

De todo ello resulta evidente, además, que también las obras de arte aplicadas a la vida práctica, o bien usadas en la vida práctica, quedan en cierta medida desvalorizadas. Sólo cuando se liberen del peso de la eventual valoración práctica (es decir, cuando sean colocadas en un museo), y no antes, se reconocerá su valor autentico (artístico).

Las sensaciones de correr, estar parado o sentado son, ante todo, sensaciones plásticas, que estimulan la creación de los objetos de uso correspondientes, determinando también sus aspectos esenciales.

La mesa, la cama o la silla no son objetos útiles, sino formas de sensaciones plásticas. Por tanto, la convicción general de que todos los objetos de uso cotidiano son el resultado de reflexiones prácticas se basa en presupuestos falsos.

Tenemos innumerables ocasiones para convencernos de que nunca somos capaces de conocer la efectiva practicidad de las cosas, y de que nunca conseguiremos construir un objeto verdaderamente práctico y correspondiente a su fin. Es probable que sólo podamos percibir la sustancia de una absoluta correspondencia con la finalidad, pero sólo en cuanto tal percepción o sensibilidad es siempre no-objetiva. Todas las investigaciones que tienden a conocer la correspondencia con la finalidad de la objetividad son utópicas. La tendencia a encerrar la sensibilidad de una representación consciente, o a sustituirla por tal representación llevándola a una concreta forma utilitaria, ha tenido como consecuencia la realización de todas aquellas cosas correspondientes a la finalidad que, en verdad, han sido de muy poca utilidad, convirtiéndose en algo ridículo de un día a otro.

Nunca se repetirá bastante que los valores absolutos y reales pueden surgir exclusivamente de una pura creación artística, ya sea consciente o inconsciente.

El arte nuevo del suprematismo, que ha creado formas y relaciones de formas nuevas a base de percepciones transformadas en figuras, cuando tales formas y relaciones de formas se transmiten del plano del lienzo al espacio, se convierte en arquitectura nueva.

El suprematismo, tanto en pintura como en arquitectura, es libre de toda tendencia social o material.

Toda idea social, por grande y significativa que pueda ser, nace de la sensación del hambre; toda obra de arte, por mediocre y sin significado que sea en apariencia, nace de la sensibilidad plástica. Seria hora de reconocer, por fin, que los problemas del arte, los del estómago y los del sentido común están muy alejados unos de otros.

Ahora que el arte ha llegado a ser el mismo, a su forma pura, no aplicada, por la vida del suprematismo, y que ha reconocido la infalibilidad de la sensibilidad no-objetiva, ahora intenta erigir un nuevo y verdadero orden, una nueva visión del mundo. Ha reconocido la no-objetividad del mundo y, en consecuencia, ya no se esfuerza en proveer de ilustraciones a la historia de las costumbres.

La sensibilidad no-objetiva fue en todos los tiempos la única fuente de la creación de una obra de arte; desde tal punto de vista el suprematismo no ha aportado nada nuevo; pero el arte del pasado, aplicado a la objetividad, acogió sin proponérselo una larga serie de sensaciones extrañas a su sustancia.

El árbol sigue siendo árbol, aunque el búho construya a su nido en una cavidad de su tronco.

El Suprematismo, pues, abre al arte nuevas posibilidades, ya que, al cesar la llamada consideración por la correspondencia con el objetivo, se hace posible transportar al espacio una percepción plástica reproducida en el plano de una pintura. El artista, el pintor, ya no está ligado al lienzo, al plano de la pintura, sino que es capaz de trasladar sus composiciones de la tela al espacio.

Kazimir Malevich, 1926©

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