Revista Cine

Mar de agosto - cap. 25

Por Teresac
(Marta regresa a Castromar, su pueblo natal, para pasar sus vacaciones de verano. Allí se reencuentra con sus amigos de la infancia, Ana y Tomás, y su primer amor, Antón. La estancia que esperaba tranquila e idílica se ve trastornada por un loco que rapta niñas para luego abandonarlas en la playa del pueblo, esperando que se ahoguen. Marta y Ana guardan un terrible secreto de su infancia, relacionado con la muerte del padre de Andrés el Canicas, un compañero de colegio, que se temen pueda estar detrás de esos secuestros. Marta y Antón inician una relación que siempre han tenido pendiente. Una noche, después de una pesadilla, se encuentra al loco de la playa espiándola desde su patio. Al día siguiente, la hija de Ana desaparece de su habitación. La buscan por todo el pueblo y en la playa, hasta que Cheíño les dice que el fantasma se la puede haber llevado a la cueva bajo Santa Lucía. Allí localizan a la niña y son atacados por el secuestrador, que huye. En el hospital, Antón logra por fin que Marta y Ana le cuenten su historia.)
MAR DE AGOSTO - CAP. 25

– XXV –

Ya no existían las ruinas de la fábrica de salazón en la que veinte años atrás nos habíamos refugiado y quedado dormidas. Solo al fondo de la playa, en el límite entre la arena y el tupido, oscuro pinar que cerca la pequeña cala, queda un muro bajo de sólida piedra amarilla, como único resto de la antigua construcción. Allí nos sentamos, observando el reflejo de la luna en la espuma de las olas suaves que rompían en la orilla.–Desde que limpiaron la playa y la cubrieron con arena fina, la gente viene mucho más a menudo, claro que estas últimas semanas ... –Ana quedó en silencio, y yo asentí con la cabeza, sabiendo a qué se refería.Miré a mi alrededor, a las empinadísimas escaleras que subían al parque de la cruz, y al estrecho paseo marítimo de piedra por el que habíamos llegado. Eran nuestras dos únicas escapatorias, si algo llegaba a ocurrir, y ambas estaban a nuestra derecha. A la izquierda la cala tenía forma de media luna y su punta se introducía en el mar. Detrás de nosotras solo estaba el bosque, casi vertical, como las escaleras, cubierto de maleza, húmedo y negro como boca de lobo.–¿Crees que él lo sabe? –pregunté, mientras hundía una mano en la arena, dejando que los granos me corriesen entre los dedos.–Tiene que saberlo –aseguró Ana–, ¿sino por qué iba a hacer lo que está haciendo?Tras aquel verano, veinte años atrás, cuando el padre de Andrés había aparecido ahogado en la orilla de la playa, su madre se lo había llevado a la ciudad, con sus abuelos. Nunca volvieron al pueblo, que yo supiera, y debo reconocer que me sentí aliviada de no tener que enfrentarme en el colegio a la mirada tristona de aquel niño solitario y taciturno.–¿Cuándo fue la última vez que lo viste? Aparte del otro día en la cueva, claro.–Hace unos años, cuando andaba todo el día por la playa, espiando a las niñas – Ana se detuvo, se echó atrás un largo mechón de su melena oscura y sus ojos turbulentos se perdieron más allá del rumor de las olas–. Se sentaba en el linde del bosque, a la sombra de los pinos, y ahí se pasaba las horas, sin quitar ojo a las criaturas que jugaban en la arena. Al final alguna gente empezó a protestar, incluso le quisieron pegar, los municipales tuvieron que llevárselo para evitar una desgracia, y acabó en una residencia psiquiátrica.–Siempre fue un niño raro –dije, intentando justificarme, Ana asintió.–Pobre Canicas, todos se metían con él, era el blanco de todas las burlas y se pasaba las clases recibiendo collejas –mi amiga intentó sonreír, pero aquellos recuerdos ya no podían hacernos gracia.Mi teléfono sonó, sobresaltándonos. Miré la pantallita iluminada. Era Antón.–¿Dónde te has metido? –me preguntó en cuanto descolgué. Me puse en pie y caminé por la arena, alejándome de mi amiga.–Estoy con Ana.–¿Pero dónde?–Estamos hablando. Ella... bueno, está preocupada, quería que habláramos a solas –llegué hasta las escaleras y me detuve, notando los zapatos llenos de arena.–Va a empezar la sesión de fuegos –me anunció Antón.–Sí, nos vemos en cuanto acabe, ya te llamo yo –cerré el teléfono, sintiéndome una mentirosa, y me apoyó en la barandilla de la escalera para sacudirme bien los zapatos, luchando con una piedrecilla que no quería salir. Por fin conseguí librarme de ella y caminé de vuelta hasta donde había dejado a Ana. Ella ya no estaba allí. Miré a mi alrededor, escudriñando la playa entera, tratando de traspasar las sombras. Pero Ana había desaparecido.

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