Revista Cine

Mar de agosto - cap. 26

Por Teresac

(Marta regresa a Castromar, su pueblo natal, para pasar sus vacaciones de verano. Allí se reencuentra con sus amigos de la infancia, Ana y Tomás, y su primer amor, Antón. La estancia que esperaba tranquila e idílica se ve trastornada por un loco que rapta niñas para luego abandonarlas en la playa del pueblo, esperando que se ahoguen. Marta y Ana guardan un terrible secreto de su infancia, relacionado con la muerte del padre de Andrés el Canicas, un compañero de colegio, que se temen pueda estar detrás de esos secuestros. Marta y Antón inician una relación que siempre han tenido pendiente. La hija de Ana desaparece de su casa y al ir a rescatarla, son atacados por el secuestrador, que huye. En el hospital, Antón logra por fin que Marta y Ana le cuenten que indirectamente causaron la muerte del padre de Andrés, al huir de su acoso. El resto del mes transcurre con normalidad, hasta llegar las grandes fiestas del pueblo. A la noche, Marta y Ana acuden a la playa para hacer frente al secuestrador de niñas. Ana desaparece mientras Marta habla por teléfono.)MAR DE AGOSTO - CAP. 26


– XXVI – 

Estaba allí, entre los árboles, oculto en la oscuridad, acechándome. Casi podía escuchar su respiración.A lo lejos, un silbido agudo rompió el silencio nocturno, seguido de otros dos. Las tres primeras bombas estallaron en el cielo, inundándolo de luz, anunciando el inicio de la sesión de fuegos artificiales. Fue suficiente para que mi mirada penetrase la maraña de oscuridad y descubriese a la sombra agazapada, con su visera calada hasta los ojos, y la figura tendida a sus pies, inerte.–¡¿Qué le has hecho?! –la furia superó al miedo y corrí hacia el cuerpo tendido de mi amiga, comprobando que aún respiraba. Las luces de colores iluminaron el pinar.–Está dormida –su voz era áspera y nasal, tal como la recordaba, pero más ronca–. Hace veinte años también dormíais, las dos. Os velé toda la noche.–¿Por qué haces esto? –le pregunté sin poder contener un sollozo de desesperación. No me bastaba la simple explicación de que estaba loco, desde luego no lo parecía en aquel momento–. ¿Es porque... matamos a tu padre?–No murió del golpe –me dijo, aclarándome la duda que me había perseguido toda la vida. Ana y yo habíamos empujado al padre de Andrés, haciéndole caer contra una roca. Ninguna de las dos había pensado siquiera en comprobar si estaba muerto antes de echar a correr–. Cuando me acerqué, aún respiraba.–Entonces... –no sabía cómo hacer aquella pregunta. Andrés había estado allí, en la playa, había comprobado que su padre estaba inconsciente pero vivo–. Podías haberlo salvado... –susurré, temiendo su reacción–. Podías haberlo arrastrado hasta aquí, para evitar que se ahogara al subir la marea.Luces rojas y azules nos deslumbraron. No sabía qué hacer. Estaba allí, arrodillada ante mi amiga inconsciente, mirando al hombre que había secuestrado y tratado de ahogar a tres niñas en las últimas tres semanas. Sus ojos, bajo la sombra de su gorra, eran piedras negras que parecían querer clavarse en mi alma.–No iba a permitir que te hiciera daño –aseguró sin moverse, parecía incluso no respirar–. –Era tu padre...–Pero no me quería. Nadie me quería. Pero tú... –quedó en silencio, mientras el sonido de las bombas en el cielo nos ensordecía por momentos–. Tú al menos eras amable, no te reías de mí como los otros.Entonces recordé algo. Teníamos once, quizá doce años. Algunos niños empezaban a tontear con cosas de novios. Un día, en el patio de recreo, un grupito se burlaba de Andrés el Canicas, como siempre, no era novedad. Pero entonces me rodearon, empujándolo hacia mí, mientras gritaban “ahí la tienes, venga, dale un beso, pídele que sea tu novia”. Andrés había enrojecido de la cabeza a los pies, y su mirada no se apartó de las piedras del patio. Por suerte, en ese momento sonó el timbre que anunciaba el fin del recreo. Yo había sido una niña muy sentimental, y el hecho de suponer, por lo ocurrido, que le gustaba al pobre Canicas, me enterneció y desde entonces me mostré muy amable con él, defendiéndole cuando nuestros compañeros se volvían demasiado crueles en sus burlas.–Andrés ... –le llamé, con mi voz más suave, intentando parecer convincente– Esto tiene que acabar.Levantó la cara y un estallido de luz blanca se reflejó en su rostro cansado, demacrado.–Ya ha acabado –dijo tan solo.

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