Revista Comunicación

Marguerite Duras, Escribir

Por Jalonso

Dedico este libro a la memoria de W.J.Cliffe, muerto a los veinte años, en Vauville, en mayo de 1944, a una hora para siempre indeterminada.

Mi hermano menor murió durante la guerra de Japón. Murió, y murió sin sepultura. Fue arrojado a una fosa común encima de los cuerpos enterrados. Y pensarlo es tan terrible, tan atroz, que no se puede soportar, y, antes de haberlo experimentado, no se puede saber hasta qué extremo. No se trata de mezcla de cuerpos, en absoluto; es la desaparición de ese cuerpo en la masa de otros cuerpos. El es cuerpo, su cuerpo, el suyo, arrojado a la fosa de los muertos, sin un nombre, sin una palabra. Excepto la de la oración de todos los muertos.

No fue ése el caso del joven aviador inglés, ya que los habitantes del pueblo cantaron y rezaron de rodillas en el césped alrededor de su tumba y permanecieron allí toda la noche. Pero, con todo, la historia me remitió al osario de los alrededores de Saigón donde se encuentra el cuerpo de Paulo. El hecho de que la muerte del joven aviador inglés se ha convertido en un acontecimiento tan íntimo, se debe a que encerraba más de lo que yo creo.

Nunca sabré qué. Nunca se sabrá.

Nadie.

Eso también me remite a nuestro amor. Existe el amor del hermano menor y existía nuestro amor, el suyo y el mío, un amor muy fuerte, oculto, culpable, un amor a cada instante. Encantador aún después de tu muerte. El joven muerto inglés era todo el mundo y también era sólo él. Era todo el mundo y él. Pero todo el mundo no hace llorar. Y Además ese deseo de ver a ese joven muerto, de verificar sin conocerle en absoluto si había sido realmente su rostro eso, ese agujero, al final del cuerpo sin ojos, ese deseo de ver su cuerpo y cómo era su rostro de muerto, destrozado por el acero del Meteor.

(…)

Ese joven muerto inglés quizá permaneció intacto también por eso, permaneció clavado en esa edad, terrible, atroz, la de los veinte años.

Llegó a ver amistad con esas gentes del pueblo, sobre todo con la anciana encargada de la iglesia.

Lo árboles muertos están ahí, locos petrificados en un desorden fijo, tanto que el viento no quiere saber nada de ellos. Están enteros, mártires, están negros, de la sangre negra de los árboles muertos por el fuego.

Ese joven inglés muerto a los veinte años se convirtió en algo sagrado para mí, la transeúnte. Cada vez le lloraba.

Y después, el anciano caballero inglés que llegaba todos los años para llorar en la tumba de ese niño; lamenté no haberle conocido para hablar del niño, de su risa, de sus ojos, de sus juegos.

Todo el pueblo se hizo cargo del niño muerto. Y el pueblo lo adoró. El niño de la guerra siempre tendrá flores sobre su tumba. Queda una incógnita: la fecha del día en que dejará de ser así.

En Vauville, el recuerdo del canto de la mendiga vuelve a mí. Ese canto tan simple. El de los locos, de todos los locos, por todas partes, los de la indiferencia. El de la muerte fácil. Los de la muerte por obra del hambre, la de los muertos de los caminos, de las fosas, medio devorados por los perros, los tigres, las aves de presa, las ratas gigantes de los pantanos.

(…)

Los niños de la escuela cantan que hacía mucho tiempo que querían a ese niño de viente años, y que nunca lo olvidarían. Lo cantan todas las tardes.

Y yo lloro.

leyendadeltiempo.wordpress.com


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