Revista Cultura y Ocio

Martín López-Vega, unos poemas

Publicado el 03 octubre 2013 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg
Me encontré por primera vez con la poesía de Martín López-Vega (Llanes, Asturias, 1975) en la revista Clarín, en algún momento de la segunda mitad de los años 90 del siglo XX. Posiblemente fue en 1997, porque me parece recordar que yo tenía 23 años y me sorprendió leer en una revista la poesía de alguien más joven que yo, alguien que en el momento de la publicación de los poemas debía tener, como máximo, 22 años.  Me gustaron mucho aquellos poemas que encontré en la revista Clarín.  Después llegué a los libros de López-Vega que empezaba a editar la editorial DVD y los iba comprando según salían: tengo La emboscada (1999), Mácula (2002), Extracción de la piedra de la locura (2006), otro que le publicó Visor, titulado Árbol desconocido (2002) e incluso uno escrito en bable y que compré como recuerdo en Llanes, el pueblo natal de López-Vega, titulado Esiliu (1998); al abrir este último he podido desplegar la hoja que me hice con un diccionario autodidacta castellano-bable. Me falta al menos uno de los que publicó con DVD. A ver si lo busco. Me gustó mucho encontrarme a aquel poeta tan joven en las páginas de la revista Clarín, hace ya más de 15 años. Me sentí muy identificado con sus versos, y diría que en cierto modo me resultaron inspiradores.
Martín López-Vega, unos poemas Dejo aquí alguno de sus poemas:
EL INVIERNO EN LLANES
Dagerous pavements but this year I face the ice with grandfather´s stick    Seamus Heaney
Mi abuelo me había hablado de estas cosas: el invierno no es la nieve, tan extraña en los pueblos de la costa; el invierno no es sentir como la lluvia te cala los huesos, es sentirla penetrar por las mil cicatrices del alma, muy despacio, inevitablemente. Es sentir el frío no en las piernas al volver a casa, sino en las yemas de los dedos por cada tacto no recordado. En realidad mi abuelo nunca me dijo estas cosas; o al menos no me las dijo claramente, me las dejó leer en el cansancio de sus ojos, o tal vez las leí a escondidas mientras él las releía escritas con letra indeleble, punzante, con letras de sal en la carne viva de su propio corazón. Aquel dolor me resultaba entonces incomprensible, de tan antiguo. Hoy que el invierno llama a mi puerta, no muy fuerte, porque no es necesario, porque sé que no me queda otro remedio que dejarle entrar, he recordado aquellos ojos; su forma de caminar, tan rápida, no por llegar antes, ni por huir, a sabiendas de que aceptar tarde la derrota no la atenúa.
Hoy que los caminos se abren ante mí más resbaladizos que de costumbre, helados por las dudas antiguas, salgo de igual modo a la calle, resignado, pero libre de temores, afrontando el hielo con el bastón de mi abuelo.
TERRAZA
Desde mi terraza se ven dos mares, y aún hay sitio en la memoria para uno más.
Dos mares con sus dos horizontes, con sus leyendas de dragones y naufragios, de batallas y conquistas, con toda la historia que existe, además de la de los hombres.
Dos mares incontables como las gotas de agua que los forman. Dos mares inmensos como mi mirada cuando los contemplo.
Y, sin embargo, inagotables, inabarcables, dejan espacio en la memoria para otro mar.
Otro mar que no está. Que tiene también su historia y cuyo naufragio mayor acontece ahora.
Dos mares, y yo pienso en otro.
Hay cosas así de intensas: necesitamos toda la vida para terminar de vivirlas—
así este mar que vuelve, este mar que no existe, este mar que anega todas las cosas.
CAFÉ ATLÁNTICO
Un viejo café colonial frente al puerto de una ciudad a la que vuelves, mas no regresas -no hay ningún recuerdo que haya permanecido salvo la lluvia de una tarde por lo demás ya lejana. Hay al lado un British Bar pero esto no es Lisboa y las agujas de todos los relojes corren en la dirección cierta. Hace un año escribiste aquí, bajo el volcán, versos que hubieran podido ser los últimos. Haces recuento: nada ha ocurrido desde entonces que justifique el arrepentimiento. Hoy la has conocido -y has abierto su bolso, buscando algo, y has entrado descalzo en su cuarto, habéis hecho el amor de esa forma mecánica aunque hermosa que aún sirve de alivio del cuerpo, pero no ya del alma. Dejas aquí su nombre, Laura, para cuando se haya borrado. Ha vuelto el ejercicio del amor, pero no su fuego. Al menos esta vez quedará algo en la memoria: la curva minuciosa de sus pechos, los sonidos del orgasmo -los mismos que repetiremos, a solas, en la agonía.
Y para finalizar un poema en bable del libro Esiliu, el que hizo que abriese el libro con recelo, pero al ver que entendía los versos, lo compré:
JACK KEROUAC FALA CON JOYCE JOHNSON (1957)
Entá remembro aquelles tres selmanes on the road; “nin pa dormir dexabes la escritura”, dixérame Lucíen, y tenía razón. Y dempués, pasaren seis llargos años con aquel rollu de papel na maleta, refugáu polos editores. ¿Contárate d’aquella temporada na que fui revisor nos trenes de la Southern Pacific? Agora, a la fin, tengo’l llibru ente les manes, Joyce, y ehí tienes tú’l New York Times de mañana, ¿vieras cómu m’empondera la crítica? Mañana yá nun sedré ún más, saldré de la masa anónima. Y eso nun me fae feliz. L’ésitu previsible ye l’ésitu del que fuera fae diez años. Agora toos quedrán falar con él, y yo tendré que dir a buscalu. Quedrán que diga, yá sabes, que faiga definiciones de la nuesa xeneración, que postule sobre América y el descontentu, y naguarán porque–yos cuente dalguna aventura picardiosa.
Diré a buscalu. Fadré por contesta–yos.
Pero él nun sé si quedrá falar col so asesín.  

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