Revista Arte

Marvel Movies, Inc.

Por Bill Jimenez @billjimenez

Por Elisenda N. Frisach

marvel
Decía Elijah Price (el personaje interpretado por Samuel L. Jackson en El protegido de M. Night Shyamalan) que la forma de arte popular conocida como “cómics de superhéroes” era la moderna respuesta a las leyendas tradicionales y que, como en ellas, se atesoraba toda una verdad deformada por el paso del tiempo. En realidad, desde la primera obra literaria conservada de la humanidad, el poema Gilgamesh, pasando por las sagas nórdicas o la mitología grecorromana y llegando a los cantares de gesta medievales, a las novelas que enloquecieran a Alonso Quijano o incluso a la Biblia, la literatura está repleta de composiciones cuyos orígenes históricos, religiosos o realistas se pierden, a menudo hasta desaparecer, en medio de una reformulación casi siempre de tono épico y fantasioso, tan del gusto del público hoy como ayer. ¿Qué puede decirse, sino, de sagas literarias como El señor de los anillos o Los libros de Terramar? ¿O de universos creados para la gran o la pequeña pantalla, como Star Wars o Star Trek?

En este sentido, la editorial estadounidense Marvel lleva más de siete décadas asentada en la cumbre de los cómics de consumo. Pero, pese a su éxito masivo, no deja de ser un sector relativamente minoritario en comparación al de los blockbusters hollywoodienses. Como sus creaciones son muy susceptibles de ser adaptadas al cine (dada su narrativa clásica y directa y el ineludible componente visual del noveno arte), la compañía ha habilitado en los últimos años una subdivisión cinematográfica; y parece ser que, lo que se le resistía en el pasado, que era la creación de un producto de entretenimiento tan digno como falto de pretensiones (algo que DC, “la Distinguida Competencia”, ya había logrado tempranamente con el Superman de Richard Donner), llegó desde el momento en que empezaron a contar en sus filmes, primero con un casting bastante acertado; segundo, con unos guiones que respetaban la esencia de lo que había hecho tan populares a cada uno de los personajes, y tercero, poniendo tras las cámaras a directores con oficio y talento como Singer, Raimi, Lee… Evidentemente, ello no ha impedido algún tropiezo (véase Daredevil), pero, en general, estos productos cumplen unos mínimos que pueden dar a lugar a notables películas de género (como Spiderman 2) o, al menos, a un visionado gozoso comiendo palomitas.

Loki

En esta línea están los dos últimos estrenos de Marvel: Thor y X-Men: Primera generación, no por casualidad ambos guionizados por el tándem Miller/Stentz. Cabe decir que, sin ningún tipo de pretensión autorial (no están realizadas por Shyamalan, Spielberg o Nolan), estas cintas cumplen el cometido de entretener sin insultar la inteligencia del espectador, aunque Thor peque de momentos gratuitos para buscar la complicidad de la audiencia a través de un verismo imposible y forzado (léase toda la acción que acontece en la Tierra), mientras que X-Men: Primera generación intente condesar en sólo 132 minutos un sinfín de personajes, escenarios y tramas, lo que le imprime un ritmo demasiado precipitado.

Ello no obstante, la baza de estrellas como Natalie Portman y Anthony Hopkins, de secundarios de lujo como Stellan Skarsgard o del reputado Kenneth Branagh al frente del proyecto hace que, en conjunto, Thor supere sus defectos. Partiendo de un argumento del imaginativo J. Michael Straczynski, el filme cuenta con toda una pátina de tragedia shakesperiana, factor que quizá explique -o excuse- la implicación de Branagh en el proyecto, así como el gesto desmedido, teatral, de la realización y las interpretaciones. Son las tensas relaciones familiares que mantienen Odín, Thor y Loki lo mejor de la pieza, con destacados trabajos por parte de los tres actores que los encarnan, aunque sea el villano de la función, un impagable Tom Hiddleston, quien brille con luz propia, merced a un personaje muy bien descrito, ambiguo y complejo. Asimismo, la encantadora estética kitsch del vestuario y de la puesta en escena vincula la obra a la space opera más añeja, a su origen de papel y tinta (v. gr. Asgard es un mundo multicolor de retrofuturistas torres doradas), lo que quizá asuste a espectadores incautos o acostumbrados al realismo de cintas como El caballero oscuro.

Magneto 1

X-Men: First Class, por su parte, mantiene la capacidad made in Marvel de aunar momentos cómicos y dramáticos (bien ejemplificada en la saga de Iron Man), sin que afortunadamente resulte un producto de humor preescolar aderezado con efectos especiales (como sucede con las películas de los 4 Fantásticos). Al articularse en torno al hecho histórico de la crisis de los misiles de Cuba, la realización se tiñe de una estética que la emparenta con piezas de evasión de los años 60, yendo desde el James Bond de Sean Connery hasta heist movies como La cuadrilla de los once o a filmes bélicos como Doce del patíbulo. La destreza de Matthew Vaughn tras las cámaras y un eficaz argumento nacido de Bryan Singer (responsable de X-Men y X-Men 2) son los cimientos de un artefacto ágil y brillante que combina una pirotecnia visual muy bien llevada y emotivos remansos de interacción dramática entre los personajes. Como ya sucedía en las otras entregas sobre estos mutantes inadaptados socialmente (obviando la chapuza de la tercera parte), sus cuitas son una excusa para indagar sobre los abismos del alma humana, cuyas dolorosas consecuencias están especialmente presentes en el atormentado antihéroe del relato, Erik Lehnsherr (un deslumbrante Michael Fassbender), y en su relación con el otro protagonista de la cinta, Charles Xavier (James McAvoy). Y es que el destino final de ambos otorga a la película una tristeza adulta poco habitual en el cine de masas que casi trasciende el carácter mercantilista de la propuesta.

En definitiva, si lo que se busca es un rato de evasión que no consista en argumentos descerebrados, personajes planos y realización torpe, cualquiera de estas dos pelis Marvel vale la pena. Porque las propuestas de ocio han de servir para hacernos soñar y evadir, cierto, pero también para reconocernos y comprendernos, no para asegurarles a los poderosos nuestro panem et circenses más abyecto.


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