Revista Sociedad

Más sobre el nuevo diccionario biogáfico de la RAH.

Publicado el 04 junio 2011 por Fjjeugenio
    Seguidamente reproduzco integramente el brillante artículo de Juan Manuel de Prada publicado  en el diario ABC de Madrid. y que se relaciona muy directamente con las tesis mantenidas en el post publicado con fecha 03/06/2.011 en este blog.


     Lo escrito, escrito está.
ESTO respondió Poncio Pilato a los miembros del Sanedrín que le fueron con pejigueras, disconformes con el letrero que había mandado clavar en el madero donde fue colgado Jesucristo. La Real Academia de la Historia no se ha atrevido a tanto; y ante las protestas del sanedrín progre ha prometido revisar algunas entradas de su Diccionario Biográfico Español, e incorporar correcciones «de manera rápida a la edición digital y a ulteriores ediciones en papel». Espigando el diccionario, uno se encuentra, desde luego, con expresiones ditirámbicas impropias del lenguaje aséptico que se reclama al historiador; así ocurre, por ejemplo, con la entrada dedicada a Felipe González Márquez. En ella leemos que quien fuera presidente del Gobierno español es hombre de «carisma inigualable» (risum teneatis) que sufrió los «esfuerzos denodados del Partido Popular y de sus cómplices mediáticos por sentarlo en el banquillo». Donde se deslizan, como mínimo, una hipérbole y una insidia, instrumentos más propios del ditirambo o el libelo exaltados que de un diccionario histórico. Decía Cicerón (De Oratore, II, XV, 62) que «la primera ley de la historia consiste en no atreverse a decir nada falso; la segunda, atreverse a decir todo lo que es cierto; y la tercera, evitar aun la sospecha de odio o de favor». Y en la entrada de Felipe González las tres leyes de la historia establecidas por Cicerón son concienzudamente infringidas.
Pero en las protestas furiosas suscitadas contra el Diccionario Biográfico Español no creo que se discuta la elección de tal o cual palabra, o la elusión de tal o cual otra; ni siquiera el empleo de fórmulas retóricas incongruentes con el lenguaje aséptico del historiador. Lo que se exige a la Real Academia de la Historia es que acate y ayude a imponer una versión inventada de la Historia (con fines, por cierto, claramente «totalitarios»), en la que se entronice lo que es falso y se silencie lo que es cierto; una versión en la que se afirme que la Segunda República fue un paraíso democrático, regido por eximios estadistas amantes del bien y la libertad, que jamás perpetraron ni ampararon crimen alguno. La Real Academia de la Historia debería dejar bien claro que, más allá de corregir tal o cual palabra o fórmula retórica, no se avendrá a participar en semejante tropelía, por mucho que traten de imponérsela desde el sanedrín progre; esto es lo que se le demanda en la circunstancia presente, en la que —para desgracia de la maltrecha cultura española— decir la verdad se ha convertido en una arriesgada, casi suicida, forma de heroísmo.
Tal entrada, más propia del panegirista que del historiador, no se cuenta, sin embargo, entre las que han provocado el furor del sanedrín progre, todas ellas de personajes muertos hace décadas. De Francisco Franco ha molestado mucho al sanedrín progre que se diga que estableció un régimen «autoritario» (afirmación que, de forma implícita, convierte a quien lo establece en «dictador»), pero no «totalitario»; especificación que, en sí misma, no contraría ninguno de los requisitos que Cicerón exigía al historiador. Las palabras, desde luego, las carga el diablo, y más tratándose de palabras tan elásticas como «autoritario» y «totalitario»; pero yo he leído en los libros del más diverso signo ideológico que el régimen franquista fue autoritario, por faltarle ese componente distintivo de todo totalitarismo, que es una «explicación totalizadora, articulada y lógica del mundo»; componente que el régimen franquista nunca tuvo ni pretendió.

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