Revista Cultura y Ocio

MEMORIA FOTOGRÁFICA – Un cuento de Fabián Martínez Siccardi

Publicado el 10 marzo 2017 por Elalmacendelibros @almacendelibros

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Memoria fotográfica

Cuento de Fabián Martínez Siccardi

Yo estaba al tanto de lo que sucedía con las fotos del viejo Reyes, pero preferí mantenerme callado; hay cosas que es mejor no comentarlas con nadie. Su nombre completo era Juan Raimundo Reyes, pero a mí me lo presentaron como Reyes, a secas, la tarde que comencé a trabajar en el asilo de Médanos. El director de asilo me estaba mostrando la galería del patio interior y él estaba sentado en un banco, con la espalda recta y las manos descansando sobre un bastón que daba la impresión de continuar hacia dentro de las baldosas con una calculada perpendicularidad. Tenía los pómulos elevados y la nariz y el ceño fruncidos, casi al punto de esconder los ojos, como en un intento de filtrar los detalles sin importancia de las cosas que miraba.

   —Reyes, le presento al nuevo enfermero de noche, viene de General Roca —dijo el director, y Reyes me miró de reojo y asintió con la cabeza. Contaría entonces setenta años largos y estaba haciendo uso de esa prerrogativa que tienen los viejos de no hablar cuando no tienen ganas.

   Con el paso de los días noté que nunca recibía visitas. Llevaba años en el asilo y nadie recordaba muy bien ya de dónde ni cómo había llegado. Hablaba con poca gente y con frases cortas, incluso conmigo —al principio— intercambiada sólo las palabras estrictamente necesarias: la medicación, por favor un vaso de agua, ando un poco seco de vientre. Pero nunca percibí en él la sensación de soledad irredimible a la que apestaban los otros ancianos, que tenían hijos y nietos y amigos que venían de visita los fines de semana y dejaban hecho un asco el patio interior del asilo. No me gustan las visitas en los asilos, hablan siempre entre ellas y zumban alrededor de viejos que siguen perdidos en sus universos, por eso prefiero trabajar de noche.

   La vejez a Reyes le sentaba bien y la llevaba con cierta solemnidad, al menos durante el día. Por las noches ­—descubrí después—, se soltaba más y pasaba horas en su habitación mirando unas fotos viejas que sacaba de una valija de cartón marrón que guardaba debajo de la cama. Lo hacía de manera obsesiva sobre una mesa que estaba en un rincón, bajo la luz de un velador que teñía todo de amarillo. Varias veces entré a su cuarto sin anunciarme lo suficiente y lo pesqué con alguna foto delante y una mueca pícara dibujada en la cara, como en el regodeo de una travesura.  Otras veces lo sorprendí observando las fotos atentamente, con la mano estrujando la barbilla, como si tratara de recordar algo que había olvidado.

   Reyes tenía muy poca ropa: unas camisas celestes con los cuellos gastados, pantalones de franela marrón y unas alpargatas que, cada tanto, cambiaba por unas nuevas.

   -Tiene alpargatas nuevas, Reyes -observé una tarde.

   -¿Cómo se dio cuenta?

   -Es que recuerdo bien los detalles, tengo memoria fotográfica.

   Dije la frase con ligereza, pero pareció tomársela en serio, cosa rara en él que siempre estaba sumido en su propio mundo.

   A partir de allí, comencé a observar variaciones sutiles en su comportamiento. Una noche, cuando entré a su cuarto para llevarle las pastillas, noté que había cambiado de sitio los dos únicos cuadros que decoraban la habitación: unas láminas de bosques alemanes donde todo parecía tan verde y fresco que en los días de calor daban ganas de saltar dentro para escaparse del bochorno.

   -Con que redecorando la habitación, Reyes -le dije, e inmediatamente hizo una mueca pícara.

   Ese fue el primero de una serie de trucos en los que él alteraba sutilmente el orden de las cosas, esperaba mi reacción y sonreía cada vez que descubría lo que había hecho. Yo me prestaba con gusto, pensando que esos nuevos juegos lo sacarían, al menos un poco, de la obsesión que tenía con esas fotos en sepia, en las que más de la mitad de las personas deberían estar ya muertas.

   A mí las fotos de gente muerta me daban impresión. No es que hubiera visto muchas, pero cuando me mostraron por primera vez una foto de mi hermano Francisco no me gustó demasiado. Me resultaba raro verla. Estaba tan quieto, la cara le brillaba un poco, como si fuera de cera.

   Él murió cuando yo tenía dos años y, a los pocos meses después del accidente, mi madre armó una pila con todas sus cosas –ropa, juguetes, fotos— y la hizo arder. Esa foto que tengo de él es una que conservó mi abuela, y que me la dio hace no mucho tiempo. Mi hermano tiene allí ocho años y está vestido de gaucho para un acto de la escuela; supongo, porque, en realidad, en casa no se hablaba mucho de él.

   En contradicción con lo que esperaba, los juegos que habíamos iniciado con Reyes no menguaron su obsesión por las fotografías. Una noche, lo encontré despierto muy entrada la madrugada.

   -Dígame una cosa, Reyes, ¿no se cansa nunca de ver siempre las mismas fotos? –le pregunté.

   -Es que nunca son las mismas -me respondió. Después las guardó cuidadosamente en su valija, se metió en la cama y me dio las buenas noches.

   En los días que siguieron, continuaron sus cambios sutiles, mis observaciones, su medicación, las fotografías. Todo parecía igual, pero yo lo notaba más abrumado.

   -¿Es verdad eso de la memoria fotográfica? -me preguntó una noche.

   Yo me demoré en contestar porque Reyes nunca me hacía demasiadas preguntas. Antes de que se me ocurriera algo que decirle, agregó:

   —He notado que tiene buen ojo para los detalles. Venga, siéntese acá conmigo, le quiero mostrar algo.

   Se levantó para acercar a la mesa la silla que estaba debajo de la ventana.

   -Esto no lo sabe nadie, sólo yo, y ahora usted -dijo.

   Se agachó, sacó la valija de debajo de la cama, la abrió y puso con mucho cuidado todas las fotos sobre la mesa. Levantó una para mostrármela bien y dijo:

   —Mire ésta, ¿ve a la mujer con el niño en brazos?, mírela bien.

   Se quedó en silencio por un instante y agregó:

   —Vea cómo acerca el niño a la cara y lo besa.

   Me quedé un rato observando la foto.

   -¿Quién es el niño? -le pregunté.

   -Soy yo, Raimundo, si quiere puede llamarme así.

   Reyes, que nunca antes me había tocado, me apoyó la mano sobre el hombro.

   —¿Entonces usted también ve cómo se mueven? —preguntó finalmente.

   —Sí, Raimundo —le dije, fingiendo asombro—, la verdad es que parece que se mueven. Pero creo que es mejor que quede entre nosotros, ¿no le parece?

   Reyes me dio las buenas noches y se metió en la cama. Cuando terminó mi turno, volví a la pensión a descansar y me dormí pensando cómo hacía Reyes para ver movimiento en fotos que estaban absolutamente quietas. Soñé con la foto de mi hermano, la cara se le estaba borrando como a una figura de cera que pierde sus formas lentamente. Me desperté tarde y me vestí a los apurones para llegar a tiempo al asilo. Tal como imaginaba, Raimundo me llamó para ver más fotos.

   Esta vez tomó una de un hombre parado de espaldas sobre una roca frente a un río. Vestía pantalones arremangados hasta la rodilla y llevaba el torso desnudo. Varios niños estaban a su lado. El hombre tenía una caña de pescar y había un pescado enganchado al anzuelo y otros en un balde. Raimundo comenzó a señalar con el dedo.

   -Mire ahora, a este pez lo saca del anzuelo el niño de remera a rayas, se llama Aníbal.

   Las visitas nocturnas al cuarto de Raimundo se repitieron muchas veces, y mi interés por observar las fotos comenzó a aumentar. Vimos a muchachos de campamento ‒saliendo de una carpa, un piño de ovejas que se resistían a entrar al corral ignorando al niño que las azuzaba, una pareja que se besaba y nos sonreía como poseedora de eterna felicidad. Reyes ponía siempre un interés especial en relatarme hasta los más mínimos detalles.

   Una madrugada, entré a su habitación cuando estaba dormido y noté que había olvidado una foto sobre la mesa. La tomé y la llevé al pasillo para verla mejor, era la foto de la madre y el niño. Me quedé observándola durante un largo rato, la acerqué, la alejé, la sacudí, y después la devolví con cuidado al sitio de donde la había sacado.

   Una noche, Reyes me llamó a su habitación y, al entrar, vi que observaba una de las fotos moviendo la cabeza como en un tic nervioso. Tenía en la mano la foto del hombre con la caña de pescar.

   -Por favor, ¿cuál de los niños le saca el anzuelo al pez?—, me preguntó.

   -¿No se acuerda Raimundo?, es Aníbal, el de la remera rayada.

   —¡Muchas gracias! —me dijo, aliviado—. Mire como toma el pez y pelea para que no se le escape de las manos.

   Reyes dio un suspiro largo y se metió en la cama. En las noches que siguieron, me pidió casi a diario que le recordara detalles de las fotos: la dirección en la que salía un coche, si iba a comenzar a llover, cómo se llamaba el señor del chambergo negro.

   Una madrugada, cuando Reyes ya dormía, me llamaron de urgencia al asilo. Era mi hermana Cristina, desde General Roca. Desde mi llegada a Los Médanos, la situación con nuestra madre se había vuelto insoportable y mi hermana ya no podía más. Me pedía por favor que fuera a darle una mano. Hablé con el director del asilo y le dije que me ausentaría por unos días.

   Dejé la pensión y me fui a General Roca. Mi madre terminó internada permanentemente en un sanatorio, ya nadie podía controlarle la ingesta de medicamentos, la higiene ni la alimentación.  Me quedé en allí varios días y la visitaba a menudo. Hablábamos poco, pero se notaba que agradecía mi compañía. Pensaba mucho en Reyes y estaba esperando el momento adecuado para regresar a Los Médanos, pero nunca aparecía.

   Una tarde, me llamó el director del asilo. Me pedía que regresara con urgencia, el viejo Reyes estaba mal y quería verme. En un par de días, logré salir de General Roca. Llegué a Los Médanos temprano por la mañana y cuando tomé la calle del asilo encontré el camión de bomberos estacionado en la puerta. Sentí que se me enfriaba la piel y me brotaban unas gotas de sudor enormes. Al entrar me topé con el director.

   -Podrías haber tardado un poco menos, hermano. ¡No sabés la que se nos vino!

   -¿Qué pasó? -pregunté, tragando una bola dura de saliva.

   -El viejo Reyes se volvió loco de remate. ¿Te acordás del tema de las fotos? Empezó a delirar, al principio hablaba con las fotos, después les empezó a gritar. Te llamaba mucho a vos, por eso te pedí que vinieras. Anoche, el chico que te reemplazaba vio que salía humo del cuarto del viejo. La puerta tenía echado el cerrojo por dentro así que la abrió a empujones y encontró la habitación en llamas. Había hecho una hoguera con la pila de fotos. Lo llevamos al viejo al hospital pero no hubo nada que hacer, murió esta madrugada, se asfixió con los gases. ¡Al menos no incendió todo el asilo! Hay que lidiar con cada loco en esta profesión. ¡Qué desastre, hermano! Lo tendríamos que haber previsto, no era normal eso de mirar fotos todas las santas noches.

   No dije nada, inventé una excusa para no volver a trabajar por unos días y me metí corriendo en la pensión para echarme en una cama. Estuve varios días sin salir a ningún sitio. Una tarde, me llegó una nota de Cristina, que no me olvidara que el sábado celebrábamos el cumpleaños de mi madre en el sanatorio. El viernes partí para General Roca, pero antes de salir, tomé la foto de mi hermano y la puse en el bolsillo interior del saco. Llegué al sanatorio antes que nadie y encontré a mi madre sola, sentada frente a la mesa del salón principal y con la vista clavada en algún punto distante.

   Lo dudé por un momento, pero finalmente puse la foto sobre la mesa. La mano me temblaba, mamá no había visto una foto de Francisco desde hacía más de veinte años. La miró un rato.

   -Ahí está Pancho –dijo-, en la fiesta del colegio. ¿Te acordás cuando fuimos a alquilarle el traje de gaucho? Las botas le quedaban enormes.

   Se calló y volvió a fijar la vista en otro punto distante. Cuando vi que llegaba mi hermana, saqué bruscamente la foto de la mesa para esconderla, pero me detuve un instante. Pancho me estaba mirando, se había sacado el sombrero de gaucho y me sonreía, con la piel fresca, sin ningún destello sobrenatural.

*Este cuento fue ganador del Premio Hucha de Oro en el año 2003.

Pueden ver las 10 Preguntas que le hicimos a Fabián cuando se publicó el libro Bestias afuera, haciendo click aquí.

Comentario de Anahí Flores de Bestias afuera, aquí.


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