Revista Sociedad

Mensajes

Publicado el 12 junio 2010 por Eko
El trasplante de corazón le había devuelto las fuerzas y las ganas de vivir que hacia mucho tiempo Lorenzo había perdido. Nadie le hubiera echado de menos, si hubiese muerto, acostumbrado como estaba a pasar la mayor parte del año a solas con su ganado en la montaña. No gustaba de la compañía de las personas, no porque le hubieran hecho algún mal, sino simplemente porque se sentía más cómodo entre el perezoso pastar de sus animales.
mensajes en la arena
Aquella nueva oportunidad que le había dado la ciencia había despertado en él unas ganas nunca sentidas de dejar por un tiempo su tan amada montaña y cambiar el paisaje de sus ojos. Había despertado en su alma el inusitado deseo de ver el mar por primera vez en su vida. Nunca pudo imaginar que tal sentimiento podría arraigar con tanta fuerza dentro de él. Cada noche, en sueños, un rumor de olas lo mecía y se veía en una barca rodeado de un vasto azul mientras a lo lejos un figura humana parecía decirle adiós con la mano desde la playa. No pudo aguantar por mucho tiempo aquel nuevo y desconocido sentimiento y una mañana partió sin rumbo definido, con el único fin de conocer el mar. Quiso la casualidad, o la fuerza que impulsaba sus pasos, que llegase a un pequeño poblado de pescadores de nombre totalmente extraño y desconocido para él, por lo lejano que quedaba de su tan amada montaña y animales.
Una vez hubo buscado alojamiento en el modesto hostal del pueblo, se dirigió hacia la playa. Era la primera vez que la veía, al igual que era la primera vez que podía ver aquel inmenso mar que la bañaba, pero el olor le resulto tan familiar que rápidas imágenes se formaron en su mente y con la misma rapidez desaparecieron. Aquel olor tan nuevo para Lorenzo encontraba un patrón conocido en su olfato, pero por mucho que lo intentaba, no conseguía recordar de donde venia aquel recuerdo exactamente. Sus pasos lo encaminaron hacia el espigón que protegía la playa de las corrientes. Subió a las rocas y empezó a andar por encima de ellas sin conocer exactamente cual era el motivo por el que lo hacia. Se había quitado la camiseta para que la brisa del mar y el tibio sol de primavera nutrieran su piel de una energía jamás sentida. Mientras caminaba iba acariciando con su mano la cicatriz que atestiguaba que hubo un día en que la muerte tuvo su nombre en los labios y, aunque le regalo una prorroga, esta no olvidaría de volver a por él en el momento menos pensado. Había andado unos treinta metros sobre el espigón cuando de repente, en medio de una roca, a salvo de las olas, un ramo de flores rompían la cuadratura de la estampa del todo marinera. Busco alrededor el posible dueño de aquel ramo y tras comprobar que era el único que estaba en el espigón y en toda la playa, se acercó a ellas. Atadas con un extraño lazo hecho de algas, las flores parecían como recién cortadas, así que dedujo que quien las dejara allí no hacia mucho que se había ido. Una imagen, tan luminosa y breve como el fogonazo de un rayo, inundó su mente, y aquella figura humana, que desde el trasplante, veía cada noche en sueños diciéndole adiós con la mano, empezó a acercarse, como si la barca en la que se hallaba, en aquel onírico paisaje, de repente virara y volviera hacia la playa.
Los días posteriores, Lorenzo repitió el mismo trayecto día tras día, y siempre acababa su pequeño paseo en aquella misma roca, donde no había un día que faltase flores frescas. Aquel sería su último día en el pueblo, no podía tener por más tiempo a sus animales desatendidos, y se veía en la obligación de volver. Aquella mañana, conforme miraba como sus pies se hundían en la arena mojada de la playa, frases si ningún tipo de sentido para él, ni razón, empezaron a retumbar en su cabeza. Cogió un palo que las olas habían devuelto a la playa y, sin pensar en que le empujaba a hacerlo, empezó a escribirlas sobre la arena. El motivo de aquellas frases se escapaban a toda compresión por parte de Lorenzo, pero conforme las iba escribiendo una tras otra camino del espigón, una alegría de origen y naturaleza totalmente desconocido iba naciendo dentro de él, acompañada de una sensación de paz que lo alentaba a seguir escribiendo. Aquel fue el último paseo de Lorenzo en aquella playa de aquel pequeño pueblo de pescadores. Una vez sus pies salieron de la arena, estos lo pusieron dirección a sus paisajes conocidos de montaña y a sus entonces descuidados animales.
Rosario, una anciana viuda del pueblo, se había enterado en la panadería que aquel extraño y huraño forastero se había marchado sólo una hora antes, pero eso era algo que no le importaba mucho. La verdad es que desde hacia unos meses no le importaba absolutamente nada, salvo ir a la playa y llevar flores frescas al espigón. Vestida de riguroso luto, la anciana había estado llevando flores desde la muerte de su hijo al lugar donde el oleaje arrojó el cuerpo inerte del joven pescador. Caminaba como si sólo la fuerza de la costumbre la empujara, con mirada perdida y semblante inexpresivo. Unas marcas en la arena la devolvieron de repente a su ser, eran palabras, frases escritas por alguien en la arena. -Perdona el dolor que te he causado-. Se quedó durante un rato observando la caligrafía de las letras, y una voz en su cabeza no hacia más que repetirle, -estas loca, si lo piensas-. Miró hacia delante y comprobó que las frases se repetían en todo el trayecto hacia el espigón. Una tras otra las fue leyendo, y cada vez con menos fuerza aquella voz de su cabeza fue dejando paso a un sentimiento que le aprisionaba el pecho con fuerza. -Nunca olvidaré tus caricias, ni los besos que me diste-. -Padre me acompaña y me cuida-. -Estoy en mi barca y en cada palmo de nuestra casa-. -No sufras, pues tu dolor me traspasa-. Una tras otra, de igual caligrafía, de idéntica sensación dentro de ella, componían el puzzle de un rostro cada vez más familiar. La ultima frase lo vino confirmar y el rostro del hijo perdido se formó ante ella: -Madre, siempre estaré donde tu estés, siempre te querré-. Rosario se arrodilló y dejó las flores sobre aquella última frase. La sonrisa y la tranquilidad que reflejaba su mirada cuando abandonó la playa sorprendió a quienes con ella se cruzaron y la muerte nunca volvió a ser para ella una perdida que el amor no solucionase.
Aquella noche, ya muy lejos del pueblo de pescadores, Lorenzo soñó que su barca llegaba por fin a aquella playa, y que la figura de una anciana vestida de negro le sonreía con una alegría totalmente desconocida para él. Su abrazo lo sintió cálido, familiar, reconfortante, y vio al separarse de ella, que la figura de aquella mujer y la de un niño agarrados de la mano se alejaban de él.
EpílogoDespués de recibir un órgano, algunos receptores de trasplantes sufren cambios en su carácter, en sus gustos y en sus aficiones. A veces, incluso, protagonizan recuerdos que no les pertenecen y sueños con sus donantes. Dicen que todo es debido a lo que llaman memoria celular.

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