Revista Cultura y Ocio

Mi forma de ver el mundo – @virutl38

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Cuando me decían todos que no era lo mío. Que era un error. Que me lo recordarían después. Vienen a mi mente todos aquellos reproches. Y sonrío.

Ella tenía su vida. Yo la mía. Cada cual con sus familias. Sus rutinas. Sus cosas. Sus amigos. No teníamos nada en común. Ni opiniones. Ni ideas. Ni seguíamos una línea de vida similar. Ni nos gustaban los mismos libros. Ni la música. Ni siquiera los colores. O los lugares donde vivir.

Y claro. Todo eran señales en contra. Incluso la amistad era algo impensable. La edad. Los prejuicios. Los a dónde vas que te equivocas. Qué tenéis en común. Estás loco. Todo tenía su lado negativo. Y no había modo humano de entender nada.

La primera mirada de rabia fue suya. Quizás porque mi comentario sobre los ideales políticos en la adolescencia la cogió de improviso. Estaba claro que si yo hablaba de inmadurez después de que ella hubiese establecido aquellas líneas argumentales tan imposibles se lo iba a tomar mal.

Pero no era por lo que decía. Era por cómo lo hacía. Sus gestos. Sus manos balanceándose en el aire. Como banderas de señales. Su pelo ensortijado y blandiendo mechones sobre sus hombros desnudos. Su pecho pequeño y tenso. Como una repisa de caramelos en una tienda. Comestible. Atrayente.

Y su boca. Y sus ojos. Ahí estaba la trampa.

Sus labios carnosos se movían como mariposas. En un aleteo hipnótico. Era incapaz de dejar de mirarlos. Y tragaba saliva. Y mi línea de fijación pasaba por sus ojos. Aquellos rescoldos brillantes y ennegrecidos. Aquel iris insoportablemente hermoso. Incomprensiblemente real. Entre aquel trajín de pestañeos y huracanes tropicales. Todo en ella estaba hecho para hacerme permanecer inmóvil. Y no dejar de hacerlo. Aunque el mundo se parase. O el fin del mundo estuviese sucediendo.

Después de mi comentario sobre inmadurez y adolescencia pseudo revolucionaria la clase se alteró. Hasta tal punto que tuve que hacer un gesto pacificador con los brazos extendidos. Y tranquilizar el cauce del debate. Ella me miró furiosa. Con los brazos en jarras. Y sus manos quietas por un instante. Reposadas en sus caderas. Aquellas caderas que presagiaban el desastre.

Se hizo el silencio. Todos quedaron expectantes. Ella de pie. En el medio del aula. Y yo sobre la tarima. Desde donde dirigía aquella clase. El aire era cálido e inusualmente denso. La ola de calor no ayudaba desde luego. Y sentía que su miraba me derretía. Me convertía en charco. Ejercía sobre mí una increíble atracción. Hasta dejarme como un origami. Doblado y empequeñecido.

No sé en qué se basa para semejantes argumentos adolescentes e impropios de una estudiante de ciencias políticas. Le dije. Y de nuevo un silencio tan grande que hasta me pareció que el resto del alumnado tomaba aire. Y ejercía presión sobre el mío. Como si se apropiasen de todo el oxígeno. Y apenas tuviese yo. Para seguir viviendo.

Es mi modo de ver el mundo. Me espetó. El mismo mundo que compartimos. Y que usted ve con ojos equivocados. Porque nunca lo ha contemplado desde este lado de la ventana. Donde se refleja la línea del horizonte. Pero es que no es su lugar. Es enfrente. Usted mira el reflejo en el cristal. Lo ha hecho desde siempre. Cómodo. A cubierto. Nosotros disfrutamos de la puesta de sol. Desde donde llueve. Mojándonos. Y sonriendo. Ya es hora de que se entere.

Se rompió el silencio. Llegaron los gritos. Los aplausos. Su mirada de vencedora. Todavía con los brazos en jarras. Sobre sus caderas. Aquellas caderas que presagiaban mi derrota. Sonreí. Sonreímos. Sin movernos.

Sigo enamorado desde entonces hasta el tuétano de su postura vencedora. Incluso desnuda. En penumbra. Ella desafiante. Sobre sus pies descalzos. Manos sobre sus caderas. La postura de mi derrota. Esa derrota que me permite disfrutar de sus mariposas. De su iris. Y de su modo de ver el mundo. Desde mi silencio.

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